Diez grandes películas para cinéfilos escondidas en el batiburrillo de Amazon
‘Una hora contigo’, ‘El último refugio’, ‘Persona’ o ‘Breakdown’ son algunas de las maravillas que el algoritmo de la plataforma no muestra
No hay mucho orden. Tampoco método. Amazon Prime Video es un cajón de sastre en el que se acumula contenido de saldo mezclado con obras maestras del cine. Nada reluce, todo reluce, y unas tienen brillo y otras muchas son una castaña. Pero, si se hurga bien, puede extraerse de la plataforma una buena colección de grandes películas con la que cualquier cinéfilo puede gozar durante un tiempo.
Esta vez, dejando de lado los títulos más actuales, hemos elaborado una selección con trabajos de épocas diversas y estilos distintos, desde el clasicismo hasta la vanguardia, unidos únicamente por la calidad.
Una hora contigo (1932), de Ernst Lubitsch
Licenciosas, cáusticas, pícaras. Así eran las películas de Lubitsch de principios de los años treinta, aupadas además por la época de libertad moral en el Hollywood anterior a la entrada del código Hays de autocensura, en 1934. De todos modos, al maestro no le hacía falta subrayar sus travesuras en torno al amor, a la infidelidad y al (travieso) perdón. Le bastaba con una buena elipsis o un fastuoso fuera de campo para decir mucho más de lo que aparentaban sus imágenes y la ambigüedad de sus relaciones sentimentales. En forma de triángulo amoroso y sexual, ensayando en cierto modo lo que unos años después supuso la obra maestra Ángel (1937), y con guion de su escritor de cabecera en estos años, Samson Raphaelson, Lubitsch rompe la cuarta pared con el personaje de Maurice Chavalier, que explica al espectador en diversos pasajes sus cuitas acerca de la entrepierna, y ofrece un musical sexy, divertido y procaz presidido por una frase memorable: “Si no te toca un marido guapo, el matrimonio está sobrevalorado”. Remake de su película muda Los peligros del Flirt (1924).
El último refugio (1941), de Raoul Walsh
El título que cambió la carrera de Humphrey Bogart, hasta entonces esquinado en papeles secundarios. Y el último guion de John Huston para una película dirigida por otro cineasta antes de su debut tras la cámara, ese mismo año, nada menos que con El halcón maltés. Un expresidiario que no deja de “correr hacia la muerte” y una mujer cuyo único objetivo es “escapar” desde que tuvo uso de razón conforman el alma de una historia desaforada en la que nadie es correspondido en materia amorosa. Ida Lupino, terrenal, pequeñita e impetuosa, un volcán en la mirada, da la réplica a Bogey con personalidad arrebatadora. Thriller de atracos, melodrama sentimental, noir sensual y clamorosa pasarela hacia la perdición de los seres humanos, El último refugio culmina con un fabuloso clímax en la High Sierra del título original, en el que se aúnan la fisicidad, la metáfora y el fatalismo.
Persona (1966), de Ingmar Bergman
Una película inabarcable sobre el poder de la máscara, sobre la forma en que deseamos que nos vean los demás —la persona, como tercera vertiente de nuestra personalidad, en las teorías del psicólogo Carl Gustav Jung—, sobre el inconsciente y la represión de nuestra sombra, y acerca de la verdadera naturaleza del cine. De hecho, uno de sus posibles títulos fue simplemente Cinematografía. Una actriz se cansa de interpretar, de llevar una máscara, y decide callar para siempre. La cuida una enfermera, y ambas entran en un proceso de contaminación personal mutua, y hasta de vampirización, con mordisco incluido e imagen de sus rostros fusionados. Poema en imágenes escrito por Bergman mientras estaba convaleciente de una neumonía, Persona ha tenido una enorme influencia posterior, principalmente en Mulholland Drive, de David Lynch, y Tres mujeres, de Robert Altman. La fotografía de Sven Nykvist y la música de vanguardia de Lars Johan Werle, compositor habitual de óperas, completan una obra inclasificable en la que la habitual distinción entre fondo y forma resulta tan imposible como inútil.
