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OPERA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Asmik Grigorian ratifica en Hamburgo su estatus como la gran Salomé de nuestro tiempo

A pesar de una puesta en escena descabellada de Dmitri Tcherniakov, que subvierte todos los puntales dramatúrgicos del drama original de Oscar Wilde, la soprano lituana se erige en la triunfadora incontestable del estreno de una nueva producción de la ópera de Richard Strauss

Salomé (Asmik Grigorian), agazapada en una estantería durante la celebración del cumpleaños de su padrastro Herodes.
Salomé (Asmik Grigorian), agazapada en una estantería durante la celebración del cumpleaños de su padrastro Herodes.MONIKA RITTERSHAUS
Luis Gago

La entrada de la ópera en la modernidad fue un asunto que se repartieron entre Francia y Alemania, con Italia, la gran ideóloga y precursora, definitivamente rezagada y plácidamente arrellanada en la tradición que ella misma había forjado. La avanzadilla la protagonizaron a poco de empezado el nuevo siglo, por un lado, Pelléas et Mélisande, de Claude Debussy, y, por otro, Salome, de Richard Strauss. Ambas son ya hijas, por tanto, del siglo XX: por los pelos, pero con mayúsculas. La primera se estrenó en París en 1902; la segunda, en Dresde tan solo tres años después. Y las dos partieron, como no podía ser de otra manera, del gran acto de insumisión de Richard Wagner, aunque se apartaran también decididamente de él por vías muy diferentes: en el caso concreto de Strauss, a partir de un enfoque mucho más físico que metafísico.

Salome convirtió a su autor en un hombre rico y famoso en todo el mundo. Con los cuantiosísimos ingresos derivados de sus derechos de autor (por los que tanto luchó, para sí mismo y para sus descendientes) se construyó una gran villa burguesa en Garmisch, en los Alpes bávaros, la misma en que lo visitaría Klaus Mann al final de la Segunda Guerra Mundial, donde lo encontró ensimismado y ajeno a las atrocidades perpetradas por el régimen con el que había colaborado abiertamente. En el estreno de Dresde, los artistas tuvieron que salir a saludar hasta en 38 ocasiones y, en sus dos primeros años de vida, la ópera conoció hasta medio centenar de producciones diferentes, una cifra insólita hasta entonces. Al igual que Oscar Wilde había tenido serios problemas para publicar y representar su obra en Londres, también Strauss hubo de enfrentarse a la férrea censura de las autoridades vienesas, incapaces de soportar y admitir que personajes bíblicos –por más que presentes únicamente en referencias pasajeras– protagonizaran acciones semejantes sobre un escenario. Por eso el estreno austriaco se trasladó a Graz, en una jornada histórica que Alex Ross convirtió en el portón de entrada de El ruido eterno, su grand récit dedicado a contar la música producida por el tormentoso siglo XX. En 1903, Strauss olió el dinero en cuanto vio el drama del irlandés representado en Berlín, en el Kleines Theater de Max Reinhardt, y, al menos temporalmente, abandonó su innato conservadurismo para lanzarse por la pendiente de un sangriento lenguaje expresionista, o casi, que nació con fecha de caducidad tasada, aunque concediéndose aún tiempo suficiente para alumbrar una secuela inmediata –Elektra con otra madre y otra hija atrapadas en una relación patológica y ponzoñosa. Luego se refugiaría en la amable comedia dieciochesca de El caballero de la rosa, aunque, con su genio, consiguió también con ella, en las antípodas de sus dos incursiones operísticas anteriores, un éxito incluso mayor. Y el camino concluiría ya en plena guerra con Capriccio, la metaópera perfecta.

