El nuevo muro de Roger Waters
El antiguo cabecilla de Pink Floyd deja un rastro de polémicas por donde pasa
Conocí a Roger Waters en la primavera de 1979: coincidimos en el festival de Cannes, en una fiesta nocturna celebrada en el césped de una fastuosa mansión alquilada. Imagino que la velada fue una iniciativa de los productores de Quadrophenia, la adaptación fílmica del álbum de The Who: abundaban las estrellas tanto del cine como del rock. Cierto que algunos invitados —caso de Roman Polanski— se evaporaban si te identificabas como periodista. Pero no Roger Waters: parecía feliz de tener oídos atentos a su alrededor.
Esquivaba, claro, asuntos como la catástrofe de Norton Warburg, el fondo de inversiones que había malgastado la mayor parte de los millonarios ingresos generados por The Dark Side of the Moon. Entiendo que aquello equivalía a citar la soga en casa del ahorcado: el principal responsable del desastre, Andrew Warburg, entró a gestionar las finanzas de Pink Floyd de la mano del propio Waters.
No. Aquella noche lo que interesaba a Roger era hablar sobre Ça ira, su ópera sobre la Revolución Francesa. Un proyecto que tardó decenios en materializarse; con la velocidad de glaciar a que nos tenía acostumbrado Pink Floyd, Ça ira no aparecería en disco hasta 2005. Para entonces, ya habíamos asistido a demasiados patinazos de Waters. A mediados de los ochenta, anunció que dejaba Pink Floyd, convencido de que el grupo se desintegraría sin sus aportaciones. No fue así: se constató el poder comercial de la marca, por encima del gancho de su capitán; resultaron patéticos los esfuerzos de Roger para poner palos en las ruedas de sus excompañeros. En verdad, mucho bochorno por ambas partes: según el acuerdo de disolución, Waters tenía la exclusiva del uso del cerdo inflable de Animals; los otros soslayaron ese inconveniente convirtiendo a la criatura hinchable en un gorrino hembra.
Una puntualización. En realidad, Ça ira tuvo un estreno parcial en 2002, durante un evento londinense de la Countryside Alliance, organización surgida inicialmente para combatir la legislación contra la caza ritual del zorro; sorprendía encontrarse a Waters rodeado de la crema y nata de los aristócratas británicos. Pero no ocultaba que era cazador. Le entrevisté en una suite del Hotel Alfonso XIII sevillano, tras lo que describía como “unos días felices” matando perdices en un coto andaluz.
Viniendo de una zona rural, aquel furor cinegético no me escandalizaba; sí me chocó el tono desafiante de Waters. Tiendo a recordar esa actitud chuleta cuando se mete en sucesivos charcos internacionales, desde el apoyo a las reivindicaciones chinas sobre Taiwán a disculpar a Putin en la guerra de Ucrania. Aunque los mayores choques provengan de sus ataques al Estado israelí, comenzando con críticas a otros colegas —Nick Cave, Radiohead, ¡Bon Jovi!— por romper el boicot del movimiento BDS al actuar en Israel.
En los últimos tiempos, Roger se aproxima a teorías conspirativas propias del antisemitismo. El otro bando también aumenta su estridencia. Han intentado vetar sus conciertos en ciudades alemanas; en Argentina y Uruguay le han rechazado en hoteles donde pretendía alojarse. Hasta le tachan de nazi por un uniforme de dictador similar al usado en la película El muro (1982). Tengo la sospecha que todo esto le reafirma en su fantasía de ser el Noam Chomsky del rock. Y no.
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