El Louvre resucita la naturaleza muerta
Una exposición en París se opone a la definición tradicional del bodegón, localizando su origen en las cuevas prehistóricas, y refuta su estatus de género menor en la historia del arte
La receta es sobradamente conocida. Un membrillo, un repollo y un pepino. Zanahorias colgando, una naranja abierta y una lechuga en proceso de podredumbre. Y, a veces, un reloj de arena en un rincón o incluso una inquietante calavera, que recordaban el funesto destino que esperaba al espectador de cada cuadro. El bodegón nunca fue considerado un género importante, a la altura de la pintura histórica o religiosa, ni del paisaje o el retrato. Y, sin embargo, la simple disposición en el lienzo de esos elementos banales, como frutas, hortalizas, flores, instrumentos musicales y enseres domésticos, sigue fascinando muchos siglos después. Cada bodegón encierra un misterio, una sombra de melancolía que provoca una pequeña punzada en el corazón. “Una verdad antropológica”, prefiere señalar la historiadora del arte Laurence Bertrand Dorléac, comisaria de la exposición Las cosas. Una historia de la naturaleza muerta, que puede visitarse en el Museo del Louvre, en París, hasta el 23 de enero de 2023.
La muestra se opone a la definición tradicional del bodegón, que eclosionó a lo largo del siglo XVII en el arte flamenco y holandés, frente a la prohibición de las imágenes de tema religioso que impuso el protestantismo reformado. Eso hizo que muchos pintores se refugiaran en las escenas de género, viñetas cotidianas del gusto de una nueva burguesía que empezaba a sustituir al Estado y a la Iglesia en el papel de mecenas artísticos. Este formato recibió el nombre de stilleven (o vida tranquila, silenciosa), un término que en los países católicos fue “mal traducido” como naturaleza muerta, como apunta la comisaria, más partidaria de denominarla pintura de objetos o de cosas, un nombre más prosaico pero también más preciso.
La traducción imperfecta y el oxímoron que esta provocó inspiró ciertos equívocos sobre las características del género. En realidad, los objetos inertes de esos cuadros están muy vivos. Pese a su aspecto ordinario, aportan información fundamental sobre cada época, sobre cuáles fueron las creencias, los anhelos y los miedos de sus propietarios, sobre las diferencias culturales y las distintas actitudes de hombres y mujeres ante los dilemas de la existencia. “Si el género suscita tanta fascinación es porque no se reduce a una meditación mórbida sobre nuestra desaparición, sino que es a menudo una oda fundamental a la vida”, sostiene la directora del Louvre, Laurence des Cars, en el catálogo de Las cosas, un título deudor de la novela de Georges Perec, aguda radiografía de la sociedad de consumo.
La tesis de la muestra, como la del escritor, es que las cosas transmiten ideas y sentimientos, más allá de la perezosa vinculación de este género al paso del tiempo y la muerte inexorable. La ambición del Louvre también pasa por ampliar las fronteras geográficas y temporales que han delimitado este género: no solo existió en la Europa del Renacimiento y el Barroco, sino en todo el mundo y en todas las épocas. En 1952, otra exposición sobre la historia del bodegón organizada en la Orangerie dejó claro que las naturalezas muertas ya existieron desde la Grecia clásica. Esta muestra va aún más allá: a través de 170 obras de todas las épocas, el Louvre sostiene que el bodegón apareció en las cuevas neolíticas y luego se expandió en la cultura egipcia y mesopotámica, como atestiguan grabados y mosaicos expuestos en las salas del museo. Y el género no desapareció tras su momento de gloria, sino que pervivió en disciplinas como el cine, el vídeo y la fotografía, como demuestra la última obra del recorrido: un arreglo floral en el comedor de Nan Goldin en el primer día del confinamiento de 2020.