Salomé, sin necesidad del filtro amoroso de Isolda, es presa de un deseo irracional, caprichoso y desbocado por el profeta Jokanaán, encerrado en una cisterna por su padrastro, Herodes, por haber denunciado a su incestuosa madre, Herodías. En la famosa escena en que ambos están por fin frente a frente, la tercera de la ópera, Salomé lo ensalza para, tras ser rechazada, denostarlo: “Estoy enamorada de tu cuerpo, Jokanaán. Tu cuerpo es blanco como los lirios de un campo que no conoció la hoz. Tu cuerpo es blanco como la nieve de las montañas de Judea. Las rosas del jardín de la Reina de Arabia no son tan blancas como tu cuerpo”. Y al poco: “Tu cuerpo es espantoso como el cuerpo de un leproso. Es como un muro pintado donde han reptado víboras y los escorpiones han hecho su nido”. El proceso se repite con los cabellos del profeta: “De tus cabellos estoy enamorada, Jokanaán. Tus cabellos son como uvas. Como racimos de uvas negras en los viñedos de Edom. Tus cabellos son como los grandes cedros del Líbano que dan sombra a leones y ladrones. Las largas noches negras, cuando la luna se oculta y las estrellas están temerosas, no son tan negras como tus cabellos”. Y, tras ser nuevamente imprecada: “Tus cabellos son horribles. Están llenos de polvo e inmundicia. Son como una corona de espinas sobre tu cabeza. Son como un nudo de serpientes enroscadas en tu cuello”. Por fin, y ello nos prepara para la crucial cuarta y última escena: “Es tu boca lo que deseo, Jokanaán. Tu boca es como una cinta escarlata sobre una torre de marfil. Es como una granada cortada con un cuchillo de plata. Las flores de granado en los jardines de Tiro, que son más ardientes que las rosas, no son tan rojas. Las rojas fanfarrias de trompetas que anuncian la llegada de reyes y amedrentan al enemigo no son tan rojas como tu boca roja. (...) Nada hay en el mundo tan rojo como tu boca”. Narrabot, enamorado de la princesa, incapaz de soportar lo que oye y ve, se clava un puñal y su cuerpo exangüe cae entre Salomé y Jokanaán. El suelo se llena también de sangre roja.

Nadie sensato puede esperar ver hoy día, y menos aún en esos teatros de renombre que deciden ser esclavos de los directores de escena más de moda y más supuestamente visionarios y transgresores, una producción de Salome ambientada en Galilea, con un Jokanaán de larga barba y aspecto profético encerrado en una cisterna, o con una Salomé casi adolescente dispuesta a quitarse, uno tras otro, los siete velos mientras baila a fin de satisfacer su único deseo: Salomé bailaba “como las sacerdotisas de las Indias, como las nubias de las cataratas, como las bacantes de Lidia”, escribió Flaubert en Hérodias. Aquí, salvo un par de efímeras contorsiones eléctricas y discotequeras en lo alto de la silla, no hubo mucho más baile para los amantes de la danza. También nos quedamos, por supuesto, sin sangre, o sin esa presencia ominosa de la luna, “una luna estilizada que, de ser un disco blanco, se convierte en una monstruosidad moteada de color escarlata y acompaña cada fase del desastre terrenal: las irregularidades de una naturaleza dislocada”, escribió Karl Kraus en Die Fackel el 23 de diciembre de 1903 tras asistir al estreno vienés de la obra de Wilde.

Pero de esta ausencia de grandes esperanzas a suprimir de cuajo el armazón estructural de la trama ideada por el irlandés, que es la labor de acoso y derribo a la que se dedica Tcherniakov desde el primer minuto, dista un gran trecho. Para reforzar las innegables conexiones entre Salome y Elektra, el director ruso se vale de idéntica escenografía a la que empleó hace dos años–también aquí, en la Ópera de Hamburgo– en su montaje de Elektra, reforzando con ello la conexión de estos dos dramas familiares protagonizados por dos mujeres trastornadas, o alteradas, por decirlo a la manera de Maitena, si bien aquí Salomé y Herodías no se dirigen nunca directamente la palabra, por más que la primera haga frecuentes referencias a su madre, sobre todo cuando Jokanaán describe sus sevicias y lujurias con todo lujo de escabrosos detalles, mientras que Electra y Clitemnestra sí que mantienen un largo y crucial diálogo en la otra gran ópera expresionista de Strauss, compuesta a partir del drama homónimo de Hugo von Hofmannsthal.

Salomé (Asmik Grigorian) y Jokanaán (Kyle Ketelsen) forcejean en la tercera escena de la ópera.
Salomé (Asmik Grigorian) y Jokanaán (Kyle Ketelsen) forcejean en la tercera escena de la ópera.MONIKA RITTERSHAUS

Como es habitual en los montajes de Tcherniakov, que ha repetido esta propuesta escenográfica hasta la náusea, se trata de la estancia de una gran mansión burguesa, dominada en este caso por una gran mesa dispuesta oblicuamente para una celebración, con una colección de bustos que remiten a diversas culturas y estilos artísticos apiñadas sobre las repisas de las estanterías (quien esperara ver en ello un anticipo de la cabeza chorreando sangre del Bautista vería luego, sin embargo, completamente frustradas sus expectativas). De hecho, mientras el público se disponía a ocupar sus localidades, podía aún verse, a telón subido y en medio del habitual murmullo generalizado, cómo tres camareros impecablemente vestidos acababan de preparar la mesa.

