Sant Jordi, el otro día del orgullo
La cultura sabe que, al menos por un día, suyo es el mejor día del año y lo es porque la ciudad es de todos. Este domingo, otra vez, como siempre
Desde primera hora de la mañana, la superilla XL de Passeig de Gràcia está desbordada. Al salir del programa de la SER, en la parada de la librería Laie entre Casp y Gran Via, lo veo de espaldas. A pesar del calor, Mr. Barcelona cumple. Es la melena de artista y casi se atisba el extremo del bigote que enmarca su sonrisa afable. Pasea con la gabardina beige que nadie viste mejor que él en el Eixample. Es el señor Lluís Permanyer.
Le pregunto cuándo se transformó Sant Jordi en esta fiesta tan masiva, deliciosa y colapsada. Me mira con una sonrisa que preludia bonhomía. Desde siempre. Permanyer sigue sonriendo con la sensación que, cada 23 de abril, se comparte en las calles de Barcelona. ¿La alegría? Sí, pero no solo. El mejor civismo. Algo de eso hay. Tal vez la palabra que más se le aproxima sea el orgullo: la satisfacción de sentirse parte de una ciudad, una sociedad y una cultura que sabe que, al menos por un día, suyo es el mejor día del año y lo es porque la ciudad es de todos. Este domingo, otra vez, como siempre.
Como toda buena fiesta, cumple su liturgia. A las siete de la tarde del día anterior, el cóctel de La Vanguardia que cada año congrega a más ministros. Cuando el personal del Hotel Alma advierte que ya es la hora, taxis en dirección al Giardinetto. Reciben Poldo Pomés e Ignacio Martínez de Pisón. La noche acaba en el Bling Bling donde algunos editores, como si repitiesen el milagro de los panes y los peces, aparecen misteriosamente cargados con gin-tonics en las manos. Bebido lo bebido, a primera hora ya del 23, triunfa más el café que los croissants en el desayuno que el Ajuntament organiza en el Palau de la Virreina. Poco antes de que den las 10.00, estampida. Empieza la maratón para los escritores. Pasarán la jornada corriendo de librería en librería porque su presencia, incluso más que la rosa, es el corazón de la fiesta.
Están las liturgias de la Diada y, por suerte, sus variaciones. El primer escritor que me adornó la firma de su libro con un dibujo fue Enrique Vila-Matas. A las 11 de la mañana, en el estand de Abacus, esboza su caballero elegante que viste siempre gabardina. Ahora hay lectores que al autor, más que su firma, le piden un dibujo. Al lado de Vila-Matas y Xavier Graset, la periodista Núria Orriols, que se estrena, atiende el ruego como puede e improvisa una carita sonriente. A medio quilómetro, a las puertas de Ona, el compositor Joan Magrané muestra al sentimental Miquel Bonet su ejemplar de La perplexitat de Jordi Graupera: se combinan líneas, palabras y dibujos. Claro que nada podrá mejorar el incunable que hoy se lleva a casa el crítico Oriol Puig Taulé. El cineasta Albert Serra le ha pintado un corazón en la página impar de Un brindis per Sant Martirià, bien, y en la impar un pollón de película. Motivos para el orgullo, de haberlos, haylos.
Como le sucede a la camarada Mar Rocabert y a miles de personas, flipo ante una cola descomunal que parece no tener fin. Grupos de amigas o de padres e hijas esperan turno con un número en la mano y un ejemplar en cuya portada han enganchado un post-it con su nombre. El punto de llegada es una caseta de La Casa del Llibre. Un tipo trajeado ordena el tráfico de los transeúntes y no me sorprende que de repente aparezca el Presidente de Planeta y se quite las gafas de sol. Es para verlo. El éxito de las novelas de Alice Kellen es descomunal. Son amores juveniles, conquistas y una presencia potente en las redes. Es el folletín de siempre adaptado al presente. No son los autores mediáticos. Es la literatura popular sin la que no existiría la industria del libro.
Espío la conversación telefónica de una joven tras haber obtenido la firma y, otra de las nuevas liturgias, haberse fotografiado con esta escritora valenciana. Transmite felicidad. Es la profunda sintonía que algunos pocos autores establecen con muchos lectores porque sus palabras activan las emociones que nos hacen humanos. Por eso quieren ver, tocar y darles las gracias. Es lo que pasaba cada Sant Jordi que estaba con nosotros la añorada Almudena Grandes.
Así se lo recuerdan los lectores a Luis García Montero. Los hay de todas las edades. La mayoría le piden que les firme Un año y tres meses, el libro de poemas que escribió a raíz de la pérdida de su mujer. Algunos llegan, además, con novelas de Almudena como si fuera la última oportunidad de tenerla. Retoman la conversación que cada año. Le dan el pésame a Luis, le dicen que siguen sintiendo la ausencia de Almudena. Y esa conexión, que es el corazón de la fiesta, es el orgullo más profundo que, como siempre, da sentido a Sant Jordi.
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