Los emparejamientos son inesperados y apasionantes: la Magdalena penitente de Georges de La Tour a la luz de las velas con las fotografías de Christian Boltanski; un vanitas barroco junto a otro de Gerhard Richter y a otro más, en formato vídeo, de Sam Taylor-Johnson, con fruta que se estropea en tiempo real. O el lienzo sobre dos recaudadores de impuestos de Marinus van Reymerswaele en el siglo XVI pegado al autorretrato de Esther Ferrer vomitando euros en plena entrada en vigor de la moneda única, en 2002. El Louvre se opone a otro inoxidable lugar común: ese que asegura que las naturalezas muertas desaparecieron de la pintura durante los mil años que duró la Edad Media. Lo rebate con una idea que, bien pensado, parece de cajón: que los objetos de la vida doméstica no se esfumaron de los cuadros, aunque siempre estuvieran al servicio de una alegoría religiosa. Desde el siglo XVI, reaparecieron como recordatorio de la levedad de la vida, no tan alejados de la moral cristiana como se suele decir: de poco servía atesorar todos esos bienes materiales, salvo si uno quería morir convertido en el más rico del cementerio.
El Louvre se opone al tópico que reza que las naturalezas muertas desaparecieron durante los mil años que duró la Edad Media. El género sobrevivió, aunque al servicio de una alegoría religiosa
Con la emergencia del mercado, esa crítica de la acumulación cobró una lectura política, que el museo parisiense pone en evidencia con una cita de Marx, quien siempre tuvo claro que los objetos eran fetiches, inscrita en una pared. “No es una exposición antimaterialista. La relación de los artistas con los objetos es ambivalente, hay tanta crítica como hechizo”, precisa, pese a todo, la comisaria, usando ejemplos como los mercados de pescado en la pintura holandesa o los lienzos de Erró, gélidos retratos de la abundancia en tiempos de la posguerra occidental.
Una sala oscura reúne a Goya, Rembrandt y Zurbarán retratando un puñado de animales muertos. A la izquierda, Géricault les planta cara con un óleo en el que se distinguen las extremidades desmembradas de un cadáver humano, equiparado a un mamífero despedazado en una carnicería. ¿Valen igual las vidas de unos y otros? “La obra de Goya y Géricault surge en el tiempo de las guerras napoleónicas, conflictos masivos donde los humanos se convirtieron en objetos por primera vez. Para mí, el arte no entra en la modernidad con Manet, sino con esos dos pintores que reflejan el sufrimiento de la sociedad civil”, apunta Bertrand Dorléac.
La naturaleza muerta resucitó después en la obra de los impresionistas, que la convirtieron en símbolo de paz y quietud en un momento de industrialización galopante —ahí están los espárragos de Manet o las peras provenzales de Cézanne—, mientras que las vanguardias acentuaron el cariz cenizo de este género, como si fuera el augurio de algo terrible a punto de acontecer. Lo demuestran las alcachofas que pintó De Chirico o las innovadoras variantes del género a cargo de Picasso —sus magníficos cuadros de objetos a contraluz— o Miró, de quien la muestra incluye un bodegón casi psicotrópico de 1937 que ha prestado el MoMA. Retomando una tesis formulada hace años por el museo neoyorquino, la comisaria también incluye los ready-mades de Duchamp, como el urinario o el botellero, en esta nueva taxonomía de la naturaleza muerta. Y también algunas obras aún más sorprendentes, que nadie había vinculado al género hasta ahora, como la habitación de Van Gogh en Arlés, las críticas socarronas de Jacques Tati al mobiliario moderno, las fotos de Martha Rosler en una cocina convertida en cárcel de mujeres o las instalaciones hechas con chicles de marca Bazooka a cargo de Félix González-Torres. Pese a su heterodoxia respecto a los bodegones clásicos, todas ellas se fundamentan en la dimensión simbólica de los objetos cotidianos.
El desenlace del recorrido llega con una secuencia de Zabriskie Point, de Michelangelo Antonioni: la apoteósica explosión imaginada por la protagonista en la que todas las propiedades de la mansión donde se aloja saltan por los aires al ritmo de las guitarras de Pink Floyd. Y, con ellas, la imagen del frigorífico lleno hasta los topes con el que la sociedad de consumo nos obligó a soñar.
Babelia
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