Blanca Andreu, la poeta que triunfó a los 20 años y prefirió desaparecer: “Me halaga que me crean muerta”
La autora, que se alejó de la fama después de ganar los premios más importantes en los ochenta, habla desde su retiro del proceso creativo, de su relación con Juan Benet y su vida fuera de los focos: “Yo no sabía que la gloria era dar la cara”
Pocos años antes de morir, la madre de la poeta Blanca Andreu (A Coruña, 62 años) le preguntó a su hija por una foto que Andreu estaba ampliando a toda pantalla en su ordenador. “¿Quién es esa chica tan fea?”, preguntó. Era ella, la propia Blanca Andreu. “Pero tenía razón: la foto era espeluznante”, dice. Se disculpa por no acceder a ser fotografiada. “De ninguna manera, no insistas”. No por fea, como dijo su madre al fin y al cabo por una mala foto. Pero triunfó a los 20 años, su cara salió en todos los medios, la conoció todo el mundo en su esplendor, y el tiempo ha pasado. “No me obsesiona la pérdida de la juventud o de la belleza, yo por dentro tengo 17 años. Pero vamos, que no quiero foto, de ninguna manera”.
Este artículo, escrito tras dos semanas de conversaciones telefónicas con Blanca Andreu, tiene muchas aristas. Relacionadas con su escasísima obra a cuentagotas que, desde su primer libro, ha convertido a Andreu en una de las poetas más importantes y reverenciadas en español, cuyos dos últimos poemarios son de 2001 y 2010 (“uno de ellos fallido, lo hice por la pasta de un premio”). Relacionadas con su profunda cultura y su manera de entender el arte (“creo en la musa, no en la poesía de abierto 24 horas, como los de la poesía de la experiencia de Luis García Montero”). Relacionadas con el amor y el luto tras su matrimonio con Juan Benet, probablemente el novelista español más influyente de la segunda mitad del siglo XX. Y unas aristas relacionadas, por último, con la soledad y el ostracismo voluntario de una chica que revolucionó la literatura en los años ochenta y hoy vive en una pequeña casita junto al mar, en Orihuela, retirada de cualquier vida pública: “Hace muchos años me llamó una periodista catalana y me confesó que sus amigos creían que estaba muerta. Me sentí halagadísima. Creo que no hay mayor elogio para un poeta”. De fondo, cuando habla, se escuchan el mar y los ladridos de su perro, Kimball O’Hara, nombre completo del protagonista de la novela de Rudyard Kipling Kim.
La fama de Blanca Andreu estalla en 1980. Un día, en época de exámenes, Andreu, estudiante gallega de segundo curso de Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid, tiró a la papelera todos los poemas que había escrito en las últimas semanas. Estaba exhausta. No había estudiado nada, y su obra la veía “horrorosa”. Un amigo suyo (¿Francisco Umbral? “Prefiero no decir el nombre de ese amigo”) pidió permiso para cogerlos y leerlos. La chica, pálida, delgada y guapa, le dijo que hiciese lo que le diese la gana. Ese amigo leyó deslumbrado los poemas, los ordenó y les puso un título, De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall, para enviarlos a espaldas de su autora a uno de los premios de poesía en castellano más prestigiosos del mundo, el Adonáis, de Ediciones Rialp. Un miembro del jurado llegó a pedir que se retirase el poemario del concurso porque estaba hecho “una porquería”, según le contaron a la propia autora, “con manchas de café y de todo”. Pero al final, Luis Jiménez Martos, José García Nieto, Claudio Rodríguez, Rafael Morales y Rafael García García le dieron el premio por ser “audaz, muy imaginativa en la palabra, valiente en el lenguaje y creadora de un mundo poético que parece pertenecerle a ella sola”. El poemario exhibe un surrealismo desatado e insólito en España entonces. Más de 40 años después, está considerado como uno de los libros capitales de la poesía en español.
