Lo del Nuevo Mundo suena a viejo
Europa será la invitada de honor en la próxima FIL de Guadalajara. El jefe de su diplomacia debería evitar en sus análisis sobre el mundo actual las comparaciones con “los conquistadores”
La Unión Europea no tiene stand propio en la Feria del Libro de Guadalajara (México), pero en 2023 ―con España en la presidencia de turno― será la invitada de honor al evento anual más importante de la industria editorial en español. Esa es la paradoja: Europa está y no está. La mera invitación de la FIL a la UE resuelve la vieja, viejuna y soberbia pregunta de Henry Kissinger: “¿A qué teléfono llamo si quiero hablar con Europa?” Eso sí, es la primera ocasión en que la Unión participa como tal en un evento de esas características. La cosa tiene pues algo de prueba de fuego para resolver una pregunta mucho más modesta: “¿Existen las letras europeas?”. 27 países y 24 lenguas oficiales dan para elegir. Pero, ¿existen sin las letras británicas? ¿Sin Una vez en Europa, esa maravilla escrita por un urbanita londinense, John Berger, en una aldea francesa? El Brexit tiene razones que la literatura no comprende.
En 2016 la FIL celebró sus 30 años de vida con América Latina como invitada de honor. Fue un éxito rotundo. La cultura de un continente mucho mayor pero con menos países brilló durante nueve días y apenas se discutió sobre qué significa ser latinoamericano. Tampoco parece que dentro de un año las discusiones giren en torno a qué significa ser europeo, ese tipo de cosas que, como decía San Agustín sobre el tiempo, uno sabe responder solo si no se las preguntan.
¿Existen las letras europeas sin las letras británicas? El Brexit tiene razones que la literatura no entiende
En el fondo, es un alivio que la identidad europea sea, como poco, dudosa, líquida. Una de las grandes ventajas de la Unión es su falta general de atributos. Lo que se pierde en vínculos ―con permiso del programa Erasmus― se ahorra en disgustos. Y en discursos. Los problemas de Europa rara vez son románticos, o sea, imaginarios. En el fondo, se parece menos a una familia, a un país o ―vade retro― a una nación que a una comunidad de vecinos. Sin dejar de saludar en la escalera y de mantenerla limpia, de alegrarse con la alegría de los del quinto o de regarles las plantas, cada uno paga en función del tamaño de su casa. Las grandes preocupaciones suelen ser utilitarias: que se respeten los espacios comunes y el espacio y el descanso ajenos. Las decisiones se toman en reuniones del subgénero cómico, la presidencia es rotatoria y a la hora de decidir una derrama cuentan poco la religión o la ideología. El único hecho diferencial admitido es el coeficiente de participación del catastro. Nada épico, pues. La UE no tiene sangre en las venas porque nació contra el derramamiento de sangre, esa vieja especialidad europea. Dentro y fuera de sus fronteras.
De ahí que en la FIL cayera como un jarro de agua la chirriante comparación que el jefe de la diplomacia comunitaria, Josep Borrell, hizo la semana pasada entre el talante necesario para enfrentarse a los retos actuales y la invención de “un nuevo mundo”. Como hicieron “los conquistadores”. Tal vez no haga falta una literatura europea, pero estaría bien redactar un libro de estilo.
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