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Música clásica
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El otoño de Daniel Barenboim

El director argentino vuelve a Madrid con la Staatskapelle de Berlín para ofrecer versiones muy personales de cuatro sinfonías del gran repertorio del siglo XIX

Luis Gago
Daniel Barenboim dirige la Sinfonía 'Incompleta' de Schubert a la Staatskapelle de Berlín en el Auditorio Nacional el pasado lunes.
Daniel Barenboim dirige la Sinfonía 'Incompleta' de Schubert a la Staatskapelle de Berlín en el Auditorio Nacional el pasado lunes.Rafa Martín/Ibermúsica

El talento ajeno suscita, casi por igual, admiración sincera y envidia insana. El talento desmedido —y en el mundo de la música se han conocido pocos tan exorbitantes como el de Daniel Barenboim— extrema a su vez las reacciones en los dos sentidos y no es difícil encontrar entre nosotros ejemplos casi patológicos de ambas. Aun así, cuesta quizá más entender a aquellos que siguen empeñados en negar al argentino el pan y la sal, cuando su carrera, tan desmesurada como su talento, está jalonada de logros muy difíciles, si es que no imposibles, de emular por cualquier otro mortal. Lo que ha hecho Barenboim como director y como pianista es lo más parecido a una de esas gestas plagadas de hazañas y episodios que gustaban de narrar los clásicos: así lo avalan tanto miles de conciertos y representaciones operísticas a lo largo de siete décadas, que viven en la memoria de quienes allí estuvieron, como los centenares de grabaciones que conforman un legado discográfico no menos ingente y abrumador, solo comparable si acaso al de su amigo Dietrich Fischer-Dieskau. Son demasiados adjetivos cuantitativos para un solo párrafo, sí, pero no queda otro remedio que recurrir a ellos.

Temporada LII de Ibermúsica

Schubert: Sinfonía núm. 7. Beethoven: Sinfonía núm. 3. Schumann: Sinfonía núm. 1. Brahms: Sinfonía núm. 4. Staatskapelle de Berlín. Dir.: Daniel Barenboim. Auditorio Nacional, 8 y 9 de noviembre.

Los dos conciertos que acaba de ofrecer en Madrid al frente de la Staatskapelle de Berlín, de la que es director vitalicio, deberían animarnos, antes de nada, a dejar constancia de otra faceta de Barenboim en la que no suele repararse: la de forjador de orquestas. En los casi 30 años que lleva al frente de la formación berlinesa la ha convertido, y acabamos de ser testigos de ello una vez más, en una maquinaria virtualmente perfecta (tan solo las trompas han mostrado debilidades muy puntuales) que es capaz de codearse con las mejores orquestas de su ciudad, de su país y de cualquier otro lugar del mundo, sin olvidar, por supuesto, que su ubicación habitual es un foso, ya que su principal cometido consiste en tocar en representaciones operísticas en la Staatsoper Unter den Linden. Desde el pasado 27 de octubre, sin embargo, está recorriendo media Europa mostrando su excelencia como orquesta puramente sinfónica, que toca a la vista de todos sobre un escenario: la larga gira comenzó en Atenas, con todas las Sinfonías de Schumann y Brahms repartidas en cuatro conciertos, iba a proseguir en el Teatro alla Scala de Milán con el ciclo sinfónico del segundo (pero un posible caso de coronavirus dentro de la orquesta obligó a cancelar los dos conciertos, con el segundo sustituido in extremis por un recital pianístico de Barenboim) y recaló en el Victoria Hall de Ginebra antes de llegar a Madrid. Esta semana repetirán los cuatro conciertos de Atenas en la Musikverein de Viena (donde ya habían ofrecido en el pasado las integrales sinfónicas de Beethoven, Brahms, Mahler y Bruckner) y la gira se cerrará en la recién remozada Tonhalle de Zúrich el 15 de noviembre, justo el día en que Barenboim cumplirá 79 años. Antes de su llegada a la orquesta, aún muy reciente la caída del Muro de Berlín, proezas como estas eran impensables. Puede afirmarse, sin riesgo a exagerar, que la Staatskapelle de Berlín actual, una de las orquestas más antiguas del mundo, es una creación personal suya. Y produce una gran alegría ver a tantas mujeres entre sus instrumentistas, incluidas varias en los primeros atriles de sus respectivas secciones.

