Un ridículo monumento al Fascio y a Mussolini, ¿bien de interés cultural?
Franco detestaba la “pirámide de los italianos” porque desdecía la glorificación de la “Gloriosa Cruzada Cristiana” al subrayar las aportaciones de las cruces gamadas de Hitler y los camisas negras del Duce
El ruinoso monumento al Fascio que se levanta en una inhóspita ladera del puerto del Escudo, camino a Cantabria desde Burgos, no es memoria democrática, como exige la ley de 2022. Ni siquiera es memoria histórica. Y tampoco tiene valor arquitectónico. Hablemos con propiedad. Se trata de un monumento irrelevante, que ofende incluso a los nacionalcatólicos franquistas. Lo supo pronto el dictador Francisco Franco, que renegó del popularmente conocido como “cementerio de los italianos” cuando el primer abad del Valle de los Caídos, el benedictino Justo Pérez de Urbel, y el primer director general de Prisiones en el franquismo, Máximo Cuervo Radigales, pionero del Opus Dei, le propusieron adecentarlo e incorporarlo como complemento al imponente monumento que el líder de fascismo español estaba levantando a su mayor gloria en Cuelgamuros. Fray Justo supo de los modelos en los que el llamado Caudillo se inspiraba: “Quería imitar a Felipe II, que levantó el monasterio de El Escorial para conmemorar la batalla de San Quintín, y quería seguir los pasos de Mussolini celebrando las gestas de sus legionarios en España”.
Argumenta ahora el portavoz de la Junta de Castilla y León, Carlos Fernández Carriedo (PP), para declarar semejante engendro Bien de Interés Cultural (BIC), que la pirámide mussoliniana es única “dentro del patrimonio cultural de Castilla y León por su diseño y los valores estéticos, arquitectónicos y paisajísticos”. No discutamos sobre el mal gusto (ya dijo Kant que, hablando de gustos, se acaba la discusión), pero sí sobre gustos ilegales e inmorales. En suma, disgustos. El consejero de Cultura, Gonzalo Santonja, de Vox, y algunas instituciones que se dicen culturales se han unido al jolgorio fascista remarcando los atributos turísticos del conjunto. “La historia es también lo que no les gusta”, remacha Santonja, sin señalar. Tampoco se trata de derruirlo, pero ¡bendecirlo como un bien de interés cultural!
Los motivos por los que Franco detestó pronto el ridículo regalo arquitectónico de Mussolini son fáciles de entender. Al franquismo le quemaban en 1959, cuando se inaugura el Valle de los Caídos, los apoyos que le ayudaron a ganar una guerra que la propaganda llamaba entonces Gloriosa Cruzada Cristiana. Ensalzar un monumento a Mussolini era glorificar que aquella Cruzada lo fue de cruz gamada, como escribió el historiador Herbert R. Southworth en El mito de la cruzada de Franco. Fue con los créditos, el armamento, los aviones, los barcos y los soldados que aportaron la Alemania nazi y la Italia fascista con que se maquinó la guerra en el bando rebelde. Pero cuando le llega a Franco la sugerencia de Pérez de Urbel y Máximo Cuervo, Hitler se había suicidado con su mujer, Eva Braun, y a Benito Mussolini lo habían colgado como a un cerdo en una gasolinera de Milán, junto su amante, Claretta Petacci. El dictador español les debía mucho, pero quería borrarlos de la memoria nacionalcatólica.
Hay más. ¿Ignora acaso el Gobierno de Valladolid cómo se construyó el dichoso monumento al Fascio? Las obras se iniciaron en 1938, antes del final de la guerra, furiosos los militares italianos por las cuantiosas bajas entre sus camisas negras en la batalla para conquistar Santander meses antes. En aquel ambiente, tomaban prisioneros a voleo, los vejaban y a muchos les daban el paseo o se ejercitaban con ellos en un pelotón de fusilamiento. Les sobraba mano de obra cautiva. Nadie les dijo que existía el principio de la Redención de Penas por Trabajo. Mejor dicho, todavía no se había aprobado el decreto que redactó en 1938 Cuervo, el ideólogo del sistema por el que los presos —especialmente los políticos— podían reducir su tiempo de condena realizando trabajos forzados. Este era el lema de Cuervo, entonces dirigente de la Asociación Católica Nacional de Jóvenes Propagandistas (ACNdJP), hoy Asociación Católica de Propagandistas (ACdP): “La disciplina de un cuartel, la seriedad de un banco, la caridad de un convento”. Pese a que los presos lo llamaran coloquialmente “el máximo cuervo”, su gestión al frente del sistema nacional de prisiones no habría tolerado los desmanes de los legionarios italianos.
Escribió Milan Kundera en La insoportable levedad del ser que la memoria libera al hombre de la brutalidad. Sorprende que los promotores de esta extravagante iniciativa, probablemente admiradores de las gestas del franquismo, ignoren la otra razón por la que Franco acabó detestando a Mussolini pese a imitarlo tanto. La aversión era mutua. Debió de desengañarse, aún más, cuando se publicaron, al final de la II Guerra Mundial, los diarios de Galeazzo Ciano, yerno del Duce y su ministro de Asuntos Exteriores. A Franco debió de dejarle turulato este párrafo, que Ciano pone en boca de Mussolini: “Los desvergonzados que tanto han tenido que decir sobre nuestra intervención en España comprenderán algún día que en el Ebro, en Barcelona y en Málaga se han constituido las verdaderas bases del imperio mediterráneo de Roma. Franco nos da el huevo hoy; mañana nos dará la gallina”.
El conde Ciano no lo vería. A la espera de ser fusilado, acuerda con su esposa Edda, no que pida al padre el perdón para el marido, que Galeazzo sabe que no obtendrá, sino cómo hacer pasar los diarios a Suiza. Buena parte caen en manos de los alemanes, que los destruyen. El resto, publicados en España por Crítica en 2004, son muy útiles para saber la pésima opinión de Mussolini sobre Franco y su yerno Ramón Serrano Suñer, ministro de Gobernación aquellos años. Escribe Ciano, el 4 de septiembre de 1942, cuando Serrano es despedido del Gobierno por el cuñado: “Era inevitable. Me convencí de ello al escuchar el modo en que Serrano Suñer hablaba de Franco: usaba el lenguaje que puede emplearse refiriéndose a un criado cretino. Y sin la menor prudencia; delante de todo el mundo”.
El faraónico complejo de Cuelgamuros lo concibió Franco mucho antes de que finalizara la guerra, para glorificarse como los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II. Mussolini se le adelantó, con la impertinencia, además, de poner sobre la mesa las cuentas de su aportación a la victoria: un crédito de 4.000 millones, 30.000 soldados y 4.000 muertos. Fue el recuento que hizo Ciano cuando visitó la pirámide, el 13 de julio de 1939, acompañado por Serrano Suñer y una caravana de autoridades civiles, eclesiásticas y militares.
El conocido después como “el valle de los caídos italianos” fue inaugurado un mes más tarde, antes de que el dictador español firmase, el 1 de abril de 1940, el decreto de construcción de su propio monumento de exaltación, que ordenó signarlo con “la cruz más alta del mundo, 152,4 metros”. Mussolini, en cambio, erigió una ridícula pirámide de hormigón con la puerta situada hacia el amanecer y una enorme M en el encuadre, en homenaje a sí mismo, sin la cruz en la construcción original. “Aquí reposan en la gloria los legionarios caídos por la causa de España y su civilización”, se leía en una las paredes. ¡Si esto es un bien de interés cultural!
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