Así fue como Blanca Andreu se vio a los 20 años en la cima de un mundo al que se había consagrado desde adolescente, al punto de enfadarse cuando a otros les gustaban los mismos poemas, o los mismos autores, que a ella. “Me sigue pasando”, dice. “El otro día vi a una petarda en una red social colgando un pasaje que me encanta de Virginia Woolf y diciendo que se parecía a lo que escribía ella, y yo pensé: ‘A ti te deberían hacer un test antes de venderte un libro de Virginia Woolf”. De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall convirtió a su autora en una estrella. Periódicos, televisiones, tertulias literarias: todo el mundo quería conocer a la magnética Blanca Andreu. José Hierro le dijo que ya podía dormirse en los laureles, “total, siempre te van a decir que como el primero, ninguno”. “Amor entre la gracia y el crimen, / como medio cristal y media viña blanca, / como vena furtiva de paloma: / sangre de ciervo antiguo que perfume / las cerraduras de la muerte”, escribe en ese libro.
“A mí el título, cuando lo vi, me dio vergüenza. ¿Una niña de provincias? Yo tenía 20 años, ya era una señora”. El título se debe a que ella, cuando vivía en la calle Diego de León de Madrid, iba mucho a las exposiciones de la Fundación March, y allí compraba cartelería. Por ejemplo, un cartel con un cuadro del pintor Marc Chagall que tenía colgado en el saloncito de aquel piso. El éxito, dice, reventó su vida. Para bien y para mal. “Yo no sabía que la gloria era dar la cara”, lamenta.
Pregunta. Su nombre estuvo en todas partes por algo que había tirado a la papelera.
Respuesta. Yo ese año pasé muchísima vergüenza porque me había desnudado por completo en esos poemas y los estaba leyendo mucha gente. Pero gente que no se enteraba de nada: ventajas del surrealismo.
P. ¿Por qué sobrevive ese libro?
R. Porque está escrito con sangre.
P. ¿Por qué sobrevivió usted, tan conocida de repente y tan joven, en el Madrid de primeros de los ochenta?
R. Porque yo era una marciana dentro de la Movida. Como ese libro de Oliver Sacks tan bonito, Un antropólogo en Marte. No entendía nada. Conocía a todo el mundo porque me llevaban de aquí para allá, pero yo ni siquiera escuchaba pop, yo escuchaba a Schubert. Y me dedicaba a leer poesía. Tenía una obsesión enorme con la poesía. En cuanto a las drogas, fumaba mucho hachís. Ni cocaína ni heroína.
Andreu, que ya había ganado con 14 años un concurso nacional de relatos de Coca-Cola, publicó después de De una niña de provincias… el libro Báculo de Babel (Hiperión, 1982). En ese espacio, entre 1980 y 1982, ganó los premios Adonáis, el Gabriel Miró de Cuento Corto por el relato La casa era una yegua antigua y buena, el premio mundial de Poesía Mística Fernando Rielo y el Premio Ícaro de Literatura. Mantuvo al principio de ese tiempo una relación inestable con Francisco Umbral que terminó mal y dio origen a un término que ella utilizó después para referirse a él (“yo no fui musa de Umbral. La musa de Umbral es su infame avilantez”) y que luego recuperó Arturo Pérez Reverte en sus disputas con el escritor. Había dejado ya los estudios. Encabezaba una generación a la que llamaron los postnovísimos. Y un día de esos años alborotados, en 1982, un coche (“un Daimler impresionante, a Juan le encantaban los coches”) se paró en la calle y de él bajó su amigo Vicente Molina-Foix con Javier Marías y Juan Benet, uno de los más grandes novelistas españoles del siglo XX, autor de Volverás a Región o Herrumbrosas lanzas. Molina-Foix los presentó. “Juan, de entrada, intimidaba. Me lanzó una mirada desde arriba. Pero Vicente me dijo después que esa misma noche empezó a indagar sobre mí”.
