Los clubes de jazz de Nueva York improvisan sobre un tema de la ómicron
La penúltima variante del coronavirus ha retrasado la recuperación de la vibrante escena de la ciudad. Algunos locales no han sobrevivido a la pandemia
Las paredes del Village Vanguard, seguramente el club de jazz más famoso del mundo, han debido escuchar de todo en sus 87 años de vida (aniversario que cumplió el local precisamente este martes). Lo que tal vez les faltaba por oír era a una estrella del piano citar al Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC). Sucedió hace poco. Era domingo, tras el paso de una tormenta de nieve. En el primero de los dos pases de la noche, Vijay Iyer, al frente de su trío, dijo al público, que tuvo que mostrar su certificado de vacunación para entrar: “Mi hermana trabaja para la CDC. Por eso les sugiero que no se quiten la mascarilla durante el concierto. Nosotros tocaremos enmascarados. Cuidémonos entre todos”. Iyer y la contrabajista Linda May Han Oh llevaban doble protección. La del baterista Tyshawn Sorey se rompió en mitad de uno de sus volcánicos solos. En el descanso, Iyer se cruzó el local buscando a Sorey, que estaba sentado al fondo, para proporcionarle una de repuesto.
Así son las cosas en la capital mundial del jazz en los tiempos de ómicron, que ha retrasado una vez más la vuelta de la escena musical de Nueva York a la vida. Antes de la pandemia y con una banda de esa categoría, no habría sido fácil conseguir entradas para ese concierto en el Village Vanguard, con un aforo de unas 120 personas. Uno de los camareros explicaba que la vuelta estaba costando, “sobre todo por la falta de turistas extranjeros”. Sentados a una mesa, Tom y Bert, dos aficionados neoyorquinos en la sesentena, contaban que era la primera vez que regresaban al mítico local “desde que empezó esta pesadilla”. “La ciudad anda tropezando en su vuelta a lo de antes”, confirmó Bert.
En otra mesa, la pianista madrileña Marta Sánchez, que vive desde hace más de una década en una ciudad en cuya escena se ha hecho un nombre, se mostraba más optimista. Ella, que se mantuvo durante el parón gracias a sus clases por Zoom como profesora en un conservatorio de Brooklyn y a las “ayudas de asociaciones de música”, ha visto cómo regresaban los contratos, así como la regularidad de los conciertos semanales. Tiene dos: en el Barbès y en el Bayeux, ambos al otro lado del río.
“La pandemia ha demostrado la enorme resiliencia de los intérpretes y de los locales”, afirma en una conversación telefónica desde Filadelfia Nate Chinen, autor del libro Playing Changes (Alpha Decay), sobre el jazz en el siglo XXI. Chinen, que fue crítico de The New York Times y ahora trabaja para la emisora especializada WBGO, considera que la pandemia ha sido “una época productiva para los músicos”, que al menos han tenido tiempo para trabajar en material nuevo, que ahora irá viendo la luz. Y puso el caso de Immanuel Wilkins, joven promesa del saxofón. A sus 24 años, ya ha publicado dos discos en el influyente sello Blue Note, pero “aún no ha hecho una gira propiamente dicha”, en la que está recién embarcado.
Sorey, uno de los compositores más interesantes de un lenguaje que se reparte entre el jazz y la música contemporánea, confirmó por su parte aquel domingo en Nueva York las sospechas de Chinen, y explicó que había aprovechado “para componer más que nunca”. Fruto de esa concentración, esta semana ha estrenado en Houston una pieza que, inspirada en Morton Feldman, celebra el 50° aniversario de la inauguración de la capilla de Mark Rothko.
A un par de calles del Village Vanguard está el Smalls, que gestiona el pianista Spike Wilner, gerente también del Mezzrow, dos locales tan excitantes como íntimos. Wilner recordó en el trastero del Mezzrow, y antes de sentarse al instrumento para ofrecer un recital de standards en formato de trío, que “en noviembre, alrededor de Acción de Gracias, el negocio estaba otra vez en su apogeo”. “La gente andaba relajada”, añadió. “Hacíamos caja como en otras épocas. Pensamos que por fin llegaba la recompensa por haber sido capaces de aguantar durante un tiempo tan sumamente difícil, la mayor amenaza que hemos vivido hasta ahora. Llegó ómicron y la gente que ya estaba vacunada e incluso con dosis de refuerzo empezó a enfermar. Todos nosotros lo cogimos. Ómicron nos hizo parar de nuevo, y devolvió la ansiedad a las calles”. La penúltima variante, si bien más leve, se llevó por delante la temporada navideña. “Son semanas clave”, según Wilner, “es cuando recoges lo sembrado durante el resto del año. Los conciertos se llenan, las calles están repletas de turistas, todo el mundo bebe sin parar…”.