Daniel Barenboim dirige a la Staatskapelle de Berlín, una creación personalísima del director argentino.
Daniel Barenboim dirige a la Staatskapelle de Berlín, una creación personalísima del director argentino.Rafa Martín/Ibermúsica

Para sus conciertos en el Auditorio Nacional (lleno por primera vez el lunes después de muchos meses y con muy pocas butacas vacías el martes) han elegido dos programas llenos de lógica: en el primero, la primera sinfonía moderna, la conceptual y formalmente avasalladora “Heroica” de Beethoven, precedida de la que su admirador y conciudadano, Franz Schubert, dejó truncada como un torso inconcluso de tan solo dos movimientos; en el segundo, el bautizo sinfónico de Robert Schumann y la despedida del género de su antiguo protegido y amigo Johannes Brahms. El arco temporal cubre, por tanto, ocho décadas, la casi totalidad del siglo XIX, y nos conduce desde el golpe de autoridad de Beethoven con una obra que, aunque firmemente entroncada en el pasado, abrió vías de futuro de consecuencias en aquel momento impredecibles, hasta una sinfonía que Brahms decidió culminar con un gesto cargado de nostalgia y de reminiscencias históricas: el último movimiento es un fruto directo de la admiración que le provocó conocer la ciaccona final de la Cantata BWV 150 de Bach, publicada entonces (1884) por primera vez, en la venerable edición de la Bach-Gesellschaft, a pesar de que su jovencísimo autor la compuso en algún momento de la primera década del siglo anterior.

En el concierto del lunes, la “Incompleta” de Schubert conoció una versión extraordinariamente plácida y serena, a tal punto que varios de los sforzandi que prescribe el compositor sonaron casi expansivos, sin mordiente ni ataques incisivos. El segundo tema del primer movimiento, plasmado como un Allegro moderato sumamente lento, sonó más lírico si cabe que el primero, moldeado con gestos parcos y esenciales por parte de Barenboim, más volcado casi siempre en pedir a sus músicos moderación que en reclamar mayor volumen, aunque el fortissimo del desarrollo tuvo ya un peso diferente que el del final de la exposición. Fue una versión de hechuras clásicas, de trazo fino, con múltiples detalles dinámicos, agógicos y armónicos solo perceptibles para el oído muy atento (como la magistral primera coda), en la que se enfatizaba siempre que era posible el componente lírico y cantable al tiempo que se amortiguaban los arranques de dramatismo. Estos últimos fueron más graníticos en el Andante con moto, dominado también por un equilibrio constante entre contención e intensidad. Pocas veces ha sonado la tonalidad de Mi mayor más triste y menos exultante. Y bastó bajar un semitono tras el descanso, sustituyendo sostenidos por bemoles, para instalarse en la tonalidad de la Sinfonía “Heroica”.

