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Los Red Hot Chili Peppers en Barcelona: músculo, volumen y funk-rock para seguir siendo relevantes

El grupo ha recuperado los conciertos en el estadio olímpico tras dos años de pandemia

La banda californiana Red Hot Chili Peppers durante el concierto en el estadio Olímpico, en Barcelona.
La banda californiana Red Hot Chili Peppers durante el concierto en el estadio Olímpico, en Barcelona.Kike Rincón

El paulatino paso de la pandemia a un segundo plano comporta reestrenos. Uno de ellos, esta noche misma de martes, la recuperación de los conciertos de estadio, esos que convierten las cifras en faraónicas y en liliputienses a los espectadores. Fueron los Red Hot Chili Peppers los oficiantes del primer ritual laico de rock en el Olímpic Lluís Companys tras dos años víricos, y lo hicieron llenando técnicamente el segundo y último concierto en España de su actual gira mundial, de la que entre nosotros dan los primeros pasos. Volteretas en el caso de Flea, quien las dio sobre el escenario al aparecer, torso desnudo, faldas y pelo azufre con topos fucsia. John Fusciante a la guitarra y Chad Smith a la batería iniciaron con él una ruidosa improvisación que desembocó en Don’t Stop mientras aparecía Antonhy Kiedis corriendo para cantar el inicio del tema. Las luces se encendieron, el frontal del escenario se iluminó, sus pantallas comenzaron a cegar la oscuridad y el inicio del primer concierto desde 2019 en el Olímpico ya era realidad.

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Entre un estrépito monumental, la camisa roja que llevaba Kiedis le duró lo mismo que el orden de canciones exhibido en Sevilla. En lugar de ralentizar el ritmo como lo hicieron en La Cartuja, un solo de batería introdujo Dani California, con lo que las 49.000 personas allí presentes se llevaron el primer clasicazo en toda la frente, pautado por ese bajo que Flea tortura como si tuviese veinte sañudos dedos. Luego llegó Around The World y ahora sí, el ritmo del concierto bajó por medio del primer medio tiempo Black Summer. Y entiéndase que medio tiempo en el caso del cuarteto californiano es una definición inexacta y aproximada, pues suelen comenzar así para acabar retorcidos y atronadores. El público se iba situando en el concierto, sus camisetas con logos de la banda se empapaban en sudor pese a que la temperatura había descendido y la noche ya era cerrada. El espectáculo marchaba. Era ya el faro al que mirar.

Aunque hablar de espectáculo en el mundo del rock tradicional es también un poco impreciso, ya que sus elementos suelen ser sobrios y elementales. En el caso de los Chili Peppers un escenario tamaño pecera de cetáceos, luces a tutiplén sin aparente intención más allá de iluminar casi siempre en blanco y eventualmente de otros colores a la masa, que podía seguir lo que en escena ocurría a través de tres pantallas. Y en el centro del escenario, señores con aspecto de skaeters sexagenarios, con Flea curvándose sobre su bajo como un esforzado minero sobre su pico. A su izquierda, Anthony Kiedis, el cantante, torso desnudo como Flea, tatuajes al aire, pantalón sobre las rodillas, calcetines altos amarillos y un bigotillo formal que en ese contexto parecía disonar. Frusciante, el guitarrista recuperado para el grupo, lucía un aspecto tan normal que no parecía haber vuelto a la banda y Chad impulsaba junto a Flea el funk rock que ha hecho de Red Hot Chili Peppers una banda que ha atravesado más de tres décadas de música popular.

La octava canción volvió a acalambrar al público, que lanzando el puño al aire maltrataba con euforia a sus cuerdas vocales para acompañar a Kiedis cantando el estribillo de Snow (Hey Oh). Como separación con el siguiente tema, un recurso que se repitió durante parte del concierto, consistente demostrar habilidades bien con el bajo o la batería, como si de un concurso televisivo de talentos se tratase. Suele quedar mejor un silencio y un “muchas gracias”, pero los Chili Peppers han de atronar hasta entre canciones. Porque en el fondo lo suyo sigue siendo físico, un despliegue de sensaciones con la densidad del cemento aún no fraguado que va en consonancia con el aspecto juvenil y musculado de al menos dos de sus músicos, Flea y Kiedis, chocolatinas en el vientre manteniendo ese lugar común que indica que un rockero triunfal no puede parecer mayor.

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A estas alturas ya parecía evidente que el segundo concierto de los Chili Pepers en España iba a tener más pellizco que el precedente, marcado por una perceptible presencia de medios tiempos. En Watchu Thinkin, Frusciante recosía la pieza con su guitarra, agresiva e hiriente, y después Otherside estampaba la alegría en la cara de la multitud y avisos de rampas en sus gemelos. Entonces, en 1999, cuando salió el disco que la contiene, todos eran más jóvenes y algunos de los allí presentes ni habían nacido. Para mantener la vista en ese punto luego llegó Californication. Tras un leve bajón de intensidad, el concierto abordó su tramo final. Los inicios de Give It Away mostraron a Flea saltando como afectado por una sobredosis de estimulantes y el concierto fue a los bises. Este breve tramo lo abrió Under The Bridge y lo cerró By The Way, eufórico remate para un concierto musculado y desnudo: hora y media larga de sensaciones sólidas como un ladrillazo. Funk-rock acelerado para mantener la relevancia de una banda que dice sus cosas bien alto.

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