Del mismo modo que Krzysztof Warlikowski nos recordaba con un estúpido rótulo al comienzo de su perfectamente olvidable Elektra salzburguesa de 2020 que quien dice una sarta de sandeces antes de comenzar la ópera propiamente dicha era Clitemnestra (“Who else?”, si queremos parafrasear a George Clooney en el famoso anuncio), Dmitri Tcherniakov también nos informa con una proyección que la acción de Salome va a desarrollarse durante una fiesta de cumpleaños de Herodes. Estupendo. El homenajeado aparece ataviado ridículamente con un traje rosa con flores y hojas estampadas y, ya desde el comienzo, vemos a todos los personajes (Herodías, Jokanaán [sic], Narrabot, el paje, los judíos, los nazarenos y el propio homenajeado, por supuesto) sentados alrededor de la mesa. Todos excepto Salomé, que se incorpora algo más tarde –la escala cromática ascendente del clarinete comienza nada más sentarse ella a la mesa– vestida con una camiseta negra, falda naranja y zapatillas deportivas: nada que ver con el resto de los invitados, todos perfectamente atildados (uno de los judíos, con barba, falda recta y zapatos de mujer) y con Herodías portando incluso una diadema a modo de corona, por si alguien se despista y así le sirve de recordatorio de que ella es la mujer del tetrarca, su antiguo cuñado. Salomé es, por tanto, la diferente a todos, la oveja negra, la díscola, la llamada a desencadenar el drama. Da igual que dramatúrgicamente todos vean y oigan lo que supuestamente solo debería suceder o decirse en privado. La presencia real y tangible desde el principio de Jokanaán, uno más de los asistentes a la fiesta, presidiendo la mesa desde el extremo contrario al de Herodes, de espaldas al público, priva por completo de sentido a las reiteradas peticiones de Salomé para que lo saquen de la cisterna a fin de poder acercarse a él (antes de pasar a mayores, claro). ¿Qué sabían Oscar Wilde o Richard Strauss de dramaturgia frente al genial modernizador de óperas Dmitri Tcherniakov?

Las incongruencias entre lo que se canta y lo que se ve son constantes desde el diálogo inicial entre Narrabot y el paje, algo que a nadie parece importar y que resulta a menudo consustancial a estas propuestas de deconstrucción –o, mejor, para ahorrar tres letras, destrucción– de viejas obras maestras. En el arranque de la obra, en medio de miradas lúbricas que se cruzan en varias direcciones, se apunta también una posible pasión homosexual del paje por Narrabot que aquí, por supuesto, pasa a mayor gloria. En el saludo inicial entre padrastro (Herodes) e hijastra (Salomé), él le toca abierta y campechanamente los pechos a ella a la vista de todos, lo que apunta a una posible relación incestuosa entre ambos, aunque sería más sutil pensar en que la joven ha venido sufriendo abusos de su padrastro desde niña, algo que nos es repugnantemente familiar en los últimos tiempos: de ahí, quizá, que se haya convertido en esa joven depravada, caprichosa e inestable que ahora contemplamos.

Herodes (John Daszak, en el centro, con la chaqueta rosa) hablando a Narrabot (Oleksii Palchikov), que supuestamente debería estar muerto.
Herodes (John Daszak, en el centro, con la chaqueta rosa) hablando a Narrabot (Oleksii Palchikov), que supuestamente debería estar muerto.MONIKA RITTERSHAUS

