Los enemigos de las humanidades
La tarea más urgente es identificarlos si se quiere evitar que las humanidades caigan aún más en un sitio marginal en la conversación pública de masas
Hay personas convencidas de que existe una gran diferencia entre ellas y el resto de la humanidad: ellas son moralmente buenas y los otros son seres execrables. Son, como diría Hegel, almas bellas. Y nada les produce más satisfacción que contemplar y hacer que los demás contemplen su propia bondad moral.
Las almas bellas están siempre ávidas de escándalos (ajenos) porque los ven como oportunidades de oro para realzar su propia bondad moral. ¿Raperos encarcelados por rapear barbaridades? Yo soy mejor que ellos. ¿Escritores que ya crían malvas pero que, según dicen algunos, todavía fomentan la pedofilia en sus novelas? Yo soy mejor que ellos. ¿Pintores misóginos nacidos en el siglo XIX? Yo soy mejor que ellos. ¿Artistas que hacen chistes pasados de rosca sobre la iglesia católica? Yo soy mejor que ellos. ¿Críticos con las víctimas del terrorismo políticamente instrumentalizadas? Yo soy mejor que ellos.
Las almas bellas practican una moral moralista. Las hay de izquierda, de centro, de derecha, equidistantes, militantes o apáticos, porque la moral moralista, como sugieren los ejemplos del párrafo anterior, no tiene contenido político alguno. Es sólo una actitud onanista que se alimenta de la pereza ética y del maniqueísmo (con perdón por la redundancia).
Moral humanista
Frente a la moral moralista de las almas bellas se encuentra la moral humanista y las aptitudes humanísticas. La imaginación literaria, la capacidad de explicar y escuchar historias, la propensión a concebirnos como una generación unida a los clásicos de nuestra cultura u otras culturas, la voluntad de entender y utilizar metáforas o alegorías, la sospecha frente las interpretaciones literales, la habilidad para comprender la complejidad psicológica de los humanos, la capacidad para distanciarse momentáneamente de las propias emociones a través de la música o el cine para poder rendirles la estima que realmente merecen o la propensión —para no decir manía— a hacer las preguntas que sabemos que no tienen respuesta. Todas estas aptitudes palidecen penosamente asediadas por los enemigos de las humanidades.
Hay otros enemigos de las humanidades más poderosos que las siniestras almas bellas. Pero entre quienes ostentan un grado similar de poder se encuentran unos enemigos cuya existencia es responsabilidad, me temo, de las almas bellas. Se trata de los terraplanistas de la ética, de los librepensadores incapaces de articular una frase que no hayan leído antes en The Economist, de los ateos que predican el evangelio de la libertad de expresión, de quienes denuncian en una entrevista a primera página de The New York Times que son censurados o de los que creen que ser imparcial quiere decir ser neutral. Me refiero, claro, a los que se presentan diciendo: “Yo soy políticamente incorrecto”. Son una pesadilla involuntaria e indirectamente inducida por la ansiedad de aparecer siempre como una buena persona.
Hasta cierto punto, las almas bellas y los terraplanistas de la ética hacen gracia. O para decirlo descarnadamente: tendrían que darnos risa (sin dejar de temerlos). Pero hay otras fuerzas destructoras de las humanidades que dan menos risa.
Barbarie humana
Hay enemigos de las humanidades que aunque tienen sabor vintage se expresan con formas contemporáneas. La idea de que la democracia consiste únicamente en votar y ganar elecciones es una manera de coaccionar las actitudes humanísticas al reducirlo todo a la pura suma de números. Y si alguien osa decir que ganar elecciones no significa que la mayoría no tiene que estar sometida a algunos contrapesos, es automáticamente tildado de anti-demócrata. Pero bajo la máscara de la democracia y la apología de la regla de la mayoría como argumento sagrado hierve una forma de autoritarismo.
La genealogía de las humanidades está íntimamente ligada a la democracia entendida no sencillamente como una aséptica regla de la mayoría, sino como la consagración de una serie de principios: la democracia es el reconocimiento de la igualdad entre los ciudadanos y la igualdad entre los ciudadanos es un subproducto de la imaginación literaria y artística, que permite ponerse en la piel del otro y descubrir que somos iguales en la diferencia.
