Dionisio Hernández Gil y la arquitectura como servicio público
El arquitecto extremeño, fallecido el 21 de diciembre, incorporó a un buen número de profesionales en la conservación de monumentos, buscando establecer el sutil diálogo entre la arquitectura contemporánea y la antigua
Escribo estas tristes y dolorosas líneas pensando que voy siendo uno de los pocos que puede dar testimonio de lo que fue el arquitecto Dionisio Hernández Gil, a quien conocí en el otoño de 1954 en la Facultad de Ciencias Exactas: en la clase de Geometría de Don Pedro Pineda se le ponía como ejemplo de que era posible pasar el duro examen de Dibujo en la Escuela de Arquitectura sin eternizarse. Desde entonces, Dionisio Hernández Gil ha estado presente en mi vida.
Nacido en 1934, en Cáceres, el octavo entre nueve hermanos, en el seno de una familia de juristas, de la que el más destacado fue Antonio Hernández Gil, Catedrático de Derecho Civil y primer Presidente de la Cortes Democráticas, Dionisio fue el primero que se atrevió a romper con la tradición familiar. Inteligente y buen compañero, su presencia pronto se hizo notar cuando ingresó en la Escuela, al convertirse, dada su condición atlética y fortaleza, en toda una leyenda del entonces popular Equipo de Rugby de Arquitectura.
Titulado como arquitecto en 1962, aquel mismo año fue uno de los vencedores en el concurso convocado para cubrir las Pensiones de arquitectura en la Academia de España en Roma. Ya en Madrid, atraído por la restauración de monumentos, tras una primera experiencia en el Convento de San Benito en Alcántara, Cáceres, pronto entendió la profesión —puede que siguiendo el ejemplo de sus hermanos—como un servicio público ingresando en el cuerpo de arquitectos del Ministerio de la Vivienda en 1971. Frente a la arquitectura ejercida como profesión liberal, el arquitecto al servicio de las Instituciones. Inspector General de Monumentos en 1979 de la Dirección General de Bellas Artes, pasó a ser Director General de Bellas Artes entre 1983 y 1986, y después primer Director del Instituto de Restauración y Conservación del Patrimonio Cultural, a la construcción de cuya sede tanta energía dedicó.
Desde estos cargos, Dionisio Hernández Gil trató de incorporar a un buen número de profesionales en la conservación y restauración de monumentos, buscando establecer el sutil diálogo —anticipado en San Benito—entre la arquitectura contemporánea y la antigua, y siempre respetando la integridad de esta última, en el buen entendimiento de que ello era el antídoto ante cualquier posible réplica mimética. Del generoso y buen trato que Dionisio Hernández Gil dio a sus compañeros desde los cargos que desempeñó puedo dar fe ya que, sin duda, fue él quien sugirió mi nombre a sus superiores en 1978 cuando se me hizo el encargo del Museo de Arte Romano de Mérida. Y valgan obras como la restauración de la Catedral de Coria; las de las Iglesias de Santa María y San Martín en Trujillo; la intervención en el Convento de San Juan de Dios en Mérida para convertirlo en la Asamblea de Extremadura; o la restitución de las cubiertas de plomo de Villanueva en el Museo del Prado, para dar buena razón de lo que era su actitud en el siempre resbaladizo terreno de la restauración.
Amante de su tierra, en la que tiene establecidos lazos de sangre por los cuatro costados —Logrosán, Trujillo, Baños de Montemayor, Navas del Madroño y Mérida—, casado con una extremeña —el amor de su vida—, Josefina Ruano Burnay, que le dio ocho hijos y cuyo matrimonio todavía contribuyó más a reforzar estos lazos, quisiera terminar estas apresuradas líneas diciendo que no he conocido a nadie con tantas dotes —talento y bondad; sensibilidad y entereza; lealtad y ternura; integridad y fuerza— y que, sin embargo, tan poca ostentación haya hecho de ellas. Vivir consigo mismo y con los suyos le bastaba.
Rafael Moneo es arquitecto, premio Pritzker en 1996.
Babelia
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