Así era el rostro de san Isidro Labrador, muerto hace diez siglos
La Universidad Complutense recrea informáticamente la cara del santo, de rasgos africanos, alto y que murió en torno a los 40 años de una infección bucal
San Isidro Labrador, nacido Isidro de Merlo y Quintana (Madrid, 1082), siempre ha sido considerado un santo de andar por casa, nada que ver con las grandes figuras y doctores canonizados de la Iglesia. De hecho, no se le atribuyen casi milagros (apenas cinco en vida), se le ha tachado de holgazán (sus bueyes araban mientras él dormía) y, además, estaba casado y tenía un hijo. Sin embargo, el pueblo y la realeza comenzó a venerarlo mucho antes de su canonización en el siglo XVII. Los reyes reclamaban sus reliquias para sanarse y el pueblo pedía la procesión de sus restos para acabar con la sequía. Hoy lunes, la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid y el Arzobispado de Madrid han presentado la reconstrucción informática del rostro del santo a partir del análisis de su cuerpo momificado, que se guarda en la colegiata de San Isidro en Madrid. Los resultados antropométricos señalan que era un hombre de rasgos norteafricanos, alto y que murió cerca de la cuarentena a causa de una infección bucal.
En la noche del 12 de enero este año se procedió, en presencia del arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, a la apertura de la urna funeraria para llevar a cabo un análisis de los restos mediante una tomografía computarizada (TC) por la Escuela Profesional de Medicina Legal y Forense. El cuerpo fue trasladado en febrero por la funeraria municipal a la Clínica de la Concepción de la Fundación Jiménez Díaz. La técnica TC no es invasiva, mantiene la integridad del objeto de estudio, aporta imágenes con las que se identifican cuerpos extraños internos, se obtienen medidas con una alta resolución espacial y permite completar los estudios de antropología forense sin tocar o modificar los cuerpos. Los trabajos, presentados hoy lunes por el vicerrector de la Universidad Complutense, Juan Carlos Doadrio, están firmados por las expertas Patricia Moya Rueda, María de Benito Sánchez, Mónica Rascón Risco e Isabel Angulo Bujanda. La cabeza del santo estaba cubierta por piel a excepción del mentón, parte del maxilar superior y del cuero cabelludo. El tórax estaba completo, cubierto por piel y sin deformidades. Mantenía sus órganos genitales.
En el interior del féretro se halló también una moneda del reinado de Enrique IV, como las que se colocaban en las cuencas oculares siguiendo la tradición de algunos enterramientos griegos como parte del rito del óbolo de Caronte. El fallecido pagaba con la moneda al barquero Caronte para que le trasladase al otro lado de la orilla del Inframundo. El rito fue prohibido en la Castilla medieval, pero fue muy común en época visigoda.
Los restos del santo presentan también graves infecciones bucales, que podían provocar la muerte (hasta el 40% de los casos en la Edad Media) y que degeneraban en alteraciones de tipo mecánico, como restricciones en las vías aéreas, expansión cardiaca, o de tipo infeccioso en tórax o incluso la sepsis.
Los expertos han determinado también que murió entre los 35 y 45 años y que su estatura pudo oscilar entre los 167 y los 186 centímetros, muy superior a la media de la época, que apenas rozaba el metro y medio. Sus rasgos eran norteafricanos. Aunque en este último punto las conclusiones no son definitivas, sí se puede afirmar que “no era compatible con un grupo caucásico puro”.
El cuerpo del santo se redescubrió en 1504 ― en 1213 Alfonso VIII ya había levantado una capilla en su honor en la iglesia de San Andrés donde le dio sepultura― dentro de un arca del siglo XIII y junto a un códice de 28 hojas que relataba su vida y que había sido escrito en latín un siglo antes. Se trata del conocido como Códice de san Isidro o Códice de Juan Diácono, una de las fuentes indispensables para conocer la vida de este campesino mozárabe que vivió entre dos mundos en guerra: el reino de Castilla y al-Ándalus.
Sin embargo, la vida del santo ―era un simple labrador que vivía cerca del río Manzanares, por lo que es patrón de los agricultores desde 1960― ha sido estudiada por numerosos historiadores y teólogos hasta bien entrado el siglo XX (Juan López de Hoyos, Ambrosio Morales, Juan Hurtado de Mendoza... ) e, incluso, Lope de Vega le dedicó un poema. Su cuerpo durante el siglo XV se sacaba en procesión para rogar que lloviese en Madrid y los monarcas ―de Isabel la Católica a Felipe V― reclamaban sus restos y se guardaban algunos trocitos para su propia curación o la de sus cónyuges e hijos. Sin embargo, y a pesar de esta veneración secular por el madrileño ―el rey Alfonso VIII le atribuyó la victoria cristiana en la batalla de las Navas de Tolosa (1212)― no fue canonizado hasta 1622; eso sí, el mismo día que otros grandes ilustres de la Iglesia como santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Felipe Neri o san Francisco Javier.
De su vida, así como la de su esposa María Toribia (santa María de la Cabeza) y la de su hijo, san Illán, se tienen numerosos datos fidedignos, incluso se mantienen algunos de los lugares donde vivieron y trabajaron las tierras, tanto en Madrid como en el municipio de Torrelaguna. Sin embargo, no se guardan retratos o dibujos coetáneos de él, sino recreaciones artísticas muy posteriores, entre las que destaca El milagro del pozo (1649), de Alonso Cano. Los prodigios del venerable agricultor suelen estar relacionados con el agua. En el caso del cuadro del pintor barroco se le representa haciendo subir el nivel freático para que su hijo, que había caído en el interior del pozo, regresara sano y salvo hasta el brocal.
El cuerpo del santo descansa desde hace 150 años en la colegiata de San Isidro, en un féretro adornado con plata y oro que estuvo a punto de desaparecer durante la Guerra Civil. Desde entonces, se expone al público en contadas ocasiones. La recreación informática ofrece una idea más cercana de su rostro que la observación del cuerpo momificado del humilde santo.
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