Unos Red Hot Chili Peppers sin colmillo despiden un Mad Cool masificado
La actitud poco dominadora de Anthony Kiedis, la mala elección del repertorio y la aglomeración deslucen la actuación de los californianos en el cierre de un festival madrileño que funcionó a ratos
¿Se acuerdan de aquel Anthony Kiedis eléctrico, una bola de fuego que rebotaba por el escenario y lo dominada a su antojo? Pues ya no existe. O al menos no compareció anoche ese tipo avasallador en el cierre de Mad Cool, en Madrid. Con un sonido deficiente, que iba y venía y casi nunca resultó uniforme, unos Red Hot Chili Peppers sin colmillo y rutinarios cerraron un festival que pasó la prueba de la nueva ubicación, en el barrio de Villaverde, con algunos aspectos que se deberían solucionar. El más grave es la masificación. No tanto el jueves y el viernes, pero sí anoche, cuando se agotaron las 70.000 entradas que se pusieron a la venta y se vivió un ambiente incómodo, con colas en diversos servicios (sobre todo los aseos y las comidas) y complicaciones de movilidad entre escenarios. Casi siempre llegabas unos minutos tarde al concierto elegido y se tenía que ver desde una distancia que imposibilitaba un óptimo disfrute.
Anoche Red Hot Chili Peppers necesitaron a alguien al volante, un conductor. Y no solo en el escenario, que claramente faltó, sino también en la preparación de la velada. Muy loable el empeño del grupo californiano de tocar temas de su nueva cosecha. El problema es que sus últimos trabajos (ambos de 2022), Unlimited Love y Return of the Dream Canteen, son flojos; las canciones que eligieron de esos discos (hasta cinco) enfriaron sobremanera el desarrollo del espectáculo. Estábamos en un festival con 70.000 personas, con una temperatura perfecta y con todo el público a favor, pero el repertorio no fue acertado: además de las canciones nuevas, incluyeron demasiados temas de cadencia lenta que arrugaron a un público que deseaba caña y decibelios.
Habría que averiguar qué le pasó a Anthony Kiedis, tan estático y con una voz desabrida, como si no se la creyese. No será por condición física, porque exhibió una potente musculatura a sus 60 años. Puestos a especular, ahí van unas teorías sobre la falta de acción del vocalista: necesitaba leer las letras de las canciones en una pantalla colocada a sus pies; o quizá por una lesión en la pierna, ya que llevaba una especie de protector. Sea por esto o por otra circunstancia, su actitud resultó perezosa, como si estuviese deseando que aquello acabase cuanto antes. Este lastre deslució el concierto estrella de la última jornada de Mad Cool. Y eso que lo tenían todo a favor, con un público entusiasta y entregado. Chad Smith (batería, 61 años), Flea (bajo, 60) y John Frusciante (guitarra, 53) demostraron lo grandes instrumentistas que son, pero se encontraron con unos problemas de sonido que no habían aparecido durante las jornadas anteriores. Sobre todo la excelente guitarra de Frusciante quedó deslustrada por los fallos técnicos. Hubo momentos en que por mucho que los dedos del músico se movieran con presteza por el traste de su instrumento aquello sonaba como si estuviera tocando debajo del agua.
Abusaron de los parones entre canciones y Kiedis desapareció en algunos momentos dejando a los músicos en una ensimismada improvisación. Que este concepto jam está bien, ojo, pero quizá en un club ante 300 personas y no en un festival ante miles. Hasta clásicos como Californication se ofrecieron ralentizados, sin alma. Fue el público el que lo levantó. Kiedis pareció reaccionar al final, con By the Way y Give It Away, cantando con algo de furia y alentando a la audiencia. Pero ya era demasiado tarde.
La imagen final fue realmente chocante. No hubo abrazo y saludo conjunto y todos se fueron como centellas. Se quedó solo Chad Smith, el batería, que se pasó un par de minutos despidiendo a la audiencia por su cuenta. Los otros tres a saber dónde estaban.
Lo primero que dijo Liam Gallagher cuando tomó la tarima fue “bastardos”, así, en castellano. Detrás de él, había un cartel con solo tres palabras: “Rock and Roll”. Por si alguien dudaba de su pedigrí. En las pantallas se le había definido como “icono, leyenda, estrella del rock and roll”. Sí, este es nuestro Liam, el perdonavidas del rock. En bermudas y chubasquero de manga larga, quizá se pensó que tocaba en el lluvioso Glastonbury. Pero estaba en Villaverde y el sol se venía abajo a eso de las 8 de la tarde, cuando comenzó su recital. Arrancó con temas de su exgrupo, Oasis, clásicos del rock de los noventa como Morning Glory o Rock and Roll Star. Y cantando con esa pose suya tan peculiar: con las piernas levemente flexionadas, el cuello estirado y los brazos atrás. Está atado de por vida Liam (al igual que su hermano Noel) al repertorio de Oasis. Cuando interpretaba alguna pieza de su exbanda todo el mundo atendía y cantaba; cuando optaba por su carrera en solitario, la gente se dedicaba a hablar a gritos con el de al lado.
Esa será siempre la condena de los Gallagher. Se pueden resistir los años que quieran, pero solo una reunión de Oasis les hará trascendentes otra vez. Interpretó Stand By Me o Slide Away en un concierto al que le faltó potencia en los instrumentos. La canción más celebrada fue... efectivamente, Wonderwall. Liam no se molestó ni en cantar el estribillo. Ya lo hizo el público.
M.I.A. convirtió el festival en una rave. A sus 47 años es ya una veterana en la fusión de música de baile de graves saturados con arquitecturas sonoras tribales. Se presentó la londinense sin músicos y con cinco bailarines, concepto de moda (hola, Rosalía) y que ella lleva practicando años. Gustó mucho su espectáculo.
Bobby Gillespie sigue tan escuchimizado como siempre al frente de Primal Scream, que nunca explotaron como Oasis o Blur, pero que seguramente por eso han podido evitar las llamas hacia las que te lleva un éxito de tan grandes dimensiones. Llevaron los ingleses un coro de cinco vocalistas negros que confirió al grupo un regusto stoniano etapa finales de los sesenta, principios de los setenta. De hecho, parece que están tocando siempre variaciones de Sympathy for The Devil o You Can’t Always Get What You Want. Y eso mola. La gente la gozó con ellos y temas como Country Girl o Rocks. El día se cerró con The Prodigy, ya sin uno de sus vocalistas, Keith Flint, que falleció en 2019, pero conservando su apisonadora dance-rock, que hizo bailar a los que aún aguantaban en el recinto, que fueron muchos.
Toca hacer balance de esta nueva ubicación de Mad Cool, la tercera del festival en seis ediciones, en el barrio de Villaverde, cerca del municipio de Getafe (sur de Madrid). Una de las grandes noticias es el buen funcionamiento del metro, que dejaba en el centro de la ciudad en 15 minutos. El festival se hizo cargo del coste de la ampliación del horario (hasta las 4 de la madrugada) y hay que confiar en que así siga. A la espera de conocer los resultados de medición de decibelios para saber si las molestias acústicas ocasionadas a los vecinos finalmente son sancionables, el balance es positivo, pero mejorable. El recinto está bien, con la condición de que se acote el aforo al que hubo el jueves (60.000); el viernes ya comenzó la masificación (67.000) y lo de anoche (70.000) fue ya otra historia que estaría bien evitar.
Babelia
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