A las nueve cada noche (1967), de Jack Clayton
Una de las películas más dolorosas sobre la infancia y la muerte, y seguramente la mejor. Una madre muere en los primeros compases del relato y sus seis pequeños hijos deciden enterrarla en el jardín e intentar seguir sus vidas cuidándose solos y mutuamente. La expresividad de Clayton en cada plano, con la cámara a la altura de la mirada de los críos, en picado o en contrapicado, dependiendo de su indefensión o de su puntual poder conjunto; la rugosa textura de la hermosa fotografía de Larry Pizer; la delicada y preciosa banda sonora de Georges Delerue, esta vez fuera de su nouvelle vague, que ayuda a aclarar el tono fundamentalmente sombrío; y las interpretaciones de seis chavales prodigiosos, entre ellos el Mark Lester de la posterior Oliver. Picaresca, soledad, ternura, crueldad, frescura, desolación. Ambigua y enfermiza en uno de los personajes femeninos, A las nueve cada noche revela el descubrimiento infantil de la maldad adulta, y se constituye como meridiano antecedente de otra obra maestra con el mismo tema: Nadie sabe, de Kirokazu Kore-eda.
La calle 42 (1933), de Lloyd Bacon
Maravilloso metamusical fílmico sobre la creación de un show teatral, que le sirve a la producción cinematográfica —a la película en sí misma— tanto para hablar de los entresijos de la compañía, de sus historias de amor y desamor, de celos y diversión, tormento y éxtasis, como para mostrar la dimensión interna de la producción —el musical en sí—, sus canciones y sus números de baile. “En una era de colas para el pan, de depresión y de guerras, traté de ayudar a la gente a alejarse de toda la miseria... para devolver sus mentes a otra cosa. Quería hacer feliz a la gente, aunque solo fuera durante una hora”. Son palabras de Busby Berkeley, en principio, únicamente (que no es poco) el coreógrafo. En esencia, el ideólogo del sensacional clímax final de canciones y bailes, incluida su puesta en escena. Un inolvidable cuarto de hora que refrenda una obra exultante y sexy (“Iré a por mis calzones; tú ve a por tu picardías”, reza una de las letras), que en esos minutos abandona la lógica teatral para instalarse en algo mucho más valioso: el espacio fílmico imaginario.
Paisà (Camarada) (1946), de Roberto Rossellini
Seis episodios independientes, pero complementarios, de la lucha por la vida en la Italia acuciada por los alemanes tras el armisticio de la Segunda Guerra Mundial, a la espera de los americanos, o en convivencia con ellos. Humanismo, tesón, desolación, rabia y dulzura se unen en una película convulsa, terrible y, a la vez, cálida, con la que Rossellini repitió maestría tras Roma, ciudad abierta y antes de Alemania, año cero. Como el país estaba destruido y apenas habían pasado unos meses desde el fin de la contienda, los escenarios en los que se desarrolla dan cuenta documental de un tiempo atroz, mientras el neorrealismo se abría paso a golpe de relato, de imagen y de espíritu, esta vez con intérpretes no profesionales. Al estar contadas las historias en orden cronológico, desde julio de 1943, con la invasión aliada de Sicilia, hasta diciembre de 1944, con la colaboración de los partisanos italianos y los servicios estratégicos de inteligencia de EE.UU, la película adquiere una solidez narrativa inaudita pese a su segmentación.
