El futuro del libro infantil se escribe en papel
La reciente feria de Bolonia, la más importante del sector, demuestra la notable vigencia del soporte tradicional en los libros para los más pequeños y la escasa penetración de pantallas y obras digitales
La humanidad siempre ha narrado fábulas a sus pequeños. Antes, solían hablar de caballeros y princesas. Hoy, por suerte, también ellas llevan a cabo gestas y ellos necesitan ser salvados. Hay, sin embargo, un cuento que apenas ha cambiado en siglos de literatura infantil: el del anciano rey papel. Vivía feliz, adorado por sus jóvenes lectores. Hasta que, un día, aparecieron las modernísimas pantallas y proclamaron la revolución digital. Empezaron a llamarle viejo, sucio, inútil. El soberano se rascó la barba. Se preocupó. Hubo incluso quien dijo que debía dejar la corona. Pero pasaron los años y conservó su cetro. Y no solo: como confirmaban ocho editores en la reciente feria de literatura infantil y juvenil de Bolonia, la más importante del sector, lo mantiene con pulso cada vez más firme y aplaudido.
Un paseo por la cita ofrecía indicios empíricos. Es cierto que hubo conferencias sobre inteligencia artificial, carteles que evocaban célebres dibujos animados y, entre los invitados, figuraban programadores de móviles. En las estanterías, sin embargo, las huellas tecnológicas escaseaban. Ni resonaban ecos de tantas alarmas sobre el poder adictivo de móviles, tabletas o televisores para los niños o su potencial rivalidad con la lectura. Al revés, se escuchaban defensas de la fuerza del álbum ilustrado, su invitación a compartir y socializar y, si acaso, su difícil adaptación a una pantalla. Puede que lo más futurista en la feria resultaran castillos o astronaves de pop-up que sobresalían de alguna página impresa. O enormes atlas de los que se despliega un continente entero. Es decir, más papel.
Porque, cuando se habla de libros para primeros lectores, no hace falta aclarar el soporte: todavía se sobrentiende. Incluso en las conversaciones decisivas: las que mueven el dinero. “De momento no ha cambiado nada. Me han propuesto la digitalización de varios libros, pero no lo hemos creído necesario. Aún queda mucho para que sea mayoritario”, apunta Enric Pujol, editor de Tramuntana. “Por supuesto que tengo la versión digital de cada obra, pero casi nunca se la termino enseñando a mi interlocutor. Se suele incluir en el acuerdo comercial por si acaso. Pero nadie saca sus ventas de ahí”, aclara Paula Prats, responsable de derechos para el extranjero en el grupo Penguin Random House.
Se refiere a los encuentros que se celebran en Bolonia entre editores, que se juntan para comprar y vender sus títulos a otros países y cazar el último fenómeno o el nuevo Harry Potter. Todo el trabajo previo, por supuesto, se desarrolla en internet: correos, mensajes, fotos, horario de la cita, de qué se hablará. Resulta imprescindible, pues, que cada uno disponga de pantallas. Apenas aparecen, sin embargo, en cuanto se sientan a negociar cara a cara.
“Tratamos cada vez más de alejarnos de ellas”, afirma Mireia Trius, editora y cofundadora de Zahorí Books. Y, en su sonrisa, se resume una tendencia más generalizada: el libro infantil se enorgullece de su resistencia. La propia Organización Mundial de la Salud, al fin y al cabo, pide evitar las pantallas hasta los dos años y no usarlas más de una hora al día hasta los cuatro. Y considera “leer”, en cambio, como una de las actividades sedentarias recomendadas. Otra cosa es lo que se vea por la calle o en cada hogar. Pero la OMS sí ofrece otra razón para que los editores entrevistados presuman del papel, por más que subrayen que se puede “convivir” con lo digital. De hecho, no dejan de lanzarle alguna puya a su presunto “aliado”.