Tras esa pausa no anunciada en el programa, Barenboim y la orquesta comenzaron fríos y el Allegro con brio inicial no tuvo la amplitud ni el peso necesarios, y no solo por la sorprendente decisión de no repetir la exposición: respetar la indicación de Beethoven confiere a este movimiento revolucionario un importante valor añadido. Tras los prometedores acordes iniciales, el movimiento fue perdiendo fuerza y tampoco se percibían ni la cohesión ni la densidad sonora que habían caracterizado la versión de la “Incompleta”. Aunque impecable desde el punto de vista arquitectónico (pocos músicos han sabido construir los edificios beethovenianos con la inteligencia y la lógica de Barenboim), fue un primer movimiento desigual, falto del brío y el empuje que el argentino ha sabido imprimirle en muchas otras ocasiones, y que no son muy diferentes de los que caracterizan el movimiento homólogo de la Sonata “Waldstein”, una cima casi inalcanzable en manos del argentino. Las cosas mejoraron, y mucho, en la marcha fúnebre, entendida sin excesos, más seráfica que desgarrada, y que fue creciendo exponencialmente en interés a partir del fugato, un dechado de claridad y de dramatismo –de nuevo– enormemente concentrado y comedido. Ya concluido, después de que los primeros violines retomen sotto voce el tema expuesto inicialmente por el oboe, el fortissimo de violonchelos y contrabajos sí que sonó como una punzada de un dolor profundo, y a partir de ahí orquesta y director construyeron un ascenso y un descenso enormemente personales, transmitiendo el enorme potencial innovador de estos compases con una ejecución portentosa y un enfoque personalísimo.

Lección de clase

Barenboim sí respetó las repeticiones del Scherzo, aunque en conjunto sonó más a paréntesis previo a la descarga de artillería final. Con un nuevo despliegue de economía gestual, el director obró maravillas en la traducción del contrapunto beethoveniano (muy presente asimismo en la serie de variaciones final), en el equilibrio y el empaste entre las distintas secciones de la orquesta y, también aquí, en la exploración de los aspectos más modernos de la música, aunque sin descuidar nunca las hechuras clásicas. Si bien es la cuerda, con su variedad y homogeneidad de golpes de arco y su impecable afinación, la que más tiende a prender nuestra atención, cada intervención de Cristina Gómez Godoy, la oboe solista de la orquesta, obligaban a clavar los ojos en ella: todos sus solos fueron una lección de clase, sonido y estilo, pero su manera de dar comienzo al Poco Andante (a solas con clarinetes y fagotes), que Beethoven marca piano y con espressione, fue de esos momentos que se quedan prendidos en la memoria. La linarense, y no por tocar en casa como quien dice, se hizo acreedora de los cálidos aplausos con que le obsequió el público durante el largo rato que Barenboim la mantuvo de pie al final del concierto (a comienzos del año que viene se publica la grabación de ambos con los Conciertos de Mozart y Richard Strauss). La preparación de la coda, marcada Presto, fue un alarde de control y planificación dinámica por parte del director argentino, que huyó también de todo desafuero en el otras veces desmelenado tramo final. Empezó el concierto controlando el arranque en pianissimo de la “Incompleta” y lo terminó controlando la conclusión en fortissmo de la “Heroica”.

Un gesto afectuoso de Daniel Barenboim con el violinista Lothar Strauß. En primer plano, el concertino Wolfram Brandl.
Un gesto afectuoso de Daniel Barenboim con el violinista Lothar Strauß. En primer plano, el concertino Wolfram Brandl.Rafa Martín/Ibermúsica

En el concierto del martes, el sonido de la orquesta se transformó del mismo modo que mudan de piel las serpientes. La única incorporación eran los trombones, porque la cuerda mantuvo idéntica plantilla (de doce primeros violines hacia abajo), pero el conjunto producía un sonido diferente, especialmente en la Cuarta de Brahms, porque la Primera de Schumann no es exactamente un prodigio de orquestación. De hecho, dio la impresión de que Barenboim se preocupó principalmente en esta última de imprimir cohesión a una partitura primeriza en las que son demasiado visibles las costuras fruto de la inexperiencia. Su economía gestual alcanzó aquí el punto más alto, con esa peculiar técnica de batuta, que apunta hacia abajo y no hacia arriba, y el brazo izquierdo pegado al cuerpo en muchos momentos: aun en secciones como la marcada Animato mantuvo intacta la inmovilidad corporal. La orquesta lo conoce tan bien, y a él a ella, que parece capaz de seguirle aun con los ojos cerrados. En el Larghetto les dejó tocar casi solos, aunque la claridad de las texturas y las mínimas gradaciones de tempo denotaban que sí había una mente rectora. El tramo final del Scherzo y todo el último movimiento, que acusa claramente la influencia de Mendelssohn, fueron lo mejor de la versión, que dejó en el aire la pregunta de si no habría sido mejor pareja de la Cuarta de Brahms la propia Cuarta de Schumann, una obra mucho más sustancial y también en modo menor.