Breakdown (1997), de Jonathan Mostow
La aportación más novedosa de esta selección. La carrera de Mostow se fue apagando, pero en sus inicios mostró estimulantes maneras de acercarse al clasicismo desde la modernidad, particularmente con este magnífico thriller sobre el que unos cuantos (incluido algún cineasta español) llevamos tiempo llamando la atención. Una pesadilla a plena luz del día en una inhóspita carretera, escrita por el propio director en apenas tres semanas, con ramalazos de varias películas incuestionables: la lucha de clases de Perros de paja, de Peckinpah; la batalla del hombre común frente al monstruo del camión de El diablo sobre ruedas, de Spielberg; la desaparición de Frenético, de Polanski; la soledad del hombre ante la inmensidad del paisaje de Con la muerte en los talones, de Hitchcock; y el hombre manipulado por una realidad paralela de The Game, título que en principio había desarrollado Mostow y que acabó dirigiendo Fincher. Con Kurt Russell como protagonista, y con uno de los mejores villanos de los años noventa, J. T. Walsh, inquietante precisión interpretativa sin mover un músculo.
La ciudad desnuda (1948), de Jules Dassin
“He aquí la historia de multitud de gente y también la historia de la ciudad misma. Esta película no se rodó en ningún estudio”, dice en la presentación inicial, con voz en off, Mark Hellinger, el productor. Y así es, buena parte de las secuencias de este policiaco procedimental con toques de cine negro están rodadas con los ciudadanos neoyorquinos como extras involuntarios, en no pocas tomas de carácter casi documental, filmadas con cámara oculta. Frente a ello, el espectacular estilo de Dassin en el crimen en el puerto con el que arranca el relato, y los prodigiosos minutos finales de la persecución. Un caso de asesinato mueve a los personajes, pero a la película la mueve la ciudad: los gimnasios de boxeo y lucha; el mercado de fruta y pescado; los albañiles en las alturas de los nuevos rascacielos; los niños poniéndose chorreando frente a las bocas de riego. Con ciertos toques de comedia, La ciudad desnuda está protagonizada por el más inesperado de los comisarios de policía: el viejo Barry Fitzgerald, el inolvidable Michaleen de El hombre tranquilo.
Noche y niebla (1956), de Alain Resnais
“Incluso una carretera por donde van coches, campesinos y parejas… Incluso un pueblo de vacaciones, con su feria y su campanario, pueden conducir a un campo de concentración”. No es un documental, no es un informe, no es un poema (trágico). Pero hay algo, o mucho, de todo ello. Resnais, anticipando al Claude Lanzmann de Shoah, reflexiona sobre el exterminio judío desde la imposibilidad de representación del horror. Sin artificios. Una pieza maestra de media hora con imágenes contemporáneas de los campos vacíos, y documentales de las detenciones y traslados en los trenes de la muerte. “Un campo de concentración se construye como un estudio o un hotel, con contratistas, presupuestos, competencia… Y, sin duda, con sobornos”. El orden nazi. El frío y asesino orden nazi. Y la devastación que deja el monstruo humano en un paisaje físico que se mantiene en calma, pero con el desolador recuerdo de que justo ahí, junto a esas flores silvestres, habitó la barbarie.
Impulso criminal (1959), de Richard Fleischer
Nathan Leopold y Richard Loeb, dos brillantes estudiantes de clase alta, secuestraron y asesinaron a un niño de 14 años solo para demostrar una inteligencia superior al resto y lograr el crimen perfecto. El caso real, acaecido en 1924, dio lugar a dos magníficas películas: La soga, de Hitchcock, basada en una obra teatral previa, más conceptual, menos teórica y más cinematográfica; y esta, Impulso criminal, basada en una novela escrita por un compañero de estudios de los criminales, más realista, reflexiva y judicial. Con continuas referencias al superhombre de Nietzsche, por el que uno de los asesinos, estudiante de Derecho, sentía una enfermiza fascinación, la película presenta a una pareja formada, como la aportación hitchcockiana, por un sumiso y un manipulador. Y Fleischer, nombre siempre a reivindicar, elaboró una oda al desequilibrio mental, social, sexual y político, a través de una puesta en escena asentada en la inclinación de los encuadres y el retrato del frío hedor de la soberbia.
Babelia
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