Richard Kagan: “Mi labor no es defender o criticar la Leyenda Negra, sino entenderla”
El historiador, reciente doctor ‘honoris causa’ por la Universidad Autónoma de Madrid, trata en su última obra la fascinación por España en la cultura estadounidense
A Richard L. Kagan (Newark, Estados Unidos, 78 años) le gusta España y quiere entenderla. El historiador, catedrático emérito de la Universidad John Hopkins, ha dedicado a ello buena parte de su carrera. Por eso, recientemente ha sido nombrado doctor honoris causa (junto con el escritor Paul Auster) por la Universidad Autónoma de Madrid. Es miembro del Madrid Institute for Advanced Study y comendador de la Orden de Isabel la Católica. Su último libro es El embrujo de España (Marcial Pons), que trata sobre el hechizo que las imágenes más fabulosas del país ejercieron sobre los estadounidenses y cómo forman parte fundamental de sus raíces. En el caso de Kagan es más que obvio. Y, obviamente, le gusta hablar español. También sobre el gazpacho.
Pregunta. La Leyenda Negra, vaya lío.
Respuesta. Creo que no hay que entrar mucho en este debate. Mi labor es entender el pasado, no defender o criticar. Muchos países han hecho cosas que juzgadas por los valores actuales parecen horribles. España no está libre de esta herencia, como primer país en entrar en las Américas. La esclavitud era tradicional, la idea de intentar cristianizar a los indígenas no era extraña. Llevaban esos valores al Nuevo Mundo. Igual que los británicos machacaron a los indígenas de Norteamérica poco después, o los holandeses lo hicieron en el Caribe o Indonesia. El problema es que los españoles fueron los primeros.
P. ¿Cómo se estableció esa Leyenda?
R. Bartolomé de las Casas criticó duramente el trato a los indígenas. Al traducirse su obra a otros idiomas, se consolidó ante los extranjeros la imagen de los españoles brutales. A eso se sumó la Inquisición. Criticar a España se convirtió en un valor. Cuando llegó la Ilustración, se pensó que España era la Inquisición y las atrocidades descritas por De las Casas.
P. ¿Y era eso?
R. En cierta parte sí. Pero también había algunas imágenes que servían de equilibrio: la idea de la Leyenda Negra competía con otras. Por ejemplo, la España romántica, que popularizó Washington Irving, en los Cuentos de la Alhambra. O, la España brava de los conquistadores, que fue un modelo de coraje y masculinidad para muchos estadounidenses en el XIX. Es el tema de mi último libro, El embrujo de España.
P. Habla usted de equilibrio, pero la balanza parece caer hacia un lado.
R. Desde hace varios años, se ha dado demasiado énfasis a la Leyenda Negra olvidando las otras imágenes que existían en paralelo. He sido crítico con libros como Imperiofobia (Siruela), de María Elvira Roca Barea, Madre Patria (Espasa), de Marcelo Gullo, o el reciente Defendiendo España (Espasa), de Henry Kamen. Yo no quiero defender a España, sino entenderla: es más difícil.
P. Habla del “embrujo de España” como una epidemia. Es un símil curioso.
R. Sí, como el covid de la época. Había quien se refería al amor a España como una fiebre (spanish fever) que se cogía, de la que era difícil protegerse. Me pareció una idea magnífica, aunque también se puede confundir con la “gripe española” de 1918, que era otra cosa.
R. Y esa “fiebre” estaba basada en las ideas mitificadas de España que usted refiere.
P. Sí. Elegí la palabra embrujo porque tiene algo de hechizo, un hechizo que hacía que muchos viajeros decimonónicos, inspirados por Irving, no viesen la realidad española: solo veían gitanos, mendigos, burros y otras cosas que les parecían pintorescas. Era como si llevasen unas gafas especiales que resaltaban solo ciertos aspectos de la cultura, los más románticos, soleados y alegres. Y también valores tradicionales, como la lealtad, el sentido del ser o de la historia, que faltaban en los Estados Unidos, un mundo más urbano.
P. ¿Por qué se hizo usted hispanista?
R. No me gusta el término hispanista porque se refiere sobre todo a estudiosos de la literatura y no de la historia. Soy historiador, en primer plano, y tengo interés en España, en su imperio, en las relaciones entre España y Estados Unidos. Intento ser especialista en la historia española. Pero entiendo que la palabra hispanista se usa en lenguaje común: desde el s. XIX se empezó a usar para estudiosos con interés en Cervantes, en Lope de Vega o en Calderón. Es un término casi imposible de eliminar.
P. Bueno, entonces, ¿por qué España es un país interesante para un historiador?
R. Tiene una historia larga, mucho más larga que la de mi país. Una historia complicada, con momentos muy brillantes y otros menos. Uno de los aspectos más interesantes y discutidos es la mezcla de razas y religiones, la convivencia y el conflicto. Momentos de relevancia mundial, como los siglos XVI y XVII. Y épocas de retroceso (no me gusta la palabra declive), como los intentos de adaptar el país a la modernización en el XIX, un periodo difícil. Otros periodos difíciles suceden en el s. XX, como el franquismo. Y luego una lección de cómo se establece una democracia que funciona… al menos por el momento. Hay de todo.
P. ¿Cuál es la diferencia cuando un historiador escribe sobre un país que no es el suyo?
R. Hay la oportunidad de ver la cultura o la historia económica con otras lentes, con otros enfoques distintos de los que se dan en el propio país. Llevamos preguntas que estaban exploradas en otras culturas u otros países, pero que muchas veces no forman parte del vocabulario de los historiadores nacionales. Llevamos voces diferentes, nuevas, que pueden producir sorpresas.
