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De París y Río de Janeiro a un pueblo de dos habitantes en Soria: la escritora que se lanzó a la literatura a los 73 años

Julia Soria debuta con una novela en la que vuelve a la aldea donde nació, tras muchas idas y venidas por el mundo

La escritora Julia Soria, en una calle de La Mallona, el pueblo de Soria donde esta ambientado su libro 'Campos azules'.Foto: JAIME VILLANUEVA
Raquel Vidales

Las dos horas y media que dura el trayecto en coche desde Madrid a La Mallona se pasan volando en compañía de Julia Soria. Ya solo el recuento de su vida da conversación para rato. Nació en 1948 en esa aldea minúscula de la provincia de Soria a la que nos dirigimos, pero a los dos meses sus padres emigraron a Barcelona. A los 14 años tuvo que dejar el instituto y ponerse a trabajar para ayudar en casa. En 1973 se enamoró de un hombre francés, se fue a vivir a París y se casó. En 1975 trasladaron a su marido a Río de Janeiro y se fue con él. Vivió allí 15 años, feliz en ese país “donde la alegría de la gente” la deslumbró y trabajando en multinacionales francesas instaladas en Brasil, hasta que se divorció y decidió volver a España en 1990. Encontró empleo en Madrid y para allá que se fue. Pero eso fue un bajón: “No por Madrid, es que no conocía a nadie y estaba sola”, asegura. En 1993 conoció a su actual pareja en Barcelona y se mudó de nuevo. Pero en los noventa y con 45 años ya no le fue tan fácil encontrar empleo, por lo que resolvió ponerse a estudiar: Traducción e Interpretación en la Universidad Pompeu Fabra. Tras graduarse se colocó de traductora, “un trabajo tan mal pagado que te acabas desmotivando”. En 2010 se matriculó en la Escuela de Escritura del Ateneo de Barcelona. Y ahora, a los 73 años, la editorial Alba acaba de publicar su primera novela, Campos azules, cuya protagonista es una mujer que regresa al diminuto pueblo de Soria donde nació después de muchas idas y venidas por el mundo.

Así que aquí estamos. En un coche de vuelta a la aldea donde todo empezó hace 73 años. La escritora viajó el pasado martes a Madrid para presentar su libro y aprovechamos para hacer una escapada rápida al día siguiente a La Mallona. “Desde Cataluña es un infierno. No puedo ir y venir en el día, las comunicaciones con la meseta son un desastre”, lamenta. Desde Madrid es más fácil, pues ha llegado ya a Soria la llamada Autovía del Duero, ese proyecto que se puso en marcha hace 25 años para conectar la España vaciada y que nadie sabe cuándo terminará. No obstante, las cosas se complican a la altura de La Mallona: el pueblo se divisa perfectamente en un alto desde la carretera, pero el GPS se aturulla a la salida de la autovía y no hay señales que indiquen cómo llegar hasta allí. Para qué, si ya no vive nadie. “Bueno… nadie no. Hay dos personas que viven todo el año y unas cuantas mantienen sus casas abiertas para pasar fines de semana o vacaciones. Como yo”, matiza Soria. Cuando ella nació había unas treinta familias. En el último padrón figuran siete personas censadas. “Una pena. Hace tiempo que esto está abandonado a su suerte”, relata. “En los setenta ya se veía claro que iba a desaparecer. Era una tierra de minifundios durísima de trabajar y todos se fueron pitando a las ciudades en cuanto pudieron. A finales de los ochenta ya no quedaba casi nadie”.

Fotos familiares en el salón de la casa de Julia Soria en La Mallona.
Fotos familiares en el salón de la casa de Julia Soria en La Mallona. Jaime Villanueva

Pero el rostro de la escritora se ilumina de pronto. Estamos entrando en La Mallona y se le nota la alegría en todo el cuerpo. Hace un año que no va. ¿Por qué está tan apegada a un pueblo donde en realidad no ha vivido nunca? “No he vivido y posiblemente no viviré nunca, pero pasé temporadas maravillosas con mis abuelos y posiblemente mi carácter se forjó más aquí que en la ciudad. El campo me deslumbraba cada vez que veníamos desde aquella casa oscura que tenían mis padres en Barcelona”, explica. Quizá por eso se sublevó cuando su madre puso a la venta la casa de los abuelos tras quedarse viuda. “Eso fue en 2013. Vinimos mi hermano y yo para adecentarla antes de enseñársela a un posible comprador de Zaragoza, pero se nos cayó el alma a los pies. No podíamos deshacernos de ese lugar en el que habíamos sido tan felices. En vez de eso, anulamos la cita con el señor de Zaragoza y decidimos restaurarla”, cuenta entre risas.