La combinación de la tradición humanística de la Antigua Grecia, de la Ilustración e incluso de la Contrailustración de la que hablaba Isaiah Berlin, dio como resultado la mejor cultura democrática a la que tal vez podemos aspirar: el imperfecto juego de pesos y contrapesos entre los diversos poderes democráticos, así como el frágil equilibrio entre los principios de igualdad y libertad. Quizás esta cultura democrática es la mejor manera que tenemos de proteger a los radicalmente desaventajados. Y desprovistos de las aptitudes humanísticas, emergen concepciones estériles de la democracia que, retórica aparte, desprotegen precisamente a los radicalmente desaventajados.
Nada de esto quiere decir que las humanidades sean intrínsecamente virtuosas. Ha habido grandes humanistas a lo largo de la historia que han apoyado los proyectos y las empresas más macabras. Tiendo a pensar que eso tiene más que ver con temperamentos peculiares que con el hecho de que esos temperamentos cultivaran las humanidades.
Es cierto que cultivar a las humanidades no es un elixir contra la barbarie. Pero los que se obstinan en recordarnos que leer no cura del fascismo quizá no se dan cuenta de una cosa fundamental. En la base de la barbarie humana ciertamente pueden o no haber aptitudes humanistas cultivadas: el fascismo alemán, para poner el ejemplo más manoseado, bebía de personalidades de gran cultura humanista como Heidegger, pero también de la ignorancia humanista de Hitler (de hecho, el fascismo alemán es el movimiento que más a rajatabla y hasta las últimas consecuencias se tomó la moral moralista). En cambio, los pocos momentos brillantes de la humanidad, los escasos momentos de civilización, siempre han estado precedidos por las aptitudes humanísticas.
¿Es concebible el fin de la esclavitud o el fin de la segregación racial en los Estados Unidos sin los enormes esfuerzos de imaginación literaria (empatía, la llaman ahora) por parte de ciertas personas que habían sido educadas en un racismo flagrante? ¿El fin de la persecución de los gays sería posible sin el perfeccionamiento de la capacidad de explicar historias de personas que salen del armario? ¿Se habría dado la operación de Estado que significó la vuelta de Tarradellas a Cataluña sin entender su potencia simbólica y metafórica? ¿Habría podido tener el impacto histórico que tuvo la denuncia de Fray Bartolomé de las Casa de las atrocidades cometidas para los conquistadores en La Nueva España del siglo XVI si no hubiese sido un humanista que sabía dónde había que poner el acento, la imaginación y la compasión a la hora de escribir las crónicas?
Contra los fundamentalistas
Los que nos recuerdan que el fascismo no se cura leyendo confunden, a mi parecer, la pedantería y arrogancia de ciertos humanistas con las aptitudes humanistas. Creen que los humanistas tienen tendencia a creerse intelectualmente superiores. Y ciertamente algunos de ellos están a punto de caerse de su propio y altísimo pedestal. Pero no parecen darse cuenta de que el problema de los intelectuales arrogantes no es que sean intelectuales sino que son arrogantes. Las aptitudes humanísticas se pueden entrenar. Pero son innatas. Las personas analfabetas también tienen aptitudes humanísticas, desde luego. Hacer una enmienda a la totalidad de las humanidades porque la pedantería es una patología bastante extendida entre los humanistas sería un disparate. Sería como hacer una enmienda a la totalidad de la cirugía cardiovascular porque hay cirujanos cardiovasculares insoportablemente narcisistas.
Una cosa similar ocurre con los que dicen que las ciencias naturales o los científicos son enemigos de las humanidades. No, no lo son. El fundamentalismo científico –es decir, la idea de que las humanidades son, siempre y en todo caso, pura palabrería–, sí es un enemigo de las humanidades. Pero eso no tiene nada que ver con la ciencia. Todo fundamentalismo está basado en negar, explícita o implícitamente, la validez de las aptitudes humanísticas. O sea: el fundamentalismo científico es un enemigo de las humanidades tanto como lo es el fundamentalismo religioso, el fundamentalismo nacionalista o el fundamentalismo socialista.