Benet tenía entonces 55 años; Andreu, 23. “De edades no me gusta hablar”, dice, “y de puritanismos, tampoco”. Se casaron en 1985 y vivieron juntos ocho años, hasta que Benet falleció. En 2010, Blanca Andreu escribió al blog de Juan Pedro Quiñonero, Una temporada en el infierno, para puntualizar varias cosas sobre Benet. “Era un hombre capaz de tener a 40 personas riendo sin parar a lo largo de cinco horas. Todos los que conocieron su humor sostienen —y me incluyo— que es el hombre más gracioso y de humor más loco e irresistible que ha habido en el mundo (…). En lo más profundo de los hechos y en lo más hondo de las personalidades, este fue el amado y temido Juan Benet: un cordero entre lobos. (…) No sólo era ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, sino uno de los dos únicos Colegiados de Honor del Colegio de Ingenieros de Caminos de Madrid, que le reconoció su valía. No sólo poseyó unos vastísimos conocimientos literarios, sino científicos, y tal vez esos conocimientos, aplicados a la literatura, sean los que aparentemente la lastran aunque en realidad la enriquezcan. Sus conocimientos de física hidraúlica le permitieron intervenir en la construcción de 17 grandes presas, siendo la última de estas, la presa de Santa Uxía, primera presa de Europa de hormigón compactado y segunda que se construyó en el mundo. Un ingeniero de caminos de ese grado por fuerza debe abarcar no sólo grandes conocimientos matemáticos y estructurales, sino geológicos (como se demuestra en Volverás a Región). Y en el caso de Benet se completaban con los geográficos, antropológicos, linguïsticos e históricos. Por no hablar de su enorme memoria musical”.
P. ¿Usted sigue escribiendo cuando conoce a Benet?
R. Juan era muy crítico y además hacía parodias de teatro y de todo, también de sí mismo. Yo tengo la sensación de que a Juan lo que yo había escrito no le gustaba. Nunca me lo dijo, pero a él le gustaba muy poca poesía. Y a lo largo del tiempo él me iba dejando cosas, me decía “lee esto” o me recitaba unos versos de alguien, y eso me fue cambiando la estética.
P. ¿Se bloqueó?
R. Al principio, porque yo lo que escribía eran poemas de amor y a Juan no se le podían escribir poemas de amor: me los habría tirado a la cabeza. Era muy pudoroso. Yo siempre había escrito con mucha desesperación amorosa. Y con Juan la desesperación se acabó, ya no me dolía el amor ni su falta.
P. Con él sólo publicó Elphistone (Visor, 1988). Pasó seis años sin publicar.
R. Estuve bloqueada hasta ese tercer libro. A veces intentaba escribir poesía, pero encargándomela a mí misma. Eso no funciona. Yo creo en la musa. Recuerdo un día que me pasé toda la tarde para hacer cinco o seis versos con todos los elementos que los hacían funcionar. Cuando llegó Juan, le dije: “Mira esto”. Lo leyó, tiró los folios por el aire y me dijo: “¿Con esto a quién quieres engañar?”.
P. Qué duro.
R. Pues claro. Pero lo mejor es que te traten con dureza. Por eso yo no quiero publicar. Porque nadie me puede decir: “Oye, esto es una birria”.
P. Hay cosas que le parecen mal a unos, y le parecen bien a otros de tanta valía como los primeros.
R. Él tenía razón. Un poema respira o no respira, no hay término medio. O es un poema o es un artefacto escrito con la cabeza. Sin embargo, algo escrito desde la inspiración es otra cosa. Hay poemas primitivos de la lírica griega que están vivos, que parecen haber sido escritos ayer. Eso se ve con los grandes poetas. Y, además, como decían los romanos, de vez en cuando Homero dormita.
P. ¿Volvió a enamorarse después de Juan Benet?
R. No es que me volviera a enamorar. Es que cuando murió Juan me quedé tan sola, tan debilitada... Recuerdo cuando vivía en la plaza de Pontejos en Madrid. Iba a comprar a la charcutería que estaba al lado de la Plaza Mayor y el chico del charcutero me decía: “¿Te has cortado el pelo?”. Y yo ya pensaba: “Ay. ¿Le gustaré? Ha visto que me he cortado el pelo, se fija en mí”. No era un enamoramiento, era un estado de necesidad brutal. Pero después de Juan... Sí, he tenido algo. Pero, bah, pesca de bajura.
