Los islamistas turcos se lanzan a la prohibición de festivales y conciertos en busca de la hegemonía cultural
Numerosos artistas han sido víctimas de la cancelación por solidarizarse con las personas LGTBI o criticar al Gobierno, mientras las autoridades promueven una cultura en consonancia con sus ideas ultraconservadoras
Cuando, en junio de 2021, la cantante pop turca Gökçe publicó un tuit en el que se leía “Cada cual que ame a quien quiera, el amor es amor. Love is love #SemanaDelOrgullo”, probablemente no imaginaba que iba a tener consecuencias años más tarde. Este 11 de agosto estaba contratada para actuar en el festival de la pequeña localidad balneario de Sandikli, en el oeste de Turquía, pero, menos de dos semanas antes de la fecha del concierto, el alcalde, el islamista Mustafa Çöl, anunció su suspensión. “Jamás aceptaremos a quienes dañan nuestros valores sagrados. Quienes compartan estas cosas ―añadió junto a varias capturas de tuits de Gökçe: el de hace dos años, otro en el que la artista compartía la imagen de una flor arcoíris y un tercero en el que enarbolaba un pareo de colorines― no solo no saldrán escena en Sandikli, es que ¡ni siquiera van a poder traspasar las fronteras de nuestra comarca!”.
Como el de Gökçe, cerca de una veintena de conciertos de importantes estrellas del rock, pop y el folk turco y varios festivales de música han sido suspendidos en los últimos tres meses por presión de las autoridades y de grupos islamistas en Turquía. La cancelación de los artistas se ha debido a comentarios que habían hecho en defensa de los derechos LGTBI, en contra de quienes atacan a las mujeres, a favor de la oposición o por promover la música en lenguas de las minorías. Pero, dado que no es la primera vez que ocurre ―el verano pasado se cancelaron otros tantos festivales y conciertos―, para muchos comentaristas las implicaciones van más allá: suponen un intento de los islamistas turcos de extender su hegemonía (el presidente Recep Tayyip Erdogan ha cumplido dos décadas en el Gobierno) a todos los ámbitos de la sociedad mediante la creación de una cultura acorde a sus principios ultraconservadores.
El Ayuntamiento de Bursa ―la cuarta mayor ciudad de Turquía― lo dejó claro cuando el 14 de junio anunció que sacaba del cartel de un festival municipal a los cantantes Melike Sahin y Hüseyin Turan: “No se puede esperar que nos quedemos de brazos cruzados ante comentarios que faltan al respeto de nuestros valores […]. Continuaremos nuestro camino junto a artistas que demuestren su respeto a la Voluntad Nacional y a los valores de esta sociedad”. Las declaraciones “irrespetuosas” de Turan habían sido publicaciones en las redes a favor de la oposición durante el periodo electoral del pasado mayo, que concluyó con una nueva victoria de Erdogan. “Esta forma estrecha de entender el arte pretende que los artistas nos callemos, que juremos lealtad al sistema, así que para mí es un honor que consideren mi pensamiento y mi arte como disidentes”, sostiene Turan.
El pecado de Sahin fue, en la gala de los premios Elle Style celebrada un día antes, dedicar su premio a la lucha “de todas mis hermanas y de todas las mariconas”. En la misma ceremonia, el artista pop Mabel Matiz subrayó la inspiración que le supone “la valiente lucha de las personas LGTBI en Turquía”. El posicionamiento les valió a ambos que el Ayuntamiento de Denizli prohibiese sendos conciertos que tenían previstos en esa ciudad y que organizaba una empresa privada. En cambio, el cantante de música sufí Ömer Faruk Belviranli, que se hizo viral hace dos años por organizar a un coro de niños para cantar una canción en honor al presidente Erdogan el día de su cumpleaños, acaba de ser nombrado director general de Bellas Artes por el Ministerio de Cultura.