La tarea más urgente, si se quiere evitar que las humanidades caigan en un lugar aún más marginal en nuestra conversación pública de masas, es identificar bien cuáles son sus enemigos. Y esta tarea es, ella misma, una tarea humanista.
Jordi Llovet tenía razón
Más de una década después de su publicación, Adiós a la universidad de Jordi Llovet, un ensayo que constataba y lamentaba el declive de las humanidades, sigue plenamente vigente. La combinación de extrema burocratización de la universidad y la lógica perversa de la productividad –hija de la economía de mercado– ha perjudicado a todas las disciplinas. Pero si hay una que ha sufrido de forma inclemente la tediosa y arbitraria montaña hecha a base de agencias de acreditación, la obsesión por la cuantificación de los “productos académicos” y los opacos rankings de revistas académicas ha sido la disciplina humanística.
Vayamos por partes. La cuantificación de los objetivos que un humanista tiene que satisfacer ha llevado a una exacerbación de una situación familiar en el mundo de los deportes de élite: la competitividad desbocada a la hora de producir. Se trata del famoso publish or perish. En el ámbito que yo mejor conozco, el de la llamada filosofía analítica, puedo jurar que los académicos serían capaces de vender a su propia madre a cambio de un argumento lógicamente válido y, sobre todo, original.
Y es que si hay algo que esta competitividad ha incentivado en el ámbito de las humanidades ha sido, sin lugar a dudas, una absurda búsqueda de la originalidad. Y no es sólo que sea dudoso que en el año 2023 pueda haber nada estrictamente original en el dominio de las humanidades (por la sencilla razón de que nuestro objeto de estudio es tan viejo como lo somos nosotros). El problema es que se incentiva una idea de originalidad que nos transforma en mercenarios académicos. A modo de ejemplo anecdótico: un filósofo estadounidense, que enseña y hace investigación en una gran universidad de la costa este de Estados Unidos, predica que hay que buscar alguna cosa que nunca haya sido dicha por nadie antes en tu disciplina. Una vez lo hayas encontrado, y por más tontería que te pueda parecer, tienes que pensar argumentos que te sirvan para sostenerla en un artículo académica. Es la manera de escalar en la cadena trófica de las humanidades cuantificadas: transformarse en un mercenario de la investigación no de las buenas ideas –o como mínimo de las ideas en las que uno cree– sino de las que ofrezcan una mejor retribución en términos académicos.
Por otra parte, la burocratización de la universidad comporta una alteración de la función y el órgano típica de todas las instituciones maduras. Las humanidades académicas fueron creadas para tratar de dar cierto respaldo económico y un buen grado de estabilidad laboral a los humanistas. Esta era su función. Con el tiempo, la propia supervivencia de la institución se acaba convirtiendo en la función principal de la institución. Y así es como los departamentos de humanidades tienden a producir académicos, no humanistas.
Hay que señalar, como ya lo hacía Llovet en su libro, que el humanismo europeo, tal vez el periodo dorado de las humanidades, no era un fenómeno académico. El humanismo europeo se cultivó fuera de las universidades. No me atrevería a afirmarlo con mucha seguridad, pero es posible que, debido al anti-intelectualismo burocrático que domina la universidad, las humanidades estén migrando de la academia: son ya cada vez más las librerías, fundaciones, medios de comunicación, bibliotecas, festivales o editoriales que imparten talleres o cursos, clubs de lectura, graban podcasts, organizan debates, mesas redondas o discusiones donde predomina, hasta donde yo he podido ver, el espíritu de la moral humanista. No se busca “producir”, sino divulgar –en el sentido más noble de la palabra– conocimiento; no se incentiva la competencia, sino la conversación, quizá porque, como decía Leopardi, se piensa hablando; no se idolatran las jerarquías de los rankings y los números vacíos, sino las palabras. Quizá estoy sesgado por mi propia experiencia, pero diría que estos espacios constituyen una especie de reducto para las aptitudes humanísticas y, con frecuencia, erigen incluso un muro de desconfianza hacia la moral moralista.
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