P. …
R. Es muy difícil después de haber estado con alguien como él. Era tan inteligente. Era un hombre con el que no había que negociar nada. Muy dominante. Pero no machista, en absoluto. Era dominante porque mandaba sobre un montón de gente cuando hacía obra pública y en el mundo cultural era la estrella de verdad. Su muerte [en 1993] me incapacitó durante años. Para escribir, para hacer bolos, que es lo que da dinero. Luego se contó que yo me había retirado porque me fui a vivir a Coruña, y me fueron dejando de llamar.
En 1994, durante una entrevista con EL PAÍS, Blanca Andreu contó que sobrevivía “malamente”, por ejemplo con unas sustituciones de radio “por dos duros”. “Tengo algunas salidas: si las cosas me van mal, muy mal, emigro a Galicia. Mis padres tienen una casa en A Coruña que me dejarían”. Las cosas, en efecto, fueron muy mal, y Blanca Andreu terminó viviendo en la casa familiar hasta que sus padres fallecieron y ella y sus hermanos (eran cinco, viven tres) la vendieron. En Orihuela, donde pasó parte de su infancia porque su padre, pediatra, tenía allí consulta, ha comprado una casa con jardín y piscina, a un kilómetro del mar. “Lo normal es que los poetas tengan otra profesión. Muchos de ellos dan clase, o trabajan en una editorial o en prensa. Yo no. Pero no me quejo, porque cuando necesito dinero me llueve del cielo. Una colaboración, un artículo, un prólogo, algo… Durante unas vacaciones en Grecia pensé: ‘Se ha acabado, ahora sí que no hay más’, y antes de 15 días me llamó Beatriz Pécker, una jefa increíble, para una colaboración con ella en la radio que me duró hasta que Zapatero prejubiló a todos los mayores de 50 de RTVE”. De joven le llegaron a ofrecer una columna en EL PAÍS. “Fue Juan Luis [Cebrián, director entonces del diario]. Yo la rechacé porque no tenía ganas de hacer el ridículo. Ahora sí que tengo muchas opiniones, pero en ese momento no tenía ninguna”.
“Encima de mis heridas yo descubro una tela desventurada y ocre, / rasgada de enemigos, / o una palabra emborrachada por el lacre. / Pero cuando me duerma / ya no te querré”, escribe Andreu en su poema Cinco poemas para abdicar. ¿Cómo define su poesía? “Los poetas de verdad son originales y son inetiquetables. Yo no soy poeta siempre, no soy poeta de guardia. Creo en la poesía como un rapto. Hay una escena muy bonita en uno de los diálogos socráticos en que está Sócrates dialogando con sus discípulos, con su mayéutica habitual, y tenía la cabeza tapada por una manta. Dice Platón: ‘De pronto se quitó la manta de la cabeza, y le arrebataron las musas’. Y en ese momento, Sócrates empieza a contar que el alma es como un carruaje conducido por dos caballos. La escritura poética es eso, quitarse la manta de la cabeza y que te arrebaten las musas”. Ya no la llaman para congresos de poesía femenina. En 2001 dijo: “Yo no creo en la poesía femenina. Se escribe con el cerebro, que no es un órgano sexuado. Cuando he vislumbrado que lo que escribo podría llamarse así, he pensado en esas poetisas de zapato plano a las que siempre abandona el novio”.
P. ¿Cómo es su día a día?
R. Yo soy muy solitaria. A mí la soledad me encanta. Esta mañana he estado cuidando el jardín. También me he bañado en la piscina. Luego me puse a cortar ramas. Y he estado estudiando unas piezas fáciles del barroco. Tengo aquí un teclado.