La casa ha quedado preciosa después de la restauración. La cocina mantiene la antigua chimenea encestada que ocupa todo el techo. Y donde antes había un pajar, ahora hay una gran habitación con varias camas. “Mira, la abuela. Una de las personas que más me han influido en la vida”, dice señalando una de las fotos que cuelgan de una pared del salón. Los recuerdos se le disparan en la vivienda. “¡Por eso no quería venderla!”. No por tener una segunda residencia para pasar los fines de semana o las vacaciones —”¡con lo difícil que es llegar aquí desde Barcelona!”— ni tampoco como acto quijotesco para evitar la despoblación total del pueblo. Lo que quería era mantener fresca su memoria. Rebelarse contra el olvido. Volver a pasear por esos campos que tanto le reviven. ¿Por qué Campos azules? “La expresión no es mía, es de Proust. La descubrí recién terminada la novela y enseguida tuve claro que ese tenía que ser el título. Cuando el sol cae a plomo, aquí todo se ve azul. Yo lo veía todo azul de pequeña”.

Vista de la iglesia de La Mallona.
Vista de la iglesia de La Mallona.Jaime Villanueva

La novela es también eso. No un manifiesto contra la España vaciada ni un elogio de la vida rural, sino “un alegato sobre la memoria”, según reza en la solapa. La reivindicación de una manera de vivir y estar en el mundo a través de la escritura. La historia de una mujer que vuelve al pueblo para vender la casa de sus abuelos y eso le lleva a rememorar la temporada que pasó con ellos cuando tenía 12 años. Su propia vida convertida en materia literaria.

¿Y por qué ha llegado tan tarde la literatura a esa vida? “Siempre ha estado ahí, lo que pasa es que hasta ahora nunca me había planteado escribir un libro. Hay gente que pregunta: ‘Oye, qué osadía la tuya publicar una novela a esta edad’. ‘¿Osadía por qué? ¿Qué tiene que ver la edad con esto?’, respondo yo siempre”. Quizá también porque de joven no lo tuvo fácil. No pudo estudiar más allá del bachillerato elemental y en su casa jamás vio un libro, aunque tuvo la suerte de que su primer empleo fue “como picapedrera para todo” en una editorial y ahí descubrieron que tenía un ojo privilegiado para cazar erratas, así que la pusieron de correctora y ella se aficionó a la lectura. “Memoria visual y facilidad para el lenguaje”, explica ella. No solo facilidad, también gusto: cada mes se reservaba una pequeñísima parte de su sueldo para comprar libros y estudiar inglés y francés. “Y ya de pequeña escribía para mí. Sobre lo que me pasaba o me llamaba la atención. No un diario, más bien anotaciones”.

Paseando por La Mallona no se ve a nadie. Aunque hay pistas que indican que alguien ha pasado por ahí hace poco y piensa volver pronto. Jardines cuidados, unas cuantas persianas subidas, unos calcetines secándose en una ventana, una mesa y un par de sillas de jardín a la puerta de una casa, algo de basura también… “Parece un pueblo fantasma, ¿verdad?”, susurra la escritora muy bajito, como temiendo despertar a algún espíritu. Pero no lo dice triste. “¡Es que veo los campos y me pongo tan contenta! Además, ya estoy acostumbrada a ver esto vacío”, dice. Sin embargo, se queda de pronto pasmada delante de una puerta con el cartel de “Se vende” con un número de teléfono. “¡Esta era la casa de mis tíos! Quizá este sea el teléfono de mi prima”. De la vivienda solo quedan los muros. “¿Y quién va a querer comprar esta ruina?”, se pregunta. Tal vez alguien tan tozudo como ella.

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Sobre la firma

Raquel Vidales
Jefa de sección de Cultura de EL PAÍS. Redactora especializada en artes escénicas y crítica de teatro, empezó a trabajar en este periódico en 2007 y pasó por varias secciones del diario hasta incorporarse al área de Cultura. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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