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El festival de Aviñón arranca con un ‘chéjov’ turbulento dirigido por un disidente de Putin

El ruso Kirill Serébrennikov, exiliado en Berlín por sus críticas al régimen, se consagra con ‘El monje negro,’ una pesadilla malsana sobre las dos almas de Europa que concluye con un gran mensaje pacifista

Una escena de 'El monje negro', la obra de Kirill Serebrennikov que el jueves inauguró el Festival de Aviñón.
Una escena de 'El monje negro', la obra de Kirill Serebrennikov que el jueves inauguró el Festival de Aviñón.Christophe Raynaud de Lage / Festival d'Avignon
Álex Vicente

Stop the war”. Que pare la guerra. El mensaje, proyectado en letras gigantes sobre la piedra medieval del Palacio de los Papas, puso fin a la representación inaugural de la 76ª edición del festival de Aviñón, principal certamen teatral del continente europeo. Fue el estímulo definitivo para levantar una ovación de varios minutos, una de las más entusiastas de los últimos años, en un encuentro conocido por la dureza de su público, nunca tímido a la hora de desertar y abuchear. Esta vez, poseído por un indudable pathos, le dedicó un largo aplauso que puso fin al estreno de El monje negro, montaje inspirado en un cuento semidesconocido de Chéjov que ha dirigido el ruso Kirill Serébrennikov.

Invitado por el certamen por cuarta vez en los últimos años, el cineasta y director teatral, exiliado en Berlín para escapar a la persecución del régimen de Putin, parecía asistir así a su consagración definitiva. Por lo menos, Francia ya lo ha adoptado como hijo pródigo: presentó su última película, una biografía de Chaikovski, en el festival de Cannes —que había revelado al director en 2018 con Leto— mientras terminaba de rodar una adaptación de Limonov, el libro de Emmanuel Carrère, y estrenaba una pieza teatral en Hamburgo y una ópera en Ámsterdam. Serébrennikov está en todas partes. Sin lugar a dudas, su triunfo en Aviñón lo acabará de convertir en una nueva personalidad central de la cultura europea.

Escondido bajo una gorra y unas gafas oscuras de las que nunca se separa, vestido con sempiterna camiseta negra, pendientes en la oreja y anillos de plata en las falanges, este judío de origen ucranio, homosexual declarado, convertido al budismo y acusado de malversación de fondos públicos en su teatro moscovita —según sus valedores, de manera falaz e injusta—, pasó varios años en arresto domiciliario antes de que le permitieran salir a Alemania durante la pasada primavera. La única mancha en su expediente de perfecto artista disidente es que, en su liberación, a cambio de los 129 millones de rublos (1,6 millones de euros al cambio de entonces) que le reclamaba el Estado, habría mediado un oligarca como Roman Abramovich, cercano al poder ruso. “Varios amigos ayudaron a pagar las multas y los abogados. Abramovich no es un amigo, pero me ayudó”, reconoció hace unos días a Le Monde, que le dedicó la portada de su suplemento de fin de semana, en un signo adicional de legitimación. En cualquier caso, su opinión sobre Putin no deja lugar a la duda. En Cannes no lo citó por su nombre. Prefirió calificarlo como “el idiota que ha pulsado el botón de la guerra”.

El director ruso Kirill Serebrennikov, durante el ensayo general de su obra en el Palacio de los Papas de Aviñón.
El director ruso Kirill Serebrennikov, durante el ensayo general de su obra en el Palacio de los Papas de Aviñón.NICOLAS TUCAT (AFP)

Para su regreso a Aviñón, el director ruso ha escogido un relato de 20 páginas que Chéjov firmó en 1893, poco representado y tal vez más cercano al imaginario de escritores como Dostoievski o incluso Edgar Allan Poe. La obra parte de una situación clásica: un terrateniente con un frondoso jardín de árboles frutales, una familia bien avenida pero disfuncional, una hija por casar y un vástago adoptivo, intelectual torturado que ha vuelto a pasar unos días a ese locus amoenus para descansar. Pero el previsible arranque se ve interrumpido por las alucinaciones que este último empieza a sufrir sin previo aviso, durante las que se ve poseído por el monje del título, un espíritu que le suministra un chute de bilis negra y otros bajos instintos. “Ese monje somos nosotros mismos. Es la proyección de nuestro mundo interior, de nuestras dudas, miedos y cuestiones inconscientes que surgen, a veces, y que preferimos no escuchar”, aclaraba Serébrennikov en rueda de prensa.

