Juanes le da a todo en el Botánico: cumbia, balada y hasta metal
El colombiano, pletórico, rompe moldes en un reencuentro cálido y fervoroso ante 3.800 asistentes
¿Son los discos de versiones un síntoma de debilidad artística? Más de uno lo ha pensado, puede que en ocasiones con razón: si se agotan las ideas en primera persona y las musas perseveran en dar calabazas, siempre queda el recurso de abrazar el repertorio ajeno, impregnarle algo de personalidad propia, erigir un discurso sobre cuánto le debemos a los mentores y referentes, e ir ganando tiempo mientras la inspiración se digna a deponer su escapismo.
Todo ello quizá sea cierto, pero escuchando de qué manera se desgañitaba Juanes recreando El amor después del amor, el clásico de Fito Páez que le sirvió para inaugurar este viernes su visita a las Noches del Botánico, cuesta trabajo creer que el recelo y el escepticismo sean aplicables en su caso. Este tipo tiene fe en el prójimo, pero aún más confianza en sí mismo: tanta como para atreverse a lucir un traje dorado al que cualquier supersticioso atribuiría mal fario; o inyectarle un punto de electricidad roquera a La bilirrubina, el temazo de Juan Luis Guerra, y salir bien parado del envite. Incluso prescindiendo de los irresistibles metales del original.
Es difícil tenerle ojeriza a Juan Esteban Aristizábal, este medellinense al que nunca llegó a subírsele la tontería a la cabeza, y eso que en veintitantos años ha reventado unos cuantos estadios y recintos ilustres. Al contrario, bromeó sobre su arranque con artillería ajena en cuanto se dirigió a la repletísima explanada. “¿Qué le pasa a este peludo, que está cantando música de otros?”, exclamó, burlándose de su propio travestismo. Más aún cuando a estas alturas dispone de un auténtico arsenal de triunfos autografiados: cualquiera de ustedes (hagan la prueba) conoce más canciones de Juanes de las que imagina.
Cumplido el ritual de repasar el último álbum, ese Origen en torno a esos artistas que tanto le inspiraron, el colombiano se entregó con regocijo al repaso de sus títulos más ilustres. Se le notaba feliz, pletórico, sobradísimo de argumentos para la seducción y muy bien arropado por una banda que funciona como un reloj. Entusiasmado con un reencuentro que se demoró una barbaridad. De ahí esa sensación de quemar las naves, de no escatimar sudores, fervor, kilometraje ni empatía. Tampoco sorpresas, como la irrupción de la tinerfeña Ana Guerra para apuntalar la gozosa Fotografía, en la que incluyeron una paradiña en mitad de la pieza para que la parroquia pudiera cantarla a voz en cuello.
“Habíamos dado todo por hecho. La sonrisa, los abrazos, hasta los conciertos”, se sinceró este melenudo lozano y jovial a sus casi 50; guitarrista más que notable (bastante con escucharle durante Gotas de agua dulce o Me enamora, agilísimo en ambas), compositor ameno, roquero tropical bajo su piel de rompecorazones enamoradizo. Y paradigma de la buena gente: esa que en Colombia, Sebastopol, Pernambuco o aquí mismo tanta falta nos hace.
Se personó Juanes El Intachable en España con esposa e hijos, ejerciendo de padre y esposo amantísimo, y tuvo las benditas narices de cantar Para tu amor entre la multitud, completamente solo con su guitarra; pidiendo permiso, con una humildad conmovedora, para que le hicieran hueco en la pista. Lástima que precisamente esa canción incurra en un exceso de melaza innecesario e infrecuente en su catálogo: podemos querer mucho a la prole sin necesidad de ponernos tan relamidos.
El juego inicial de las versiones regresó, para cerrar el círculo, en los mismísimos bises. Sin medir distancias, aquel vallenato canónico de Diomedes Díaz que el niño Juanes cantaba con apenas ocho añitos, precedió a Y nos dieron las diez, con algún que otro apuro para memorizar esas letras kilométricas del maestro Sabina. Pero la sorpresa llegaría con el tránsito, sin miramientos ni mala conciencia, del mexicano Juan Gabriel (Querida) al Enter Sandman de Metallica. Sería fácil advertir de que Juan Esteban se queda a algunos milenios luz de Kirk Hammett, pero resolvió el envite con un sonido crudo, abigarrado y dignísimo.
Había tanta, tantísima gente en el recinto de la Ciudad Universitaria madrileña, casi 3.800 personas, que apenas quedó holgura para todo ese contoneo que en cualquier otra circunstancia habría sido innegociable. Por algún generoso designio de los dioses, los colombianos llegan al mundo con una cualificación para el movimiento corporal acompasado que le resulta inalcanzable al terrícola común. Esta vez los paisanos de Juanes no pudieron exhibir su rotación de cadera ante el resto de congéneres, pero el de Medellín se encargó de lanzar piropos a todas las banderas y nacionalidades que vislumbraba desde el palco. No solo le dio a todo en lo musical; también supo contentar a rolos y paisas, curtidos y neófitos, propios y extraños. Y, de paso, demostró que el mundo no necesita de reguetón para ser feliz. Como para no cogerle cariño.
Babelia
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