El gran agitador del flamenco madrileño
Vicente Martínez ‘El Piños’, que falleció a los 77 años, reunió en sus legendarias ‘Las noches del Mago’ a aficionados y artistas como Enrique Morente, Carmen Linares o Pitingo
Este miércoles 21 de septiembre falleció en Madrid víctima de un cáncer Vicente Martínez El Piños (Ciudad Real 1945). Este carismático agitador de la vida cultural de Madrid fue el impulsor de Las noches del Mago, unos encuentros de flamecólicos, músicos y aficionados al flamenco que se daban cita todos los miércoles desde principios de los años 90 en diferentes locales del barrio madrileño de Malasaña. La lista de artista que por ahí pasaron es interminable y abrumadora: Enrique Morente, Carmen Linares, Pepe Habichuela, Rafael Riqueni, Los Delinqüentes, Pitingo… Todos iluminaron con su arte estas noches que Vicente organizaba.
Tenía que ser un miércoles, precisamente un miércoles, cuando la muerte, maldita canalla, le vino a buscar. Hay hombres que dejan viuda a la esposa y huérfanos a los hijos, Vicente El Piños nos ha dejado viudos y huérfanos a muchos, a muchos más, a muchísimos más, a todos aquellos que incluso ignorando su existencia, miran sin saber por qué a los luchadores de barrio, a los desprendidos que no esperan retornos, a los impulsores incógnitos de la cultura popular. Porque Vicente era la representación en carne y sombrero de todo eso: del activismo justo, de la noche mágica, de la música celestial, del amor a la charla, a la reunión y a la risa y al buen humor y al flamenco y a los amigos y a los buenos ratos.
Da igual que no conocierais a Vicente El Piños, porque también a vosotros se os ha marchado, como Enrique Morente, como Juan Diego, como Nicolás Dueñas… como tantos otros que han ido dando sentido a nuestras almas ansiosas de vida y que rodearon y acudieron a la suya sin necesidad de que nos reclamaran.
Mil y una noches o más o muchas más o muchísimas más, entre magos, pero sin trucos de por medio. Desde la calle Velarde, brujuleando por ese Madrid que siempre se ha resistido a rendirse, aposentando los encuentros de un local a otro, pero siempre con el mismo espíritu, el mismo objeto: reunir entorno a la charla y al flamenco a una multitud de fieles que, dando rienda suelta, espontáneamente, a su magia inconsciente hicieron que encuentro tras encuentro, esa cofradía de devotos de la alegría se fuese convirtiendo en una leyenda urbana verificada y constatable.
Vicente ya tenía la voz tan cascada como la vida, pero no hace falta mucha voz para decir cosas maravillosas ni para que te escuchen quienes prefieren prestar oídos a los buenos, por eso siempre estaba rodeado y bien rodeado. Por él pasó todo lo que tenía que pasar y todo dejó la huella que debía, la buena y la mala: hasta que la erosión ha roído el hueso y ya no ha encontrado nada más donde rascar.
Y la reserva, porque no se sabe de ningún grande que no haya sido discreto, porque la arrogancia casi siempre suele ser la máscara de los miedos o el fortín que acorrala las carencias, quizás por eso este Vicente nuestro, el de todos, no andaba por la vida contoneándose, más bien todo lo contrario, más bien alistado a la facción de los que no quieren figurar, incrustado siempre en esa discreta segunda línea, allí al fondo, como el horizonte.
En esta travesía última, Vicente El Piños se cruzará con el vaporcito del puerto, pero en esta ocasión, los grandes mercantes sonarán la sirena al verlo pasar a él.
Babelia
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