“Cada vez más estudios afirman que las pantallas reducen la concentración, mientras que la lectura en impreso la ayuda”, apunta Eva Jiménez Tubau, responsable y cofundadora de Flamboyant. “Vivimos en un culto a lo instantáneo asociado al tipo de contenido que predomina. La sensación es que la multiplicación y exposición casi permanente a las pantallas hace mella sobre la lectura más reflexiva y pausada”, apunta Fernando García, director de Libros del Zorro Rojo. Y precisamente eso último, en cambio, es lo que abanderan tantos sellos como el suyo.
Era 2008 cuando, en la feria clave del mundo editorial, la de Fráncfort, se profetizó la desaparición del soporte tradicional en una década. No sucedió, pero en la literatura para adultos, al menos, el libro electrónico sí se comió y mantiene un trozo del pastel. En el panorama juvenil, el magnetismo de las pantallas y su influencia en las historias publicadas también se notan más. Para los más pequeños, en cambio, ha ocurrido casi lo contrario: ante tan atractiva alternativa, el papel ha desplegado todo su poder de seducción. Y sus encantos únicos e irremplazables, por ahora: los ocho editores entrevistados coincidían en que se han disparado los dibujos capaces de brotar de la página, los formatos grandes —al parecer se van estabilizando, también por razón de espacio en las casas— y, en general, todo lo que solo un libro impreso tiene.
A saber cuántas familias han dado vida con su mano al muñeco protagonista de El lobo feroz se va de vacaciones a la playa (Edelvives). O cuántas risas ha provocado la hinchada barriga del ya celebérrimo Pollo Pepe (SM). “Son experiencias de papel”, resume Noemí Mercadé Capellades, directora editorial de Casals, mientras una gallina se levanta de las hojas que va pasando. Es probable que las pantallas evolucionen. Y Pujol subraya que no se puede luchar contra la modernización, aunque solo sea “por un tema ecológico”. Por ahora, sin embargo, el libro infantil se está esforzando en ponérselo complicado a lo digital. “El álbum ilustrado, por su formato y sus características, no se puede adaptar a una tableta”, tercia Eva Jiménez Tubau. Mucho menos, a día de hoy, a un lector de libros electrónicos en blanco y negro de formato bolsillo.
Tampoco, eso sí, la literatura infantil se ha tapado los oídos ante el canto de las sirenas modernas. “La digitalización resulta cada vez mejor. Y casi todas las editoriales hemos incluido algún elemento relacionado con ese soporte”, explica Marta Gallas Martínez, gestora de derechos de autor de SM. La opción más frecuente, al parecer, es un código QR que permita ver un vídeo, escuchar una canción o acceder a alguna actividad relacionada. Es decir, ideas para complementar o promocionar la lectura, no para sustituirla. Y que, aun así, levantan matices y objeciones: solo se emplean para libros selectos, que se presten por su temática, vínculo con una serie o autor. Y luego están las razones más prácticas de Mireia Trius: “Los QR son feos”.
El tamaño empresarial también condiciona la visión. “Hay sellos muy potentes que sondean el mercado para aprovechar elementos de lo digital. Y otra corriente, independiente, más dirigida hacia la exploración y el riesgo artístico”, reflexiona García. Y Pilar Lafuente Bergós, responsable de derechos extranjeros en el grupo Planeta, no discrepa, aunque emplea otras palabras: “Las grandes editoriales estamos más pendientes de lo que pueda convertirse en un fenómeno mundial”.
En su catálogo, por ejemplo, figuran más obras adaptadas desde una serie o, viceversa, que saltan a la pantalla; títulos firmados por youtubers; o licencias célebres que se mueven a la vez por todos los formatos. Y Paula Prats, del otro coloso, Penguin Random House, añade un fenómeno novedoso: “Los cómics infantiles están yendo muy bien, entre otras razones porque contienen mucho movimiento en las imágenes”. Puede que sea solo cuestión de tiempo. Aunque, de momento, la fábula del formato impreso resiste. Hace décadas que el anciano rey papel escucha de todo. Al final, sin embargo, siempre acaba comiéndose todas las perdices.
Babelia
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