Attilio, el autor de 99 años que inventa y dibuja historias para niños
El maestro de la ilustración italiana sigue publicando obras para lectores casi un siglo más jóvenes que él. “Escribo para el niño que fui hace muchísimo tiempo”, asegura
Attilio Cassinelli ha vivido la Segunda Guerra Mundial e incontables crisis económicas. La mayoría de sus lectores, en cambio, no sabe ni qué significan esas palabras. El escritor lleva casi un siglo en el planeta: le falta justo un año para cumplirlo. Sus fans, al revés, acaban de llegar al mundo. Él lo ha visto casi todo. Ellos, casi nada. Aun así, el señor muy mayor y los señores muy pequeños se entienden de maravilla. Tanto que Cassinelli sigue a sus 99 años (Génova, 1923) creando y dibujando libros infantiles que el público devora. “No escribo para ellos, sino para mí, para el niño que fui hace muchísimo tiempo. Si la cosa sigue funcionando, tal vez sea porque los niños no han cambiado mucho o porque, al menos de jovencitos, tenemos algo que nos hace iguales a todos”, asegura el autor en un correo electrónico. Su talento, eso sí, supera cualquier comparación.
Las pruebas sobran: más de 200 obras publicadas, traducidas a una quincena de idiomas —en castellano, catalán y euskera le edita Edebé—. Más de cinco décadas de carrera, celebradas en 2020 con la primera muestra que la Galería de Arte Moderno y Contemporáneo de Roma dedicó a un ilustrador. Cuando Attilio —su nombre artístico, sin el apellido— visitó por primera vez la Feria del Libro infantil de Bolonia, a España aún le quedaba casi una década de franquismo. Era 1966 y aquel dibujante desconocido colgaba en un pequeño stand su primera obra, La casa en el árbol. Medio siglo después, el mismo evento le dedicó un gran homenaje. Porque, mientras tanto, Attilio se había convertido en un maestro.
“Realmente no sé cómo debe ser un buen libro para niños. Solo puedo decir que siempre he buscado la ligereza y la síntesis. Creo que las cosas sencillas son más fáciles de llevar”, asegura. Para comprobarlo, basta mirar sus obras. Trazos limpios y concisos, colores brillantes, una pincelada de humor. Las palabras son pocas, en mayúsculas. A veces, incluso desaparecen. Y, así, los dibujos abrazan toda la página y al propio lector. “Poeta en imágenes”, le han bautizado algunos. “Creo que cada cuento debe incluir una pausa, un respiro hecho solo de una atmósfera, o un silencio. Y me gusta pensar que un vacío permite al niño imaginar una parte de la historia”, defiende Attilio. Por ejemplo, de dónde salió la cabra que se come las hojas de los ratoncitos Titta y Neo. O qué se le ha ocurrido a Bob el perro para ayudar a Pericles el gato a encontrar un tesoro.
Attilio se fía de la inteligencia de sus lectores. Al fin y al cabo, les unen muchos años de alegrías. Aunque, a la vez, sus historias les cuidan. “En las tramas entran siempre argumentos primarios tangibles, como la naturaleza, los animales, los árboles, la amistad o merendar juntos. La vida del campo, la que prefiero”, explica el autor. En ocasiones, adapta a su estilo clásicos como Caperucita Roja, Los tres cerditos o Los músicos de Bremen. O sus célebres ilustraciones de Pinocho. En otras, crea desde cero fábulas y dibujos. O juegos de mesa, dominós y hasta un zoo de papel. Es probable que muchas de sus obras hayan descubierto un nuevo mundo a unos cuantos lectores. Pero él lo relativiza. “Nunca lo había pensado, e intentaré seguir sin hacerlo. De todos modos, espero no haber arruinado a ningún ser humano en su primera lectura”, responde. Por si no estuviera clara la ironía, el propio correo lo remarca entre paréntesis: “Se ríe”.
Sus libros, en realidad, han recibido decenas de reconocimientos. Attilio confiesa que le gustan, los agradece: “Me hago el modesto, pero me pongo contento”. Todavía recuerda cuando, después de una cirugía complicada en los ochenta, una clase de niños de Sicilia le envió dibujos, cartas y un regalo, para amenizar su convalecencia: “Me hizo sentir importante”.
Desde luego, lo es. Para sus lectores. Y para toda la ilustración italiana. Huérfano de madre, Attilio empezó trabajando en un banco, por deseo de su padre. Pronto, sin embargo, se fugó hacia la pintura. También fue diseñador gráfico de publicidad, aunque, según él, el camino siempre estuvo claro: “No creo que haya elegido. Ha sucedido, simplemente porque nunca he dejado de dibujar. De pequeño, antes de la guerra, durante, después, desde los cincuenta hasta hoy. Y una serie de combinaciones hizo de la literatura infantil mi oficio”.
En ello continúa. Aunque, desde hace un tiempo, le ayuda su hija, Alessandra. Él sostiene que antes podía apañárselas solo, pero el mundo editorial se ha vuelto “más complejo”. Aun así, nada frena sus ganas de inventar historias. “Sustancialmente, porque es divertido. En la tele echan siempre las mismas películas. Además, la relación con tantos niños y profesores que me rodean me resulta estimulante. Es una forma de mantenerme joven”, afirma. Parece uno de sus cuentos: érase una vez un hombre de casi un siglo que todavía aprendía. Y unos maestros de dos o tres años, que tenían muchísimo que enseñar.
Babelia
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