Peter Brook, el gran árbol del teatro
Fruto de las mejores poéticas de la escena, guardián del fuego, el creador hizo su lugar el mundo y su espectador el ser humano
Peter Brook —fallecido este domingo a los 97 años— ha sido un hombre de teatro con la apariencia de un árbol centenario en el que se acumulan la solidez y la serenidad de la naturaleza y la frescura de la savia que cada primavera rebrota con la sorpresa de una vida nueva que volverá a ofrecer nuevas flores, nuevas hojas y nuevos frutos. Un árbol sustentado por las dos mejores poéticas del teatro europeo: unas raíces ancladas en la cultura y el teatro ruso, de donde procedía su familia, y un tronco que creció hasta hacerse sólido y potente en la cultura y el teatro británico, donde creció y vivió muchos años. Dos países en donde el teatro fue y sigue siendo útil y necesario para sus habitantes.
Judío, además, evitó siempre posarse en una tierra determinada, como lo evitó su alma y como lo evitó siempre su teatro. Su lugar fue siempre el mundo, su espectador, el ser humano, viniera de donde viniera. Como sus actores. Su inmenso y protector follaje aprendió y convivió con todas las brisas y tempestades, desde las más heladas meridionales hasta las más cálidas de los distintos septentriones de nuestro globo. Y todo eso estaba en su teatro que se nos ofreció siempre con una generosidad y una muy, muy aparente sencillez, en realidad fruto de un estudio y de una reflexión y un trabajo como sólo el auténtico humanismo de altísima cualidad consigue cuando, por una alquimia inexplicable, se aplica al arte, en su caso al teatro.
Y como todos los grandes humanistas hablaba poco y escuchaba mucho. Tenemos la suerte de que muchos de sus pensamientos, que no teorías, los dejó escritos. Cuando uno lee sus libros tiene la impresión de que todo es evidente, de que no está inventando nada, de que expresa el sentir que todos los hombres y mujeres del teatro buscamos todos los días, pero que no sabemos ni conseguimos expresar. Entonces es cuando se produce la “revelación”, el momento en que conseguíamos entender en nosotros mismos algo que todos llevamos dentro, de una forma demasiado enmarañada y que él, con liviandad, con un soplo de aire fresco y nuevo que procedía de sus pulmones, milagrosamente no enrarecidos, conseguía que la llama se moviera sin apagarse, que el fuego permaneciera adquiriendo cada vez formas y colores nuevos.
Si algo tuvo que sobrellevar, él que ejercía con inteligencia y militancia constantes el ejercicio de la duda, fue uno de nuestros vicios frente al talento de los demás: la mistificación que le atribuyeron muchos, convirtiéndolo en un gurú poseedor de verdades infalibles, algo que él mismo aceptaba con resignación, pero que detestaba profundamente. Como todos los grandes artistas en la práctica de nuestro oficio, tiró más cosas a la papelera de las que conservó. Nunca he conocido a otro director más implacable a la hora de cortar un espectáculo, fruto de muchos meses, a veces años de trabajo, antes e incluso después de ofrecérselo al público. Ante el disgusto de sus propios actores y seguramente de él mismo.
Yo le he visto en una tarde reducir un espectáculo de cuatro horas y dejarlo en hora y media. Para que nunca se infiltrara lo que definía como el peor “demonio” capaz de atacar al teatro y que se puede colar en cualquier momento: el aburrimiento. Y ya que he hablado de llama y de fuego, quiero acabar con una preciosa historia oriental que me contó en una de las mesas del humilde restaurante del teatro de Les Bouffes du Nord, su refugio parisino, mesas que compartían actores y espectadores, antes o después de una función: En un monasterio hindú, perdido en mitad de la maleza, vivían unos monjes, entre ellos uno del que nadie conocía su voz. No se la había oído nunca hablar, y todos le atribuían la más profunda sabiduría y el mayor conocimiento. Cuando estaba a las puertas de la muerte, los demás monjes le pidieron que hablara para poder conocer esa verdad que nunca había pronunciado. El anciano monje pronunció sólo una palabra: “Fuego”. Y en ese momento el monasterio ardió. Ese ha sido siempre, para mí, el teatro de Peter Brook.
Babelia
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