Aun así, la tortura interior del protagonista tiene un inevitable eco político ante la agitada actualidad en Europa, como si fuera un símbolo del reflujo de odio y violencia del que nunca estamos del todo a salvo. El uso de distintas lenguas por parte de sus actores —ruso, alemán, inglés— subraya esa lectura. Serébrennikov parece describir las dos almas del continente. La primera es sosegada e insta al entendimiento común en sobremesas burguesas y biempensantes. La segunda nos conduce inevitablemente a la psicosis, la mezquindad, el nacionalismo y la guerra. El director interrumpe los cuatro actos del montaje con varios interludios musicales, como suele suceder en su cine, que transcurren en tres invernaderos móviles, que van cambiando de posición durante el espectáculo y por los que transitan jornaleros que luego se convertirán en cantantes y bailarines. Poco a poco, la danza se adueña del texto y del escenario, de la misma forma que el monje negro posee al protagonista. Serébrennikov cree que el baile y la música son lo que permiten que “el público vea lo que es invisible”. Para el director, esa sigue siendo la misión principal del teatro contemporáneo: resucitar a los muertos, frecuentar a nuestros fantasmas, encontrar acomodo en la peor de las sombras.

El mistral huracanado que soplaba en la antigua capital de la cristiandad logró dotar la función de un plus de dramatismo helénico. La obra, llena de poesía oscura, alterna la gran sencillez de su dispositivo escénico con algún momento más espectacular, como un puñado de alucinantes proyecciones sobre los muros del Palacio de los Papas. Es una pesadilla malsana, una alucinación grotesca, una oda a lo misterioso y a la belleza de lo ininteligible, que solo se ve lastrada por un acto final un tanto explícito y vulgar, presidido por un ballet efectista y espasmódico que no aporta nada a lo que ya se ha dicho antes sin el mismo énfasis. Lo salva el último plano, término adecuado por su naturaleza cinematográfica: un firmamento estrellado en el que “todo se vuelve crepúsculo”, como lamenta un personaje. La luz del cielo europeo es bellísima, pero también cada vez más difícil de vislumbrar.

El desfile inaugural del Festival de Aviñón, en el que participan las compañías del llamado 'off', más de 1.600 espectáculos al margen del elitista programa oficial.
El desfile inaugural del Festival de Aviñón, en el que participan las compañías del llamado 'off', más de 1.600 espectáculos al margen del elitista programa oficial.NICOLAS TUCAT (AFP)

La ciudad de los 1.600 espectáculos

Cada mes de julio, Aviñón se convierte en capital de un polo cultural que vibra especialmente en verano. La región de la Provenza, que albergó hasta 900 festivales artísticos en 2021, cuenta con otras bazas como Arlés, donde estos días empieza el mayor certamen fotográfico del continente; Aix-en-Provence, sede de un prestigioso festival de arte lírico que también arranca en estas fechas, y Marsella, que en la última década ha ido ganando enteros al dotarse de nuevos equipamientos culturales. Sin embargo, Aviñón todavía ejerce de epicentro de esta escena sureña. El festival sigue siendo, 75 años después de su fundación, una cita ineludible por la valentía de su programación, que nunca queda lejos del comentario sobre la actualidad política y social.

Tras la edición de 2020, suspendida por la pandemia, y la de 2021, que se celebró a medio gas, el festival recupera este año una relativa normalidad. Lo demostró la celebración del tradicional desfile que cruza las calles del centro, en el que participan las compañías que representarán los más de 1.600 espectáculos que se estrenarán en la ciudad hasta el 26 de julio. Se reparten entre el elitista programa oficial, formado por una exquisita selección de 40 obras llegadas de todo el mundo, y el llamado off, mucho más popular, convertido en el mayor mercado de artes escénicas de Europa y al que acuden programadores de los teatros franceses, además de cientos de miles de aficionados. Dentro del primero, sobresale la compañía barcelonesa El Conde de Torrefiel, que a partir del 20 de julio presentará su obra Una imagen interior. Serán los únicos representantes españoles de esta edición.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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