Una reina poco melómana
Isabel II saludó a los cantantes más famosos de su tiempo. Pero no disfrutaba su música
Hubo una anomalía cuando los cuatro Beatles recibieron sus condecoraciones como Miembros de la Orden del Imperio Británico en 1965. Entre el escándalo por premiar a los “melenudos”, pasó desapercibido el detalle de que se ignorara al entonces conocido como “quinto Beatle”, su mánager y descubridor Brian Epstein. No fue un olvido: durante los preparativos, alguien mencionó que Mr. Epstein era un reconocido homosexual y su nombre se eliminó; hasta 1967 sus actos tenían consideración de delito. Que conste que eso no equivale a atribuir automáticamente homofobia a Isabel II: la lista se confeccionaba en la oficina del Primer Ministro, entonces Harold Wilson.
Los Beatles no rechistaron. No hay mención al desaire en Her Majesty, la irreverente canción-miniatura que Paul McCartney le dedicó al final del LP Abbey Road. Podemos suponer que Isabel II ni se enteró. Sus gustos musicales iban por otros derroteros: como es habitual, sus canciones favoritas pertenecían a su juventud e incluían sentimentalismo patriótico (The White Cliffs of Dover, de Vera Lynn) y piezas de musicales (Oklahoma, Annie Get Your Gun) que triunfaban durante su noviazgo con Philip Mounbatten, el futuro duque de Edimburgo. Para bailar en rincones obscuros, preferían el Cheek to Cheek del gran Fred Astaire.
Lo más moderno era Sing, compuesta por Andrew Lloyd Webber y Gary Barlow, ex cantante principal de Take That, para celebrar el Jubileo de Diamante de la Reina en clave de nostalgia imperial, con músicos y cantantes africanos y gaiteros militares. No se asusten: Lizabeth y Felipe también adoraban Hallelujah, el himno bíblico-amoroso de Leonard Cohen.
Los años de gloria del Swinging London hubieran pasado desapercibidos para Isabel II de no ser por la intensa vida social de su hermana, la veleidosa princesa Margarita, casada con el fotógrafo Tony Armstrong-Jones. Por la profesión, la pareja se integró en la aristocracia pop. Al inicio, se portaron con prudencia: si alguien estaba fumando hachís en una fiesta, ellos se largaban inmediatamente. Con el tiempo, abandonaron esos prejuicios sobre las sustancias prohibidas. También se lanzaron al vórtice de la promiscuidad. Cabe imaginar el sofoco de la reina: “¿pero quién es ese Mick Jagger que dicen que se cita con Maggie?”.
Fue en 1976 cuando el rock chocó con la institución monárquica.
God Save the Queen era un regüeldo de los emergentes Sex Pistols, donde se afirmaba que la Reina “no es un ser humano” y que encabezaba “un régimen fascista”. Coincidió con el Jubileo de Plata de Isabel II y el establishment británico perdió los papeles. A pesar de vetar su radiación y su hueco en grandes almacenes, fue seguramente el disco más vendido de la semana, pero se borró de las listas, como si no existiera. Típicamente, John Lydon, entonces conocido como Johnny Rotten, adicto a ir a la contra, ha ido endulzando su visión de la monarca, disculpándose por vituperarla cada vez que los Pistols se reúnen.
No parece que veamos tales cambios de chaqueta con Morrissey. Desde los tiempos de los Smiths, el cantante de Manchester ha sugerido soluciones jacobinas para acabar con los Windsor. Menos sanguinario, David Bowie simplemente ha rechazado las ofertas de títulos honoríficos recibidas desde el Palacio de Buckingham. Eran de las pocas voces que clamaban en el desierto.
Cuando se han conmemorado con conciertos los siguientes Jubileos, se han apuntado todo tipo de artistas, desde los triunfitos locales a históricos tipo Paul McCartney. Sin embargo, no se puede afirmar que Isabel II los disfrutase: en cuanto subían los decibelios, se colocaba discretamente sus tapones para los oídos. Y se marchaba refunfuñando, al ver los destrozos causados por la multitud en sus amados jardines.
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