Talento para la admiración
Ignacio Martínez de Pisón se ha adentrado recientemente en el Madrid de los años cuarenta con una penetrante versión novelada de aquella ciudad dura de posguerra
Recuerdo gestos como el de Julio Cortázar que abandonó el éxito garantizado de sus cuentos fantásticos para buscar en la novela Rayuela respuestas a las eternas preguntas, y donde, una vez más, se comprobó que las respuestas eran las mismas preguntas.
Las novelas formulan preguntas sin respuesta y paradójicamente generan entrevistas con cuestiones también sin respuesta, pero que suelen ser contestadas, lo que permite que a los autores les pregunten, por ejemplo: “¿Y qué tal lleva usted la carga de influencias literarias?”.
Detrás de esta pregunta, veo, por una parte, al que se cree capaz por sí solo de ser el responsable de una literatura original, lo que le ha llevado a leer poco a los otros y se le nota a la legua. Y por otra, veo al que jamás oyó hablar de una virtud de la que tantos escritores carecen: talento para la admiración. Ese talento lo tuvo sin duda el gran escritor serbio Danilo Kiš, que recorría con lucidez extrema la estirpe de sus maestros y les incorporaba a su obra, lo que fue convirtiéndole en un autor muy cercano para las nuevas generaciones de lectores.
Muy alejada de las superficiales frases gentiles, o del clásico intercambio de favores, la escritura de la admiración requiere del mismo ingenio y ambición que exigen tareas como plantearse realizar una obra maestra. A la escritura de la admiración no la concibo de otra forma que apuntando alto, quizás tanto como aquellos que piensan que obviamente superar al Quijote requeriría de un contexto muy distinto al actual. Un contexto que posibilitara la irrupción de un arte inmenso bajo otras formas totalmente inmanentes, sin dimensión más allá de la razón. Acerca de tal irrupción, ya advirtió George Steiner que no la veía imposible, pero que no llegaba, y lo más probable era que no llegara nunca, a imaginar esas nuevas formas. Sus palabras pueden recordar al Pío Baroja que en el Madrid de los años cincuenta veía en el futuro a un simple espectro mental y, en cuanto le hablaban de cambios, decía: “Yo ya no veré más que esto”.
¿Más que esto? Nada extraño que lo dijera quien veía que la vida se le había convertido en una novela narrada en eterno presente y cuyo único atractivo para él era ver cómo iba desarrollándose una trama morosa, de tedio muy quieto, próxima a las preguntas eternas sin respuesta.
De reconocido talento para la admiración, Ignacio Martínez de Pisón, narrador de estirpe barojiana, se ha adentrado recientemente en el Madrid de principios de los años cuarenta con Castillos de fuego, penetrante versión novelada del eterno presente de aquella ciudad de pura y dura posguerra. Una ciudad en la que el tiempo quedó en suspenso, como algo que no existiera, o no fuera posible medir. Y que en nuestros días vive inmersa en una trama de tedio muy vivo, tal vez porque aún se busca la confianza en algo indestructible. ¿Nosotros no veremos más que esto?
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