P. Toca el piano.
R. Lo aporreo. Pero me gusta mucho estudiarlo. Sobre todo coger partituras y sacar de ellas lo que hay dentro, que a veces lo reconozco. He sacado al perro, hemos dado un paseo hasta el parque. Una vida muy plácida. Y leo. Ahora mismo estoy leyendo un libro de la Woolf, que es el primero que escribió, El viaje de Ida.
P. ¿Está al tanto de lo que se publica?
R. Todos los años, el mejor librero de España, que es Diego Marín, me manda una caja con novedades.
P. ¿En qué piensa cuando está sola?
R. Intento desentrañar el pasado. Pienso en cosas que he leído. O en cosas muy tontas y no muy tontas, y asuntos que tengo que solucionar del día a día. También soy muy religiosa.
P. ¿Sí?
R. No practico ninguna religión, pero tengo mucha fe. Pienso en cómo tengo que gestionar mi vida para poder hacer, como me decía Vicente Ferrer, la acción buena. Porque una vida tan solitaria no es una vida muy proclive a hacer cosas por los demás. En fin, también estoy implicada con la Fundación Vicente Ferrer. Tengo nueve cartas suyas que guardo como un tesoro. Me ayudó mucho tras morir Juan.
P. ¿Volverá a publicar alguna vez?
R. Pienso en relatos, que es lo que quiero hacer desde hace años, y tengo bastantes escritos. Pero, como dijo Cervantes al revés, “la gracia que no quiso darme el cielo”. Lo que me dicen que está bien para mí es impublicable. Y lo que yo creo que es el Partenón me dicen que es una escritura muy antigua.
P. ¿Quiénes?
R. Mis consejeros áulicos.
P. Poesía.
R. Tengo inéditos. Quizá a título póstumo salgan. Yo tenía a alguien que me daba la perspectiva. Se necesita un espejo antes de salir a la calle, y yo no lo tengo. No tengo a Juan, tampoco a un amigo poeta al que daba bastante credibilidad. Y una cosa más.
P. ¿Qué?
R. Solo pensar en publicar un libro nuevo y ponerme en manos de la crítica, me repele.
P. A usted la crítica la ha tratado bien.
R. Y mal. Me falta crítica preparada en este país. Se dejan pasar cosas. Hay unos versos antiguos: “Malherida va la garza enamorada, sola va y gritos daba”. Meter el presente y el pasado en esa frase. Pues bien, hay una novela de Soledad Puértolas en la que lo hace a lo largo de todo el libro sin que chirríe. ¡No vi que nadie lo advirtiese! La llamé entusiasmada. Es un alarde técnico impresionante. Hace años, Vicente Molina-Foix y Luis Cremades publicaron El invitado amargo: lo que hacen ahí los dos es una estructura maravillosa que tampoco fue suficientemente señalada. En cuanto a mí, no me apetece que mis enemigos se metan en mi mente.
P. ¿Conserva enemigos después de tanto tiempo?
R. En el mundo literario, sí. Salí muy pronto, con mucho estruendo, antes que los de mi generación. Y eso crea tensiones. La generación de los poetas de la experiencia —no todos— salió directamente contra mí. Tenía que haber salido contra la generación anterior, como se hace siempre, contra los novísimos, no contra mí, que era de la suya.
“Qué estaciones donde nada hay y ningún mensajero recuerda aquella música lejana, aquellos ojos que brillan en la oscuridad como dos animales vivos”, escribió Andreu en Elphistone. “De pequeña quería ser Baudelaire porque pensaba que era la única forma de inmortalidad posible”, dijo desencantada hace casi dos décadas. Tras ganar el Adonáis, le dijo a Juana Salabert: “No se puede empezar a escribir a los 20 años. Un escritor lleva dentro de sí la pasión por el lenguaje desde siempre, aunque se decida a escribir muy tarde”. En De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall, escribe: “Escucha, dime, siempre fue de este modo / algo falta y hay que ponerle nombre”.
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