Narrabot tampoco se clava un puñal, sino que, simplemente, hace mutis por el foro. Poco después de su supuesto suicidio, al comienzo de la cuarta escena, Herodes exclama: “¡Ah! Me he resbalado. He pisado sangre, eso es un mal augurio. ¿Por qué hay aquí sangre? ¿Y este cadáver? ¿De quién es este cadáver de aquí? ¿De quién es este cadáver? No quiero verlo”. El cadáver es, por supuesto, el inexistente de Narrabot, que en este momento reaparece y se sienta, perfectamente vivo, en una silla, inmóvil como un maniquí, para luego volver a desaparecer igual de absurdamente. En una entrevista publicada en el programa de mano, Tcherniakov afirma que “hoy ya no resulta posible representar Salome en el sentido de ‘un resurgimiento de lo dionisíaco’. Este tipo de teorías han quedado obsoletas”. Tan obsoleto como no digamos ya mostrar la cabeza segada de Jokanaán, qué vulgaridad, sino incluso acabar con su vida: ¿qué importa al fin y al cabo que el profeta, que aquí lee mientras fuma un cigarro, muera o siga viviendo como el resto de los asistentes al cumpleaños? En el monólogo final de Salomé, que llega en el drama original cuando ha conseguido por fin lo que pertinazmente anhelaba (la cabeza ensangrentada del profeta que le entrega el verdugo en una bandeja de plata), Jokanaán sigue vivo, escuchando como si tal cosa lo que canta Salomé y oyendo sin inmutarse su afán de besar por fin sus ya indefensos labios rojos (trasunto freudiano de una felación) hasta que, en un momento dado, justo cuando Strauss escribe en la partitura “ensimismada, contemplando la cabeza de Jokanaán”, el cantante que le da vida desaparece sin más. Herodes y Herodías cantan su último y tenso intercambio verbal desde el interior sin ser vistos: “Tu hija es un monstruo. ¡Te digo que es un monstruo!” y “Mi hija ha hecho bien. Quiero quedarme aquí”. Luego asoman brevemente, por puertas diferentes, y por ello vemos al tetrarca, fuera de sí, dando su última orden: “¡Matad a esa mujer!”. Tras sufrir bruscas convulsiones, , sin soldados y sin escudos que la aplasten, como es natural, tapándose frenéticamente los oídos, Salomé se desploma sobre el suelo al igual que luego (antes en la Ópera de Hamburgo, que ha invertido los tiempos) haría Electra: mujeres que mueren de repente, sin causa aparente, sin violencia física, como antes lo habían hecho Elisabeth, Elsa, Kundry o Isolda, sus lejanas parientes wagnerianas.

Tcherniakov no inventa aquí un final alternativo y pretendidamente epatante (como sí hizo este verano en su horripilante Così fan tutte en Aix-en-Provence) y parece dejar todo reducido, por enésima vez, a un nuevo drama burgués de interiores con ciertas dosis de violencia, como también hizo en la absurda y disparatada Carmen que presentó en 2017 también en el festival provenzal. Pero la violencia de esta Salome (empujones, patadas, ataques de rabia, discusiones, platos estrellados contra el suelo, el mantel arrancado de la mesa para subvertir el perfecto orden inicial) es falsa, de cartón piedra, impostada, poco creíble, adolescente casi, y habría podido funcionar bien como punta visible del iceberg siempre que por debajo, en vez de la nada más absoluta, hubiera habido detalles teatrales de fuste, apuntes psicoanalíticos (en un apartado añadido en la quinta edición de La interpretación de los sueños, Freud equiparó la castración a la decapitación y a la calvicie: Tcherniakov presenta a un Jokanaán semicalvo y con aspecto de oficinista más que de profeta), hondura psicológica, humildad. Pero lo que se ha visto en Hamburgo es solo capricho, superficialidad, infantilismo, egolatría, aunque fue aceptado de buena gana y clara satisfacción por un público más que adulto. Que Salome pueda triunfar aun en una producción así dice mucho a favor no del ruso, sino del talento dramático de Oscar Wilde y del milagro musical operado por Richard Strauss, ya que la criatura de ambos consigue sobrevivir y cosechar aplausos a pesar de tener que abrirse paso en medio de la mayor adversidad.

Salomé (Asmik Grigorian, de pie sobre una silla) justo antes de comenzas la ‘Danza de los siete velos’.
Salomé (Asmik Grigorian, de pie sobre una silla) justo antes de comenzas la ‘Danza de los siete velos’.MONIKA RITTERSHAUS

La soprano lituana Asmik Grigorian pasó de ser una buena cantante más del circuito a convertirse en una celebridad internacional que todos quieren presentar en sus teatros cuando encarnó a Salomé en el Festival de Salzburgo en 2018 con una gran puesta en escena de Romeo Castellucci (fuertemente conceptual y con una gran potencia visual, como todas las suyas) que, al lado de esta, es merecedora del Nobel. Grigorian vuelve a cantar tan bien como entonces, o mejor incluso, y a esforzarse por dar credibilidad a su personaje, aunque vista estrafalariamente (¡ese vestido verde que le regala Herodes en una caja atada con un lazo!) y Tcherniakov le obligue a hacer cosas inconsecuentes. Es una cantante que sabe transmitir emoción merced a una gran técnica vocal y a un fabuloso instinto actoral. No puede esperarse de ella una Salomé como las de las grandes sopranos dramáticas, porque no lo es. Pero tiene voz y arrestos para que todo cuanto hace en escena resulte creíble y conmueva al público.

