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días de verano
Crónica
Texto informativo con interpretación

Aquel verano de... Flavita Banana: en el que me enfadé con Stephen King

La ilustradora y viñetista, colaboradora de EL PAÍS, relata cómo tener constancia de sus altas capacidades le ayudó a dejar el consumo de alcohol y afrontar un verano en sobriedad

La viñetista Flavita Banana bajo un árbol con su sobrino Samuel.
La viñetista Flavita Banana bajo un árbol con su sobrino Samuel.
Flavita Banana

A mí no me gusta lo predecible. Ni como rasgo de carácter ni como estilo de vida. Hay quien siente bienestar en saber exactamente cómo será el mañana, es feliz en lo seguro. Se alegra de que llegue el viernes, aunque en siete días habrá otro. En mi caso pienso tan fuerte (eso es, fuerte) que tiendo a prever caracteres, reacciones, acontecimientos. Por eso no suelo sentir nostalgia, porque no hay nada más previsible que el pasado. Tampoco puedo valorar positivamente el futuro, así que me quedo con el presente. Este verano está siendo el mejor hasta la fecha, pues.

La mera idea de que aún faltan días por venir me alegra, me convierte en una cría expectante. Y los días que ya han pasado son realmente distintos en comparación con otros veranos anteriores. Hace siete meses que dejé de beber alcohol y nueve meses que le pongo nombre a mis altas capacidades. El pensar demasiado me llevó a beber, y el ponerle nombre a esa intensidad de pensamiento creo que me ayudó a dejar de beber. Tengo entendido que muchos de mi condición también tienden a evadirse con vicios porque no saben cómo ser.

Pienso tan fuerte como cualquier otro año, pero ahora hay orden. Recuerdo veranos de ligue, de fiestas, de colarme de noche en piscinas municipales, de festivales, de lluvias de estrellas incomparables. Hace unos meses hubiera nombrado cualquier verano como el mejor que cualquiera pudiera soñar, tan convencida como estaba yo de que los factores externos dictan el disfrute. Como tanta gente (sobre todo las agencias de publicidad) medía el éxito en cuerpos, vasos y amaneceres. También era incapaz de sostenerme la mirada en el espejo la mayor parte del día. Me caía mal, así de simple.

Lo más difícil de estar sobria con 37 años es que no sé cómo se hace. Pero lo mejor es que no sé cómo se hace. Y, dios mío, cómo me gusta no saber.

La vida, el mundo, me dijeron que en las relaciones, en los encuentros, en las celebraciones, en el aburrimiento, en la pena y en la alegría se bebe. Y como soy una intensa, bebía mucho y por todo. No concebía cómo podía ser el día a día sin, y quizá eso también ayudó a que parara: la curiosidad (o complicarme nuevamente la vida).

Para mí un verano es muchas cosas, y estoy aprendiendo a hacerlas todas de nuevo, pero con extrema clarividencia. Ya no sé ligar, bailar, encontrarme con doce amigos más allá de las ocho o pensar viñetas a última hora. Pero en el fondo todas esas cosas las hacía mal. Y encima estaba orgullosa de cara a la galería. Hay mucho romanticismo hacia las conductas despreciables de los artistas, demasiada comprensión. Bukowski bebía, normal. Con esas ideas que le rondaban, esa mente prodigiosa, esas ocurrencias y estilo de vida, ¡por supuesto que debía beber! Yo me aferraba a esa misma lógica, encima teniendo que fabricar un chiste día sí día no, exprimiéndome para maravillar al pueblo desde mi ventanita de papel. Todo estaba justificado, claro que sí. En esas hasta me enfadé con Stephen King, lo más cercano a un dios para mí, que en su libro Mientras escribo recuerda cómo sus excesos le ayudaban a una producción de diez, para a continuación derribar esa estupidez explicando que lleva un porrón de años sobrio y que nunca ha escrito tanto ni tan bien. Cómo me molestó, perdóname Stephen.

No hay un día o un encuentro que pueda destacar de este verano de 2024. Es algo global, soy una moneda y me he dado la vuelta. Y este lado es como más grande, mejor.

Me fascina encontrarme echada sin más, pensando, elucubrando. No necesito algo externo que me confirme que existo ni existo para obtener siempre más y mejor, solo estoy. Suena muy aburrido, pero cuando una se cae bien es una delicia. También hago cosas, como jugar a ping pong, pararme a inspeccionar un árbol con mi sobrino, someterme a presoterapia por las risas, madrugar porque sí. Me maravilla la idea de estar aprendiendo a ser, otra vez, encima ahora sin directrices o mandatos sociales. Me alegra que haya sido ahora y no demasiado tarde, aunque a veces crea que me estoy perdiendo muchas cosas, sobre todo cuando me da por espiar lo que otros muestran en redes sociales.

Pero luego aterrizo y recuerdo que ya besé lo imbesable, bebí lo impensable y los amaneceres no son más que atardeceres al revés. Y encima predecibles.

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