P. ¿Qué sorpresas?
R. Por ejemplo, cuando me propuse trabajar sobre los sueños proféticos que había tenido Lucrecia de León sobre el futuro de España, en la corte de Felipe II. No había nada escrito sobre el tema. Algunos colegas me preguntaban por qué gastaba mi tiempo en cosas como esas, que no parecían importantes.
P. ¿Cómo se interesó usted personalmente por España?
R. Mi padre, que era un pequeño empresario hizo un viaje a América Latina, creo que fue en 1956. Pensaba que yo iba a seguir sus pasos como empresario y me recomendó que dejase de estudiar francés, como mi hermano, y estudiase español, que me sería más útil. Al llegar a la universidad era el único de mi clase que estudiaba español. Escribí algo sobre el conde duque de Olivares y mi profesor le mandó, sin decirme nada, mi escrito al profesor John Elliot. A John le gustó mucho y me dijo: “¿Por qué no vienes a estudiar conmigo en Cambridge?”. Me pareció mucho más interesante irme a Inglaterra que quedarme en Nueva Jersey. ¡Así que me fui volando! Y desde entonces trabajo sobre España. Todavía no me he aburrido.
P. ¿Hay que pedir perdón por los abusos de los conquistadores?
R. No, hay que entenderlos, no tiene sentido pedir perdón por pecados del s. XVI. Entre los habitantes de México también se producían esos abusos antes de que llegaran los españoles, unas guerras civiles que los recién llegados usaron a su favor, como también hicieron en Perú. Según esa idea, también los mexicanos tendrían que pedirse perdón a sí mismos por las tensiones entre las poblaciones indígenas de la época. Todos participaban en la brutalidad humana, nos cuesta entender que la esclavitud era una cosa normal.
P. Es decir, hay que reconocer que se produjeron abusos, comunes en la época, pero no tiene sentido disculparse.
R. Sí. Podemos entender lo que ocurrió, y podemos criticarlo desde los valores liberales actuales. Pero las disculpas…
P. ¿Magallanes y Elcano iniciaron la globalización?
R. Sí, de alguna manera sí. Al menos la fomentaron: establecieron unas rutas que fueron seguidas por otros marineros. Fomentaron la “conciencia planetaria”, la idea de que el planeta es único. Comenzó la industria de fabricar globos terráqueos, que tuvo mucho éxito: de pronto formábamos parte de un solo mundo y teníamos formas de conectarlo. Eso anticipó la posterior globalización económica. La globalización comenzó en las cabezas antes que en el comercio.
P. Hay quien todavía reivindica con nostalgia, sobre todo en sectores de la derecha y la extrema derecha, el imperio español. ¿Tiene sentido?
R. Cada uno tiene su locura, como dice un antiguo dicho español. ¿Por qué no? Hay estadounidenses que todavía sienten nostalgia de la grandeza de los años 50 como un momento glorioso de la potencia mundial que está desapareciendo.
P. Pero el siglo XVI queda un poco más lejos que los años 50…
R. Sí, es cierto. En el caso español se exagera sobre el imperio. ¿Qué significaba el imperio para los castellanos, catalanes o valencianos de la época? La inflación de los precios. Productos nuevos como patatas o tomates, con los que se enrojeció el gazpacho, que antes era más parecido al ajoblanco cordobés (he dado conferencias sobre este asunto). El imperio para la gente común no cambiaba demasiado las cosas. O significaba morir en Flandes o en el sur de Italia, luchando por algo. Hay que entenderlo en el plano cotidiano, es para mí lo importante.
P. En España se dan muchas discusiones sobre la identidad española, sobre lo que es España y lo que no lo es. ¿Es una cuestión tan problemática en otros países?
R. España es un país con muchas lenguas y la cultura varía en las diferentes regiones. Hay que respetar estas diferencias e identidades que estaban aquí antes que se creara España. Es prácticamente imposible erradicar estas herencias. Pero España no es un caso único.
P. ¿Ejemplo?
R. En Francia se hablaban muchas lenguas hasta el XIX, pero los franceses comenzaron en ese siglo a erradicar lo bretón, lo provenzal, para conseguir una nación francesa. Los españoles del XIX no tenían este tipo de políticas, que aquí llegaron muy tarde, con Franco. De ahí la reacción tan fuerte en la mitad el siglo XX, porque a pesar de Franco, las identidades siguieron viviendo en las cabezas y las culturas. Lo bretón y lo provenzal tuvieron intentos de ser revividos, pero sin tanto éxito como en España.
P. ¿Y en Estados Unidos?
R. En Estados Unidos el problema del idioma no es tan fuerte, pero está empezando: se está convirtiendo en un país bilingüe con hablantes de español y de inglés, y eso está causando tensiones, sobre todo en sitios como Texas o California.
P. Europa fue cuna de imperios globales, pero ahora cada vez pinta menos en la política internacional. ¿Cómo puede afectar esto a nuestra identidad, a nuestra autoestima?
R. A los historiadores no nos gusta hablar del futuro: nuestro chip solo funciona hacia atrás. Aunque pienso que Europa seguirá siendo relevante. Ahora, con la guerra de Ucrania, vemos cómo la Unión Europea puede convertirse no solo en una unión política sino también militar. Europa tendrá voz en la política y la economía por mucho tiempo.
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