Gianni Vattimo: se va un grande
El creador de la teoría del pensamiento débil, fallecido el martes en Italia, aspiró a desbordar los límites de una determinada forma de entender la filosofía académica
Es cosa sobradamente sabida que tres grandes figuras tutelaron el último tercio de la filosofía del siglo XX: Jürgen Habermas, Richard Rorty y Gianni Vattimo. Cada uno de ellos se allegaba, a su manera y en ocasiones con una especificidad algo heterodoxa, a las tres tradiciones que roturaron la pasada centuria, esto es, el marxismo, la filosofía analítica y la hermenéutica. No oficiaban como simples cadenas de transmisión de la herencia recibida porque los tres compartían una cierta voluntad de desbordar su propio marco paradigmático y confluir, entrar en contacto o dialogar con las otras corrientes. Este rasgo resulta particularmente nítido tanto en Habermas como en Rorty.
De Vattimo, fallecido el martes en Turín, cabría decir en cambio que, más que desbordar los límites de su tradición (de hecho, él creía que la hermenéutica estaba llamada a ser la nueva koiné filosófica), aspiró a desbordar los límites de una determinada forma de entender la filosofía académica, lo que en muchos momentos pareció hacerle acreedor al equivoco reproche de filósofo mundano. Lo fue, efectivamente, aunque de una manera asimismo peculiar. En primer lugar, porque poseía un muy sólido conocimiento de sus clásicos, cosa que queda de sobras acreditada con sólo visitar sus monografías sobre Nietzsche o Heidegger, por completo impecables desde el punto de vista académico. No había en él, por tanto, ni rastro de la superficialidad o la inconsistencia teórica que con frecuencia suele venir asociada a los pensadores tenidos por más mundanos. En ese sentido, cabe afirmar, sin temor alguno a equivocarse, que con su trabajo Vattimo elevó la divulgación filosófica a las más altas cotas de calidad.
Pero si, de los tres filósofos señalados al principio, Vattimo fue aquel al que con más frecuencia se le calificó de mundano, ello se debió también a una cualidad digna de ser resaltada. Incurriendo en una concesión al casticismo, podríamos decir que nuestro autor estuvo siempre donde se cuecen las habas, esto es, pensando lo que más importaba pensar en cada momento. Mirada con un mínimo de perspectiva, su entera trayectoria expresa bien a las claras este don, que siempre le acompañó, para la oportunidad filosófica (que nada tiene que ver, como es obvio, con el oportunismo).
Es precisamente dicho don ―y no ninguna operación publicística, de mercadotecnia o cosa que se le parezca, características de la mundaneidad más frívola― el que mejor explica el hecho de que sus propuestas estuvieran, durante décadas, en el centro del debate de ideas, desde sus ya lejanas ―y sólidamente argumentadas― consideraciones acerca del pensiero debole y la crisis de la metafísica (pienso en especial en Las aventuras de la diferencia) a las algo más próximas, y de carácter más político, como Ecce comu, sin olvidar (¡cómo olvidarlo!) su impactante, por desgarrado, Creer que se cree.
A pesar de ello, o tal vez precisamente por ello, Vattimo tuvo que soportar muchas críticas. Me atrevería a decir que todas ellas tendían a tener un común denominador decididamente paradójico. Por formularlo en breve: nunca hubo crítica más débil que la de acusar de debilidad a la filosofía de Vattimo, porque una crítica así pasaba de largo ante lo que constituía la especificidad mayor de su propuesta. Tal sería el caso del tópico y recurrente reproche de relativismo banal ―dirigido, por cierto, no solo a nuestro autor sino al conjunto de la llamada posmodernidad, todo hay que decirlo―.
El propio compromiso político que mantuvo durante años acreditaría bien a las claras que lo que pudiera haber habido de relativismo en la propuesta de Vattimo estaba planteado en nombre del respeto que consideraba que se le debía tanto a la realidad del pluralismo social de nuestras sociedades como al imperativo de la tolerancia. Porque si, efectivamente, definimos a nuestras democracias como pluralistas venimos poco menos que obligados a renunciar “a todas las pretensiones de basar la política en un saber científico, aunque sea el de la economía y la técnica”, por decirlo con las palabras que utilizaba en su Adiós a la verdad. No parece, ciertamente, que sea demasiado preciso calificar de relativista la apuesta por un diálogo social e intercultural abierto y sin condiciones, o la conciencia de que los acuerdos y consensos que podamos alcanzar en democracia siempre serán, por definición, frágiles. Porque si eso equivale a ser relativista, pocos parecen estar en condiciones de poder tirar la primera piedra.
En realidad, la deriva seguida por el pensamiento de Vattimo a lo largo de su vida, una deriva en la que se articulaban la continuidad de determinados planteamientos, inspirados en Nietzsche y Heidegger, y la irrupción de ámbitos temáticos nuevos, como la política o la religión, tiene, a mi juicio, una clave de lectura particular. Como en cierto sentido queda reconocido en su libro autobiográfico (aunque escrito a cuatro manos con Piergiorgio Paterlini) No ser Dios, a partir de un determinado momento de su vida, Vattimo emprendió un viaje al centro de sí mismo, armado únicamente con el instrumental teórico de lo que había ido pensando en el terreno filosófico hasta entonces. Aunque el efecto que pudo conseguir con sus textos de esa etapa final tal vez fuera el de convertirse en un eficaz divulgador de sus propias ideas, el propósito era claramente otro. Vattimo fue virando hacia una filosofía de su experiencia en la que, si se me permite la brutalidad de la expresión, se abría en canal ante sus lectores, fundiendo pensamiento y vida.
Como suele ocurrir con los grandes, Gianni Vattimo era una persona afable y sencilla, amiga de sus amigos y amable con todo el mundo. Y, sobre todo, nada presuntuoso ni pagado de sí mismo. Se me permitirá una anécdota ilustrativa de lo que digo. En el año 2012, con ocasión del décimo aniversario de la muerte de Hans-Georg Gadamer, participó, mano a mano con Emilio Lledó, en un acto en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona en homenaje al maestro común. Ambos habían estudiado con el autor de Verdad y método y llegaron a coincidir, pese a la diferencia de edad, en Heidelberg. En un momento dado, tras evocar divertidas anécdotas compartidas de aquella época, Vattimo, riendo, le dijo a Lledó a modo de resumen: “Tú y yo, sumados, hacemos un Gadamer”. Así era.
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