Lo que permitió la elección fue que la última creación sinfónica de Brahms luciera con un fulgor aún mayor. Refugiado en los doce años que aún le quedaban de vida en el piano, la canción, la música de cámara y, en última instancia, el órgano, para rendir pleitesía a Bach en su canto del cisne, escuchando esta música es imposible no añorar más sinfonías del hamburgués. Y estos son compases y maneras que tienen todos los visos de ser muy, muy cercanos al estado espiritual actual de Daniel Barenboim, que pareció sacar el Si octavado de primeros y segundos violines con que se inicia la sinfonía de lo más profundo del subsuelo: una nota llegada de ultratumba. En línea con todo lo escuchado hasta entonces, dominaron los tempi lentos, los remansos líricos y la intensidad mucho más soterrada que manifiesta. El Allegro non troppo inicial sonó como un todo orgánico con una trabazón perfecta de todas sus partes, mucho más compleja de lo que pueda parecer a primera vista. No hubo excesos, ni desafuero, sino un clasicismo contenido, manifiesto incluso en el recogimiento del último acorde, redoble de timbal incluido.

El segundo movimiento fue música de cámara en estado puro. Visto de espaldas, Barenboim parecía no hacer un solo gesto, aunque los músicos respiraron siempre con él. La sección central elevó lo justo la temperatura dramática y a partir de ahí fue apagándose lentamente. Fue aquí donde vino a la memoria el título del estudio de Frank Kermode, The Sense of an Ending (retomado décadas después por Julian Barnes para una de sus novelas), porque absolutamente todos los finales de movimiento moldeados por Barenboim tuvieron un sentido, una lógica y una direccionalidad perfectamente delimitadas desde el podio. En la sección central del Allegro giocoso, el argentino encontró un nuevo asidero para la gravedad y la reflexión, y a continuación, abordado casi attacca, nos regaló el que fue probablemente el movimiento mejor interpretado de los dos conciertos. La serie de variaciones sobre el bajo de inspiración bachiana sonaron a tales, cada una con una personalidad muy marcada, pero también imbricadas en un continuum dominado por la lógica. Fueron sucediéndose las protagonizadas por la cuerda, por las maderas (como el famoso solo de flauta, tocado de forma un tanto alambicada y poco natural por Claudia Stein) y por los metales (extraordinarios los corales de trombones y trompas) como si fueran una secuela directa de las series de variaciones de Haydn, Mozart o Beethoven, incluidas, claro, las de la “Heroica”: tal fue la impronta clásica que supo imprimirles Barenboim. Con excelente criterio, al igual que el día anterior, no hubo propinas: tanto la Tercera de Beethoven como la Cuarta de Brahms no admiten postdatas.

Daniel Barenboim agradece los aplausos del público que llenaba el lunes la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional.
Daniel Barenboim agradece los aplausos del público que llenaba el lunes la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional.Rafa Martín/Ibermúsica

En Madrid, donde ha vuelto a ser recibido con el cariño que se profesa a quien ha formado parte durante décadas de nuestras vidas, muchos atesorarán en su memoria múltiples recuerdos del Barenboim llamémoslo primaveral, volcánico y luminoso. Ahora, a punto de ser octogenario, a punto de volver a colarse en nuestras casas en el Concierto de Año Nuevo desde Viena el próximo 1 de enero, se ha convertido en un intérprete otoñal, mesurado, calmo, sabio y con cierta tendencia a la melancolía. Ojalá que el otoño sea largo, muy largo.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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