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CAFÉ PEREC
Columna
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Y qué hacemos con la felicidad perfecta

La única ventaja del cuestionario Proust, cuya única ventaja es permitirle al entrevistado que, entre sus artificiales frases ingeniosas, deslice pequeñas verdades simples

El escritor Marcel Proust.
El escritor Marcel Proust.getty
Enrique Vila-Matas

¿Cuál es su idea de la felicidad perfecta? No tener que responder al cuestionario Proust. Llevo tiempo contestando así a la pregunta que abre el apelmazado cuestionario, cuya única ventaja es permitirle al entrevistado que, entre sus artificiales frases ingeniosas, deslice de vez en cuando pequeñas verdades simples. Verdades que, por parecernos auténticamente nuestras, facilitan esas pequeñas dosis de felicidad que dice Ray Loriga que a veces tanto necesitamos. Dosis que, sospecho, se ocultan en todos los cuestionarios, del mismo modo que la muerte se esconde en los relojes.

Últimamente, han proliferado cuestionarios que son versiones disidentes y mejoradas del Proust y donde también se deslizan pequeñas verdades simples. En menos de un mes, he contestado al cuestionario Bolaño, creado en la Sorbona de París, y al cuestionario Galeano, fundado en Montevideo. En la primera pregunta del Bolaño de París, me instaron a elegir una sola palabra. No la pensé ni un segundo. Bolaño, dije. ¿Y qué iba pues a decir? “¿Diferencia entre esta palabra y la palabra escritor?”, fue la siguiente cuestión. “Ninguna”. En la tercera pregunta se interesaron por saber qué le habría dicho a Borges de haberle conocido. Respondí con la sinceridad del clásico bonachón: “En la entrada a la universidad de Barcelona estuve a dos metros de él. Le vi subiéndose a un automóvil y me preocupó que pudiera golpearse la cabeza”.

Me sentó tan bien burlar por tercera vez a mi bochornoso ingenio que hasta me reí a solas. Precisamente, días después, la primera pregunta del Galeano de Montevideo trataba de saber qué me hacía reír sin parar. No dudé: “Alguien que se siente contemporáneo, sólo porque cree estar siempre al día”. Preguntaron entonces qué me hacía llorar. “Alguien que no sepa que ser contemporáneo es tomar una distancia crítica que permita una discrepancia política frente al presente”.

Recuerdo que el llanto humano estaba al fondo de la primera respuesta de David Cronenberg (que mañana, por cierto, cumple ochenta años) a un cuestionario algo naif de una revista de su Toronto natal. Le preguntaron si el cine era un arte. Y él, por toda respuesta, contó que, siendo muy joven, al salir un día de la sala Pylon, donde todos los sábados veía películas de vaqueros o de piratas, vio en el cine de la acera de enfrente a un grupo de adultos que parecían llorar tras haber visto La strada, de Federico Fellini. Cruzó la calle y confirmó aquel llanto colectivo, y verlo tan de cerca le hizo comprender que el cine era la vida y que en ella cabían el arte y el llanto.

Y la emoción, por supuesto. De hecho, creo que hay un arte dedicado a generar en los espectadores o lectores, por la vía de las pequeñas y felices dosis de verdades simples, la sensación de que andan acercándose a algo impresionante, a la idea suprema de la felicidad perfecta, que en realidad es una cima imposible, por mucho que se obsesionen tanto con ella el cuestionario Proust y sucedáneos.

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