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MARTIN AMIS
Tribuna
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El maestro Martin Amis y la generación Granta: los revolucionarios de las letras británicas

Amis, Ishiguro, Barnes, McEwan, Rushdie... fueron reunidos en el número 7 de la revista literaria ‘Granta’, en 1983, como los siete mejores novelistas británicos jóvenes

El escritor Martin Amis en un pub de Notting Hill, Londres.
El escritor Martin Amis en un pub de Notting Hill, Londres.Barry Lewis (Corbis via Getty Images)

Hijos de la medianoche de la posguerra mundial, siete cultos novelistas británicos nacidos en la década de los cuarenta de la guerra fría de Graham Greene, el blanco y negro del neorrealismo italiano y la narrativa para esnobs del nouveau roman, estaban en ciernes, pero auguraban la gloria cuando, bajo el thatcherismo, el cine de Peter Greenaway y un mundo de yuppies, punks y perestroika, el ojo clínico de Bill Buford, editor de la mítica revista londinense Granta, los reunió para siempre en las páginas del número 7, Best of Young British Novelists, el de la primavera de 1983. Desde entonces han brillado con luz propia.

Son Martin Amis (1949), el díscolo, el disoluto, el enfant terrible del grupo, que nos acaba de dejar y estará ya visitando a la señora Nabokov; Julian Barnes (1946), el intelectual, el afrancesado enamorado del arte; William Boyd (1952), mistificador y guionista; Kazuo Ishiguro (1954), icono poscolonial y prestidigitador de géneros; Ian McEwan (1948), el maestro de lo insólito en lo cotidiano; Salman Rushdie (1947), mágico trasegador de Oriente y Occidente; y Graham Swift (1949), que siempre será el autor de El país del agua.

En el legendario número 7 de Granta de la cubierta pop que parece obra de Roy Lichtenstein figuran otros autores, pero estos son los siete magníficos de la Generación Granta, la shortlist de autores heterogéneos y polifacéticos por los que la revista apostó fuerte y a los que lanzó, en palabras de su clarividente editor, con un número especial entendido “como campaña de marketing, como truco para lograr que la gente compre novelas literarias”.

Junto a grandes nombres coetáneos como John Banville (1945), Irvine Welsh (1958), Hanif Kureishi (1954) o Jonathan Coe (1961), son los autores que suceden a la generación de David Lodge o de A. S. Byatt, con los que conviven, y los que se convierten en el mainstream de la ficción británica marchando juntos a la guerra contra el cliché, y son buenos, increíblemente buenos, y devolvieron la gloria a la narrativa británica porque sus obras venden y porque ganan medallas que se cuelgan como almirantes de una flota literaria siempre capaz de ofrecer historias comerciales con narrativas de una calidad descomunal. Del talento omnímodo de estos chicos prodigiosos ha surgido un puñado de obras maestras de la ficción contemporánea.

Mientras publicaba crime fiction bajo el seudónimo de Dan Kavanagh, Julian Barnes se convirtió en clásico con El loro de Flaubert (1984) y Una historia del mundo en diez capítulos y medio (1989), e Inglaterra, Inglaterra (1999) lo convirtió en imprescindible; su compañero de billar y de copas en un pub del Soho hasta que rompieron por un asunto de traiciones y de agentes literarios, Martin Amis, abrió juego con Dinero (1984), una sátira de nuestro tiempo enrarecido en manos de un antihéroe improbable y neurótico. Llegaron más tarde dos grandes libros, La flecha del tiempo (1991) y sus memorias sui géneris, Experiencia (2000), y con Lionel Asbo: el estado de Inglaterra culminó su dominio de la sátira moral. Ian McEwan, amigo de ambos, se consolida con Niños en el tiempo (1987), una historia de traumas surgidos de idílicas vidas cotidianas, como sucede en Amor perdurable (1997), y Expiación (2001), Sábado (2005) y Chesil Beach (2007) lo consagran como uno de los grandes.

Salman Rushdie publicó Los versos satánicos (1988) y quedó demonizado al instante por la fetua del régimen integrista de Jomeini, pero su novela Hijos de la medianoche (1981) ya había sido un prodigio de realismo mágico trasladado al imaginario hindú. Shalimar el payaso (2005) o sus jugosas memorias Joseph Anton (2012) son la enésima prueba de que Buford tampoco se equivocó con él. William Boyd se ha ganado la fama de polémico inventándose a un expresionista abstracto en Nat Tate: un artista americano (1998) y apropiándose de James Bond en Solo (2013). Kazuo Ishiguro será siempre el autor de Los restos del día (1989), pero Cuando fuimos huérfanos (2000) o Nunca me abandones (2005) contribuyeron a que obtuviese el Premio Nobel en 2017, el Nobel de la generación.

Se quejaba en 1993 el crítico Malcolm Bradbury de que la ficción literaria seria estaba siendo “sumamente presionada por la ficción comercial” (The Modern British Novel), y es esta generación la que ha resuelto la cuadratura del círculo que parecía estar pidiendo Bradbury, escribir ficción literaria de altos vuelos con un innato sentido comercial. Jamás han tenido reparos en servirse de la literatura de género, han reescrito y manipulado los modelos del género negro, de la novela de espías, el culebrón victoriano, la ciencia-ficción o el melodrama con la industria del mejor impostor, radiografiando el mundo contemporáneo, la política, el sexo, la literatura y la ética, siempre hablando del asunto sin escrúpulos. Han sido traviesos cuestionando el establishment y garabateando la tradición, pero construyen inmensas ficciones acerca de nuestras más profundas verdades, pues aunque el que lo dijo fue nuestro llorado Martin Amis en Experiencia (2000), seguramente todos están de acuerdo en que “todo escritor sabe que la verdad está en la ficción”.

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