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café perec
Columna
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Pero escribiendo

La escritura sirve para afrontar una semana como ésta, que amenaza con ser un plano secuencia que culmine con los saltos de alguien embriagado con sus mentiras

Un fotograma de 'Sed de mal' (1958), de Orson Welles.
Un fotograma de 'Sed de mal' (1958), de Orson Welles.Fernando Moleres
Enrique Vila-Matas

Aquí estoy, en mi cuarto habitual, donde me parece haber estado siempre. Todo en orden en esta mañana, que está pasando por su momento optimista: el café, la música, los geranios, el trabajo, el quiebro al vacío y el tedio, el regreso diario al discurso propio. Todo es posible. Incluso que este martes, 18 de julio, se note que no he elegido el tema de la fecha fatídica y, aun a riesgo de quedarme sin tema, no me he sentido obligado a añadirme al tradicional zumbido que envuelve siempre un nuevo aniversario de la fecha. Para mí, con tantos años de recordar aquel día es más que suficiente. Ya que no podemos cambiar de país, decía Joyce, cambiemos de conversación. Y también: “Pase lo que pase, lo correcto es largarse”.

Me iría, pero me quedo. De haberme marchado, no lo habría hecho por haberme quedado sin tema, porque precisamente en el doble fondo del tema ausente, siempre está de guardia la escritura. ¿Desde cuándo? Desde que en mi cuarto habitual descubrí que sólo la escritura me salvaría. Estoy seguro de que ella dispone de una perfecta munición para afrontar una semana como ésta, que es de contexto pringado, enfangado, que amenaza con ser un plano secuencia que culmine con los saltos en un balcón de alguien embriagado con sus mentiras, un borracho de la moral. Sí, es una semana que amenaza con ser un plano secuencia como el que abre Sed de mal, donde Orson Welles logra que el espectador y la cámara crucen la frontera de Tijuana con una bomba en el ambiente.

Me relajo, me distraigo escuchando a Roy Orbison (Ooby Dooby), tratando de olvidarme también de cualquier suceso inminente. Pero acaba de entrar un Whatsapp de alguien que, sin rodeos, me dice que la tumba de Robert Walser ocupa ahora un espacio más discreto, casi oculto, en el cementerio de Herisau. Es algo que me afecta, porque un día escribí que la tumba de Walser se hallaba en un lugar demasiado visible, justo a la entrada misma del camposanto, un sitio no acorde con su legendaria tendencia radical a estar en un rincón aparte.

Me pregunto, para reírme, si no seré una agencia de noticias minúsculas relacionadas vagamente conmigo. Y me animo. Después de todo, lo minúsculo remite al mismo Walser, que iluminaba lo pequeño, lo desatendido, y que dedicó una prosa bellísima a un humilde botón. Pienso por unos segundos en aquellos que el domingo en la batalla acabarán brincando en un balcón por la noche. “Ooby Dooby”, me digo. Y también me digo que prefiero el lado Walser, donde puedo estar siempre pendiente de la inminencia de un suceso, pendiente quizás de sentir que estoy en mi lugar habitual, y bien acompañando porque escribo y porque me acuerdo de Roberto Bolaño en el 20º aniversario de su muerte, y lo veo en su estudio de Blanes, escribiendo con su hijo Lautaro en las rodillas, “escribiendo hasta que cae la noche / con un estruendo de los mil demonios. / Los demonios que han de llevarme al infierno, / pero escribiendo”

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