“Vivimos una tremenda censura en este país”, se queja el manager de una importante estrella del pop turco que pide el anonimato porque su representado ya ha sufrido la suspensión de una actuación por expresar sus opiniones: “Este mes tenemos cinco conciertos y tenemos que ir con cuidado. De hecho, nos avisan de que no hagamos esto o no digamos lo otro”.
Pero no se trata solo de lo que puedan decir o dejar de decir, sino del propio concepto de cómo se vive la música en directo. La veterana cantante de pop electrónico Hande Yener se vio expulsada de un festival en la provincia de Balikesir tras una campaña de presión de organizaciones islamistas que denunciaban que este tipo de conciertos lleva a los jóvenes a la “rebeldía” y a mantener “relaciones inmorales” y pedía un nuevo tipo de actos culturales sin alcohol y en los que haya una estricta separación entre mujeres y hombres. Parecidas razones han llevado a los delegados del gobierno de las provincias de Sinop y Bursa a prohibir en las últimas semanas los festivales Küzeyfest y Nilüferfest, que incluían varios días de acampada y conciertos de grupos de primera fila y que llevaban meses en preparación. En un artículo en el medio digital T24, el abogado Tolga Sirin considera que estas prohibiciones son inconstitucionales (Turquía es un estado laico) y que tras ellas hay campañas organizadas por los sectores más islamistas que apoyan al Gobierno.
“Nadie les obliga a venir a un concierto, si no les gusta que no vengan. Pero ¿por qué impiden que la gente venga a nuestros conciertos?”, se queja el percusionista Ismail Altunbas, que acompaña a algunas de las cantantes canceladas: “Está claro que buscan controlar cómo vive la gente. Y eso afecta a las libertades individuales”.
“¡Qué triste que en pleno siglo XXI tengamos que hablar de que se prohíbe la música!”, lamenta el cantante de rock-folk Niyazi Koyuncu, que también ha sido víctima de la cancelación por sus críticas al Gobierno. Estas amenazas ponen a los músicos en una situación muy delicada, en un momento en que trataban de recuperarse del varapalo económico que supuso la pandemia y que obligó a muchos artistas a abandonar la música. “Yo trabajo con un equipo de 15 personas, y cada vez que hay una cancelación se hunden, porque al final les están quitando su trabajo y la posibilidad de ganarse la vida. Has reservado esas fechas para el concierto y te has preparado, pero finalmente no vas a cobrarlo”. Aunque respeta y entiende a sus compañeros de profesión que optan por el silencio, pide más unidad en el sector: “No debemos callar, porque nos estamos acostumbrando demasiado rápido a las prohibiciones. Hay que defender la música y el arte, porque eso significa defender nuestras libertades”.
“Llevamos 14 años en el poder de manera ininterrumpida, sin embargo, todavía tenemos dificultades en términos de poder social y cultural”, lamentaba Erdogan en 2017. Él, como otros líderes de la derecha autoritaria, considera que la cultura está en manos de izquierdistas y liberales, y está determinado a acabar con esta dominación.
“Políticamente, ahora son muy poderosos. Tenemos el Parlamento más conservador de la historia de Turquía y las órdenes religiosas se han hecho fuertes en el aparato del Estado. Y sienten que tienen el mandato de imponer sus valores a la sociedad”, explica el académico Selim Koru, autor de la newsletter Kültürkampf, sobre las interacciones entre cultura y política turca. Según Koru, el Gobierno de Erdogan y sus aliados ―que van desde la ultraderecha nacionalista al fundamentalismo islamista― continúan frustrados porque únicamente reciben el apoyo de la mitad del país, así que persiguen la idea de que si logran cambiar las raíces culturales del país y desoccidentalizarlo, se garantizarán la hegemonía cultural, social y política: “Su objetivo es recluir este tipo de cosas ―beber alcohol, escuchar rock o ser gay― a la esfera privada, a algo que se hace a puerta cerrada. Es decir, llevarlo al terreno del pudor. Entienden que no pueden prohibir estas cosas de manera abierta, pero confían en que si te hacen sentir vergüenza por hacerlas, poco a poco te empujarán hacia la esfera cultural que ellos establezcan”.
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