Lo que dura una vida
Tengo respeto sagrado por esa cuenta atrás que empieza a llevarme al momento en que no podré seguir pintando con la libertad que tengo ahora
He recogido la pintura blanca con una brocha ancha de pelo fino. Después, con un poco de aceite de linaza, he amasado la materia con cuidado. Balanceándome y ayudándome de la fuerza del cuerpo, he buscado borrar parte de lo pintado con anterioridad, arrastrando la materia por la superficie de la tela con la seguridad con la que una niña de cuatro años coge un lápiz y dibuja un perro.
Cuando pienso en el delicado equilibrio entre lo físico y lo intelectual del oficio de pintora, ataco primero los lienzos grandes. Lo hago con cierta urgencia, con un respeto sagrado por esa cuenta atrás que empieza a llevarme al momento en que no podré seguir pintando con la libertad que tengo ahora que todavía dispongo de un cuerpo ágil y fuerte. El pensamiento del cuerpo sano me lleva a las pinceladas últimas de Roser Bru, temblorosas pero firmes y elegantes en el trazo a pesar de haber sido realizadas recostada sobre una cama. Celebro que haya oficios que nos construyen por acumulación, por insistencia, y que, aunque el cuerpo esté a punto de desaparecer, nos sigan dando placer y nos eleven el alma. Hay autoras que llegan a lo más elevado de su obra cuando están a punto de dejar este mundo.
Llevo varios días pintando con el sentimiento que ha despertado en mí la pintora Isabel Santaló, una autora que conocí hace apenas un par de semanas gracias al hermoso documental La visita y un jardín secreto. La primera vez que la vi fue despatarrada sobre un sillón viejo, debajo de una manta de la que solo asomaba una mano arrugada. La directora, Irene M. Borrego, gritaba: “¡Isabeeeeel! ¡Isabel! ¡Quiero entender!”, y la mano con manchas sienas y ocres empezaba a temblar ligeramente y con insistencia.
No sabía yo que la contemplación de un temblor viejo iba a hacer nacer en mí algo nuevo que me haría recordar con crudeza por qué elegí este oficio. “Mi postura era ir por lo que no sabía”, decía Santaló, y a través de la firmeza de su voz, el cuerpo agazapado debajo de la manta se transformaba delante de mis ojos en un hermoso contenedor de coherencia y dignidad. “Hay que comprender”, seguía, “primero hay que formarse bien, y después vas a lo que no sabes. Es el camino del verdadero artista”. Pintar para hacer preguntas. Pintar sin fecha de exposición. Pintar para una misma.
Irene M. Borrego es sobrina de Isabel Santaló, pero vivió el grueso de su vida alejada de ella, la pintora se había convertido en una figura demonizada por su propia familia y era mejor mantenerla lejos. La voz de Antonio López ―cuya obra y figura están en las antípodas de lo que representa Santaló― es uno de los argumentos de autoridad de la cineasta para presentar a su tía. El pintor alaba el despojo de retórica de la obra de la cordobesa, así como su no deseo de gustar, algo que muchos de nuestros contemporáneos no lograrían entender. Nos presenta, la sobrina, el taller de la tía como un cuartito al que nadie entra y decide mantenerlo con la puerta cerrada. La verdad del acto artístico se materializa en la voz lúcida y cansada de Isabel Santaló, que nos regala el privilegio de verla trabajar en unos bocetos hechos con cartón y otros materiales de desecho para unas obras que ya no va a poder pintar: desfila ante nosotras la belleza de una carrera de fondo que dura lo que dura una vida pero que no tiene meta.
“¡Isabel! ¡Quiero entender!”, vuelve a gritar Borrego, y Santaló, desde la serenidad de quien ya lo vivió casi todo, responde con contundencia, porque ese bulto que media hora antes podía parecer un desecho, es más fuerte, valioso y lúcido de lo que querríamos ser muchas de nosotras. Miro mi pintura blanca y no entiendo nada, pero sé que he de seguir trabajando. De eso se trata, de no desfallecer y continuar con la búsqueda, porque verdad no es sinónimo de aplauso, y aplauso, muchas veces, sí es sinónimo de tumba. Como escribe Adrienne Rich: “Hay cuevas / riscos que no exploras. Sin embargo sabes / que existen”.
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