El Rock in Río esquiva la campaña electoral y confirma su vocación de espacio para la evasión
Coldplay, Dua Lipa, Green Day y Ludmilla destacan en una edición a la que asistieron más de 700.000 personas en siete días
Por primera vez en sus 37 años de historia, el Rock in Río, el mayor festival de música de Latinoamérica, se celebró en plena campaña electoral. Con Brasil dividido entre partidarios de Lula y de Bolsonaro, la organización temía por la politización del evento, hasta el punto de que días antes avisó de que no permitiría que candidatos subieran a los escenarios y avisó a artistas y patrocinadores de que había que cumplir la ley electoral. Los temores no se confirmaron. El festival, por el que pasaron más de 700.000 personas en siete días, fue un refugio para la evasión donde la música fue la principal protagonista.
Los grandes nombres internacionales del cartel obviaron el clima de tensión que empieza a tomar Brasil, y la mayoría de asistentes lo agradecieron: “Vemos las cosas calentándose cada vez más, los ánimos aumentando mucho, así que creo que esto es un momento de diversión, no creo que sea el mejor momento para politizar. Pero cualquier manifestación es válida, no lo voy a criticar”, decía la noche del domingo Junior Souza, funcionario público de Brasilia que estaba loco de ganas por sumergirse en el concierto de Dua Lipa.
Poco antes de que la cantante británica subiera al escenario, la brasileña Ivete Sangalo sí hizo una declaración política sutil, pero muy esperada. Después de criticar las armas y hacer un discurso a favor de la diversidad y la libertad, proclamó: “Está llegando un nuevo tiempo (…) ¡el día 2 (de octubre, fecha de la primera vuelta) lo vamos a cambiar todo!”. No era poca cosa para una artista que, a pesar de ser de las más queridas del país, lleva unos años siendo criticada por no posicionarse políticamente.
De hecho, fue de los pocos discursos de carácter político, el resto fueron mensajes más o menos subliminales: Ludmila, en un aplaudido concierto en el que reivindicó el título de ‘reina de la favela’, tuvo tiempo para rescatar la camiseta de la selección brasileña, que en los últimos años fue apropiada por la derecha, y pidió al público “hacer la ele”, el gesto con la mano con el que se declara apoyo a Lula. Al margen de eso, y de las palabras de artistas más críticos como los raperos Emicida y Racionais, la politización del festival se quedó en los cánticos ‘Fora Bolsonaro’ o ‘Lula, Lula’ ya esperados en las grandes concentraciones de pop o MPB (Música Popular Brasileña).
El festival será recordado por conciertos como el de Coldplay, que a pesar del incordio de la lluvia formó un mar de luces de colores repartiendo pulseras de led a su legión de fans, o el de Green Day, que estuvieron entre lo mejor de la oferta de pop-rock del cartel. También fue muy celebrada la aparición casi mesiánica de Justin Bieber, después de intensos rumores de que iba a cancelar el concierto. Otros quedaron algo deslucidos: Axl Rose llegó a pedir disculpas por la mejorable presentación de Guns N’ Roses y Avril Lavigne tuvo problemas de sonido.
Para muchos de los asistentes, eso poco importaba. El festival, que ocupa el gigantesco recinto del parque olímpico de Río, es también un gran parque de atracciones en el que a veces parece que los conciertos son apenas el telón de fondo, un hilo musical. Una tirolina frente al escenario principal, una noria y montaña rusa, un pabellón entero para los amantes de los videojuegos y otro con un musical estilo Broadway sobre la Amazonia son sólo algunos de los cientos de estímulos extra. Los patrocinadores del evento cuentan con sus propios stands, donde jóvenes como Stephanie Quintanilla no tenían problema en esperar hasta hora y media de cola para hacerse una foto en un ‘espacio instagramable’ o recibir como regalo una crema hidratante. “Me he perdido varios conciertos, hay que saberlo administrar. Pero es lo que me gusta de aquí, vas mezclando conciertos y experiencias. Los regalitos son la guinda del pastel”, decía encantada la joven.
El festival, pensado para todos los públicos y con una organización exquisita teniendo en cuenta su tamaño colosal, tiene mucho de aspiracional, y elementos clave en otros festivales, como el alcohol, por ejemplo, son algo muy secundario. “Falta bebida, no hay nada más que cerveza”, se lamentaban Natalia Reis y su grupo de amigos. Ni rastro de la icónica caipirinha.
Otro cantar es lo que ocurre dentro de la enorme zona VIP, con capacidad para casi 3.000 personas y entradas a 2.800 reales (540 euros) la noche, que es un poco más del salario medio en Brasil. Aun así, la demanda por acceder a este espacio privilegiado es tal que hay varias salas VIP dentro de la VIP principal, con diferentes grados de exclusividad.
Aunque el común de los mortales puede entrar en el festival con comida, dentro del recinto había personas dispuestas a pagar 55 reales (casi 11 euros) por un cuenco de palomitas. No son pocos los que endeudan o pagan a plazos, algo muy común en Brasil, con tal de vivir la experiencia. La ciudad de Río lo agradece. Según un estudio de la Fundación Getúlio Vargas, el festival genera 28.000 empleos directos y supone una inyección de 1.700 millones de reales (casi 330 millones de euros) a la economía local.
Babelia
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