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CAFÉ PEREC
Columna
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Montados en la piedra de la locura

Si algo está cambiando es mi forma de leer cualquier texto, porque en todos me parece descubrir menciones, solapadas o no, a la vida que llevamos en pleno corazón del caos

El escritor Benjamin Labatut, autor de 'La piedra de la locura', en 2019.
El escritor Benjamin Labatut, autor de 'La piedra de la locura', en 2019.Alamy Stock Photo
Enrique Vila-Matas

Si con la pandemia hubo una demanda masiva de textos sobre el confinamiento, ahora empiezan a solicitarse textos que digan si está cambiando nuestra percepción del mundo. Si algo es seguro que está cambiando es de un tiempo a esta parte es mi forma de leer cualquier texto, porque en todos me parece descubrir menciones, solapadas o no, a la vida que llevamos en pleno corazón del caos.

Lea lo que lea, encuentro alusiones al desorden y la locura y a nuestra penosa experiencia cotidiana de ver cada vez más igualadas razón y demencia. Y la verdad es que ya no sé cuantas veces he leído la historia de la aterradora experiencia vivida en 1961 por el meteorólogo y matemático Edward Lorenz cuando creó en su ordenador una simulación del clima. Acabo de volver a encontrármela descrita en La piedra de la locura, el texto philipdickensiano de Benjamin Labatut que parece confirmar unas palabras de Emmanuel Carrère: “Vivimos en el mundo que imaginó Philip K. Dick”.

Como sabemos, esa experiencia de Lorenz fue una simulación sencilla, que reducía al clima a sólo un puñado de variables, pero era capaz de replicar, a grandes rasgos, la atmósfera de nuestro planeta, hasta que una segunda simulación le hizo ver a Lorenz que en su sistema de ecuaciones lo contrario también podía ser cierto. Tal descubrimiento le llevó a comprender, aterrado, allá en la soledad de su laboratorio, que el azar lo gobierna todo y el clima es impredecible y en realidad estamos siempre en el corazón del caos.

De hecho, la percepción de que viajamos a toda velocidad, sin conductor alguno, montados en “la piedra de la locura”, es decir, montados en una anárquica roca llamada Tierra, es parecida a la que tanto me conmocionó en mi primer viaje a las islas Azores, donde iba a impresionarme la inagotable velocidad de las nubes y ver que el tiempo allí no era nunca estable, y el caos parecía estar indicándonos que había algo en la esencia misma de las cosas y del propio caos que escapaba a nuestro alcance. Porque en las Azores uno tenía la impresión de que jamás podría prever el tiempo que haría una hora después. Y uno allí acababa no comprendiendo el mundo, pero sí, por ejemplo, a Compay Segundo, aquel cubano que cantaba que iba de Alto Cedro para Marcané y en cuanto llegaba a Cueto iba para Mayarí. Toda esa velocidad, que es la aliada perfecta de una angustia excesiva del espíritu —toda esa desazón por querer estar en Sintra cuando estás en Lisboa y viceversa— la veo hoy relacionada con la angustia que cargamos al ver que no tenemos un lugar en el Universo, que es de lo que habla en el fondo Compay y lo que sistemáticamente me ha emocionado siempre de la letra de su canción. Una emoción que no me nubla y menos me impide ahora decir que, si bien nuestra percepción del mundo puede estar cambiando, no sería de extrañar que todo aquello que la cambia esté ahí desde siempre. A fin de cuentas, el caos y la locura podrían ser tan antiguos como esa primera luz del universo que tanto andamos buscando estos días.

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