El Club de los Almudenos
Un día, Joaquín Sabina dijo que éramos “Los Almudenos” y todo el grupo de amigos nos pusimos tan contentos por tener la denominación que nos identificaba
Almudena Grandes era tan poderosa que jamás pensé que pudiera morirse. Mucho menos que lo hiciera tan joven. Porque incredulidad, tristeza o desolación fueron algunos de los sentimientos que nos inundaron a los amigos cuando hace poco más de un año supimos que Almudena tenía un cáncer. Y miedo, mucho miedo cuando a la vuelta del último verano nos enteramos de que la enfermedad había vuelto de forma traicionera. Lo demás, es darle vueltas al sinsentido del sufrimiento y a la inutilidad de esa enfermedad desoladora que ha jugado a un perverso escondite con mi amiga.
Almudena [la escritora madrileña fallecida de cáncer el sábado en Madrid a los 61 años] tenía dos territorios geográficos vitales y narrativos. Uno era Madrid, pero a 10 minutos máximos de la glorieta de Bilbao, porque si no ya era otro Madrid. El otro, Rota, en la bahía de Cádiz. Allí empezó a recalar los veranos hace más de 20 años. Y su hospitalidad hizo el resto. Primero nos dejamos caer como invitados gorrones, luego como alquilados con derecho a mesa y finalmente como vecinos con casa propia. Un día, Joaquín Sabina dijo que éramos “Los Almudenos” y todo el grupo de amigos nos pusimos tan contentos por tener la denominación que nos identificaba. La felicidad del verano para nosotras dos era salir de casa después de la siesta, encontrarnos en la playa para caminar los tres kilómetros hasta Punta Candor, nadar hasta la última boya, y volver para cenar con las parejas, los niños o las visitas propias o ajenas, tan frecuentes y divertidas. Y en ese trayecto, por supuesto, “cortar todos los trajes” que hicieran falta.
Su manera de conectar, de querer, de reírse hacía que la sintieras una de las tuyas. Conocerla con apenas 20 años me cambió literalmente la vida
Aparte de sus hijos y de su marido, Almudena presumía de pocas cosas. Una de ellas eran sus amigos y la siguiente, sus lectores. A los primeros nos dedicó generosamente su tiempo, su casa siempre abierta, su mención pública y su destreza en la cocina. Los segundos —sus lectores— han sido el motor que la impulsaba a escribir a diario y hacerlo con absoluta libertad con la seguridad de que ellos irían después a comprarle fielmente sus libros. Escritora tenaz y disciplinada. No dejaba pasar un día sin sentarse a escribir. Daba igual que fuera invierno o verano, que hubiera tenido una cena la noche anterior con 20 en casa y que los demás estuviéramos sin preocupaciones porque el aire de la Bahía de Cádiz nos empujaba al abandono de los horarios. Ella se levantaba la primera, se preparaba un té, encendía un cigarro y empezaba a escribir. Si había suerte igual tenía cinco folios buenos; si no tres o dos o uno. Al día siguiente releía y entonces decidía si el trabajo había merecido la pena.
Hace apenas unas horas que ha muerto y mi teléfono se ha llenado de mensajes de gente cercana o no tanto. Todos insisten en una de sus cualidades: “Es que Almudena era como de la familia”. Porque su manera de conectar, de querer, de reírse hacía que la sintieras una de las tuyas. Conocerla con apenas 20 años me cambió literalmente la vida. Los Almudenos nos sentimos hoy mucho más huérfanos.
Babelia
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