John Daszak es otro actor extraordinario y, aun vestido como un auténtico payaso, compone un Herodes vocalmente poderoso y escénicamente difuso (aunque no por su culpa). A su lado, Violeta Urmana, casi siempre hierática, palidece como Herodías, porque su voz está ya para muy pocas alegrías. Ambos encarnaron también a la pareja formada por Egisto y Clitemnestra en la Elektra estrenada en este mismo teatro hace dos años, lo que acentúa la condición de díptico de una y otra. Kyle Ketelsen es un Jokanaán muy, muy pobre, justísimo por arriba y sin potencia alguna para amedrentar con sus intervenciones sentenciosas e inspiradas por una fuerza superior. Fue el Leporello en el Don Giovanni de tristísimo recuerdo que dirigió Tcherniakov en Madrid, uno de los peores espectáculos ofrecidos por el Teatro Real desde su reinauguración, y ahora ha vuelto a parecer un cantante igual de intrascendente, irrelevante y descafeinado. Entusiasta el Narrabot de Oleksii Palchikov y ninguna presencia vocal llamativa entre los papeles más que secundarios.

Herodes (John Daszak) pinta los labios a Salomé (Asmik Grigorian), con el vestido que él mismo le ha regalado, al final de la inexistente ‘Danza de los siete velos’.
Herodes (John Daszak) pinta los labios a Salomé (Asmik Grigorian), con el vestido que él mismo le ha regalado, al final de la inexistente ‘Danza de los siete velos’.MONIKA RITTERSHAUS

Luigi Dallapiccola, presente en una representación berlinesa de Salome en 1930, escribió en su diario que su director, Alexander Zemlinsky, había logrado “que la densa partitura de Strauss sonase tan transparente como la de Così fan tutte”. Algo así podría haberse predicado de la magnífica dirección de Kent Nagano, que ya interpretó en 1991 la versión francesa de la ópera en Lyon y que aquí ha dirigido en más de una ocasión la producción de August Everding (“de la Edad de Piedra”, se escuchó comentar a un espectador al terminar la ópera, pero muy preferible a la falsamente posmoderna que acaba de estrenarse). Los motivos asociados a cada uno de los personajes fueron siempre claramente audibles, al igual que el ropaje armónico que acompaña varias de las frases clave de la ópera, que son quizás en las que estaba pensando Oscar Wilde cuando, en De profundis, la larga y dolorosa carta que escribió en 1897 desde la cárcel de Reading y que se publicó póstumamente en 1905 con un título tomado del íncipit del Salmo núm. 130, escribió a Lord Alfred Douglas (el dedicatario y supuesto traductor al inglés de su Salome escrita originalmente en francés) que su drama contenía “estribillos cuyos motivos recurrentes convierten a Salome en algo parecido a una obra musical y le confieren unidad como una balada”. Nagano estuvo también muy atento a resaltar y situar en primer plano los numerosos trinos, que funcionan muy probablemente como un poderoso símbolo de inestabilidad, y, por encima de todo, fue el responsable casi en solitario de los únicos fogonazos de tensión y emoción auténticas vividos en la Ópera de Hamburgo en la tarde del domingo.

Curiosamente, prácticamente los únicos abucheos escuchados una vez terminado el espectáculo fueron dirigidos al director de orquesta estadounidense, hay que pensar que más por motivos espurios y ajenos o previos a la representación (es Generalmusikdirektor en Hamburgo desde 2015) que por su actuación, lo mejor sin duda de la tarde junto con la profesionalidad, la entrega y el buen hacer de Asmik Grigorian. El reparto al completo y, sobre todo, el equipo escénico fueron aplaudidos, en cambio, sin fisuras y con gran entusiasmo. Sintiéndose uno irremediablemente solo, perdido, abandonado, en medio de un público que persistía en sus bravos y aclamaciones, con solo contadas muestras de disensión, y ante la seguridad de que los Tcherniakovs y los Warlikowskis de turno seguirán recibiendo encargos sin cesar de los teatros de ópera y los festivales europeos deseosos de apuntarse a este viaje a ninguna parte, dan ganas de entonar a modo de lema –y de despedida– el título de aquella obra de teatro de Adolfo Marsillach: “Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?”

Por suerte, y al igual que hiciera con su nuevo Anillo para la Staatsoper de Berlín el año pasado, la emisora cultural francoalemana ARTE emitió en directo el estreno del domingo y, desde pocas horas después, se encuentra ya accesible también en diferido en su página web, con subtítulos en español. Ello servirá para que todo aquel que esté interesado vea y escuche esta desdichada Salome hamburguesa a fin de anteponer a la opinión aquí vertida la suya propia. Esa es la más importante. Y la única que cuenta.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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