La odisea de sus locales ejemplifica lo que ha sufrido la escena en estos dos años ya. Cerraron pocos días antes de la orden de confinamiento. Y se equivocaron al pensar que la espera no sería tan larga. Volvieron a programar el pasado abril, con un tercio de capacidad. En septiembre, podían acoger a la mitad del aforo. Finalmente, llegó el permiso para la ocupación completa, que no aprovechan aún: acogen a un máximo de 56 personas en el Smalls y 40 en el Mezzrow (antes, cabían 70 y 65, respectivamente) y las entradas solo se pueden comprar por internet, lo que “le ha restado cierta emoción a la cosa”. Ambos eran la clase de garitos tumultuosos en los que uno entraba al pasar por la puerta, sin importar demasiado quién tocara. Durante la pandemia sobrevivieron programando un concierto por streaming diario, como una vía para “fomentar las donaciones, que llegaron de todas partes del mundo”.
El Smoke, en la parte alta de Manhattan, abrió antes que los locales de Wilner porque tuvieron una idea... y una acera: en ella, colocaron unas estructuras calentadas con estufas que Paul Stache, su dueño, llama “pequeños invernaderos”. Las bandas tocaban dentro del local con todas las puertas y ventanas abiertas. “No era el formato musical ni el sonido ideal, pero la gente tenía tantas ganas que dio lo mismo. Tantas, que a veces se creaba un problema para el tráfico de la calle”. La experiencia que adquirieron durante la pandemia, cuando se lanzaron a la emisión de recitales por internet, les está sirviendo para mantener viva la llama ahora que el local está cerrado para su ampliación; han cogido el espacio contiguo, porque, “aunque pase el virus”, Stache no cree que “vuelvan las ganas de apiñarse en un garito diminuto, como antes”. “Al menos no durante una buena temporada”, añade. También han aprovechado para grabar “más que nunca” en su sello, Smoke Sessions Records.
Hubo otros clubes que no tuvieron tanta suerte con su casero como el Smoke y no sobrevivieron al parón. La baja más sensible ha sido, sin duda, la del Jazz Standard. Cerró en diciembre de 2020 debido a “la pandemia y a tantos meses sin ingresos, así como a una larga negociación sobre el alquiler que se ha estancado”, dijeron entonces. En Nueva York hay unos ochenta escenarios donde escuchar música improvisada, según la lista que imprime cada mes en su última página el periódico The New York City Jazz Record. Ahí hay tugurios en sótanos, locales de variada programación, no solo jazzística, otros que son la reencarnación de lugares legendarios (Minton’s, Birdland), hoteles y restaurantes con música, refugios experimentales en universidades progresistas (The Stone) y espacios institucionales, como el Dizzy’s, en el complejo del Lincoln Center. Pero el Standard tenía algo especial. Puede que fuera la programación solvente, el hecho de que se pudiera ver bien desde cualquier mesa o “la sensacional comida”, ventaja que destaca Fred Cohen, dueño de Jazz Record Center, única tienda consagrada exclusivamente al género en la ciudad.
“La noticia de ese cierre fue terrible”, asegura Cohen tras el mostrador de su establecimiento, en la planta octava de un anodino edificio de oficinas de Chelsea. Wilner es más duro con la competencia: “Los dueños [del Jazz Standard] se dedican al negocio de la barbacoa [el local estaba en el sótano de un restaurante del famoso empresario Danny Meyer]. La programación, que llevaba un tipo llamado Seth Abramson [que no respondió a la solicitud de este diario de una entrevista], era estupenda, pero en cuanto falló el negocio hostelero se acabó la música”. Chinen, por su parte, avisa de que hay planes de reabrirlo próximamente.
Si eso sucediera, el Standard volvería a un escenario completamente diferente al que provocó su cierre. Un 77% de los residentes en Nueva York están completamente vacunados. Pasado lo peor de ómicron, los casos de coronavirus han caído un 62% en la ciudad en las últimas dos semanas, y los ingresos hospitalarios se han reducido a la mitad. Ya no es obligatorio en los locales el uso de la mascarilla, aunque queda a la discreción de los dueños exigirlo. Sí se solicita para acceder a la mayor parte de los interiores mostrar la cartilla de vacunación completa (y hay locales que incluso piden pruebas de que cuentas con la dosis de refuerzo).
“Lo que necesitamos”, opina Wilner, “es que esas exigencias no se eternicen. Que la gente se relaje, que regresen a Nueva York y que disfruten de lo que aún nos queda, por poco que sea, dos años después. Aún es posible recuperar nuestras vidas. Me preocupa que eso no suceda, porque me he dado cuenta de que no amo esta ciudad en la que nací como solía amarla”, concluye. Esos deseos podrían tardar en cumplirse. Para muchos neoyorquinos, las buenas noticias aún no bastan para aventurarse en el interior de un local, como demuestran las mesas que los restaurantes reparten por las aceras de la ciudad. Se ven llenas en el segundo invierno de la pandemia, incluso cuando las temperaturas se desploman varios grados bajo cero.
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