Vuelve a Madrid el Bach más ecuménico
Masaaki Suzuki, uno de los grandes intérpretes de la música sacra del compositor alemán, dirige en el Auditorio Nacional la casi testamentaria ‘Misa en Si menor’
¿Una misa católica de un compositor luterano? Esta pregunta, que quizá seguirán haciéndose muchos este jueves 10 en Madrid, al escucharla en el Auditorio Nacional, no ha parado de resonar desde que la conocida espuriamente como Misa en Si menor dejara de ser un puñado de 99 hojas manuscritas de tres tamaños diferentes, agrupadas en cuatro bloques independientes y con la caligrafía inconfundible de Johann Sebastian Bach, para convertirse en una edición impresa y, como tal, fácilmente transmisible e interpretable. Pero habría de transcurrir casi un siglo entre el momento en que Bach culminó la composición (quizá sería más exacto decir, como se verá enseguida, la compilación), en torno a 1749, pocos meses antes de su muerte, y aquella edición pionera, culminada en 1845. Si la gestación de la obra se dilató durante al menos década y media, otro tanto sucedió con su publicación, cuya noticia más antigua se remonta al año 1818.
El suizo Hans Georg Nägeli, que había estado también detrás de la primera edición de El clave bien temperado en 1801 (increíble, pero cierto), redactó en el mes de junio un breve texto, publicado el 26 de agosto de 1818 en la Allgemeine musikalische Zeitung, que decidió encabezar proféticamente con este titular: “Anuncio de la más grande obra musical de todos los tiempos y todas las naciones”. La partitura no vería la luz, sin embargo, simultáneamente en Zúrich y en Bonn, hasta 15 años después, y lo hizo de forma parcial, ya que en 1833 visitó la imprenta únicamente el primero de esos cuatro bloques en que Bach dividió su manuscrito, integrado por las dos secciones iniciales del Ordinario de la misa (el Kyrie y el Gloria) y que su autor había encabezado simplemente, en la mejor tradición luterana, con la palabra latina Missa. Tras el fallecimiento de Nägeli en 1836, las tres partes restantes serían publicadas en 1845 por su hijo Hermann, casi un siglo después de que el largo empeño de Bach llegara a su fin. Beethoven, por ejemplo, sabía de la existencia de la obra y conocía el bajo descendente cromático, incesantemente repetido, del Crucifixus, pero sus dos intentos de conseguir una copia completa de la partitura a fin de estudiarla en plena gestación de su propia Missa Solemnis fueron infructuosos. Para él, como para el mundo en general, la Misa en Si menor de Bach seguía siendo todavía terra incognita.
Hans Georg Nägeli, al igual que el barón Gottfried van Swieten, que había inoculado en Mozart la pasión por la música de Bach cuando apenas nadie sabía de su existencia, era un apasionado del contrapunto imitativo. A él se refieren inequívocamente las dos últimas palabras con que bautizó su serie Obras musicales en estilo estricto, que era como decir, a la italiana, en stile antico, y que acogió tanto El clave bien temperado como El arte de la fuga. Ello le llevó a comprar el manuscrito de la misa de Bach en 1805 a Anna Carolina Bach, hija de Carl Philipp Emanuel, a quien había pasado tras la muerte de su padre. En el inventario post mortem de sus bienes aparece identificada como “la gran misa católica”, un adjetivo este último que conviene entender no como una adscripción a un rito concreto, sino como un sinónimo de “universal” e incluso, en un sentido metafórico, “intemporal”.
Aquel reclamo comercial de Nägeli, acogido con un “interés limitado”, llama la atención no solo por su título superlativo, que traducía al alemán una expresión de larga raigambre ciceroniana (aunque raramente aplicada individualmente), sino por su contenido, ya que a continuación describe la obra que acabaría bautizando como Hohe Messe, el equivalente alemán de la missa solemnis latina, como una composición “que supera a sus obras anteriormente impresas en contenido y alcance, pero sobre todo en la grandeza de su estilo y la riqueza de su invención. (...) Es una misa a cinco voces con gran orquesta. (...) Desde un punto de vista técnico, contiene en 27 extensos movimientos todos los tipos de arte contrapuntístico y canónico con la perfección siempre admirada en Bach”. Admirada —hay que recordar— por los pocos elegidos que conocían entonces la música del compositor.
Lo que no podía saber Nägeli, y lo que tardaría mucho tiempo en saberse (y seguimos sin tener respuesta para todos los interrogantes), es que Bach no compuso originalmente su misa ni como un todo, ni en un único momento temporal, ni con vistas a su interpretación inmediata, ni con música escrita ex novo, sino que lo que hoy se tiene por una creación unitaria nació mediante la acreción de distintas capas, a lo largo de un período de tiempo que debió de oscilar entre los 15 y los 25 años —según cuál sea el criterio de medida utilizado— y mediante el recurso de una reutilización sistemática de músicas anteriores del propio Bach, tanto sacras como profanas: la que había ensalzado a un monarca, por ejemplo, servía ahora para glorificar a Dios. En la última página del Dona nobis pacem, bajo la palabra Fine, Bach añadió las siglas D S Gl, es decir, Deo Soli Gloria.
El alfa de todo el largo proceso de gestación de la Misa en Si menor (la tonalidad de solo cinco de sus 27 secciones) fue un juego completo de partes vocales e instrumentales del Kyrie y el Gloria copiadas por él mismo, su mujer, dos de sus hijos y un alumno, y que envió el 27 de julio de 1733, “con su más sumisa devoción”, como se lee en la cubierta, al flamante nuevo rey de Polonia y elector de Sajonia, Federico Augusto II, de quien esperaba “tuviera a bien” concederle la gracia de un título de su Real Capilla. Nada hace pensar que aquellas partituras llegaran siquiera a utilizarse. El omega, la transformación y revisión de músicas anteriores para dar forma al Credo (en el manuscrito, Symbolum Nicenum, de nuevo conforme a la práctica luterana), el Sanctus y el Agnus Dei, completando así, con un dechado de simetrías estructurales, las cinco secciones del Ordinario de la misa, una tarea que debió de ocupar a Bach durante varios meses de 1748 y 1749, cuando el declive de su salud y sus problemas oculares hacían presagiar un final cercano. Lo que nació, por tanto, como un obsequio interesado, pragmático, apegado a la vida, acabó por convertirse en un testamento espiritual, una summa theologica, un compendio de todo el saber —casi científico— que había logrado acumular en la antesala de su muerte. No en vano Haydn, que sí tuvo acceso a una copia de la Misa en Si menor, se refirió a Bach como “el hombre de quien procede toda la auténtica sabiduría musical”.
La mejor manera de escuchar la Misa en Si menor, una música en la que el Bach religioso y el profano resultan, más que nunca, indistinguibles, es ubicándola fuera del tiempo, desvinculada de un lugar concreto y de un credo exclusivo o excluyente. Que vengan a interpretar a Madrid —secularmente católica— esta obra compuesta por un ferviente luterano un grupo integrado por cantantes e instrumentistas mayoritariamente japoneses dirigidos por Masaaki Suzuki —en su país priman entre los creyentes el sintoísmo y el budismo— reforzará aún más si cabe su intrínseco carácter ecuménico. Entendida así, desde estas premisas generales y las particulares de un Bach con un pie ya fuera del mundo, decidido a entroncarse en la gran tradición polifónica de sus antecesores y a regalar generosamente al mundo sus conquistas, la pregunta inicial pierde por completo su razón de ser.
Babelia
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