Lo que ‘El último duelo’ enseña sobre la Edad Media: nobles arruinados, huellas de la peste, mujeres como propiedad
La película de Ridley Scott describe la última vez que se combatió a muerte para dictaminar la culpabilidad o la inocencia de los contendientes, en el invierno de 1387, basándose en el cronista Jean Froissart
El cronista Jean Froissart era un hombre inquieto. Gravitar en torno a la vida cortesana y buscar la protección de los nobles le llevó a mediados del siglo XIV desde una de las prósperas ciudades comerciales de Flandes a cruzar por primera vez el Canal de la Mancha, aprovechando una de las muchas treguas que salpicaron la contienda entre los reinos de Francia e Inglaterra, cada uno con sus cambiantes aliados, que se conoce —aunque solo desde el siglo XIX— como la Guerra de los Cien Años. Desde entonces, atravesó reinos y condados, sirvió a grandes señores, quizás conoció a Petrarca y Chaucer. Como otros muchos, como el Jacques Le Gris de El último duelo, la última película de Ridley Scott, Froissart había tomado los hábitos sagrados y recibido una formación de clérigo y una parroquia con sus correspondientes ingresos. El Estado clerical con frecuencia no pasaba de eso: formación letrada, rentas y algunos privilegios que permitían medrar en los ambientes nobiliarios y protegerse de peligros y conflictos.
Su experiencia personal quedó plasmada en los cuatro libros de sus Crónicas, una extraordinaria atalaya sobre el convulso siglo XIV que escribió entre 1369 y 1400 con lo que vio, escuchó, preguntó y le contaron. Se han conservado más de 100 manuscritos, lo que habla de su rápida difusión. En el libro tercero Froissart cuenta una historia de la que, según dice, se hablaba mucho en Francia, un duelo a muerte que tuvo lugar en París en el invierno de 1387, ciertamente no el último celebrado, pero sí la última ocasión en la que el tribunal regio ordenó que un combate dictaminara la culpabilidad o la inocencia de los contendientes. De ese insólito relato parte Eric Jager, profesor de literatura medieval, autor del libro El último duelo (Ático de los libros, 2021, traducción de Joan Eloi Roca) en que se basa la película, para diseccionar una sociedad en crisis y en guerra.
El último duelo recrea así una historia con una extraordinaria fuerza narrativa siguiendo muy de cerca el relato del cronista medieval. Froissart describe esa Edad Media masculina de caballeros arruinados por la pérdida de rentas y de campesinos que trabajan sus tierras como consecuencia de la peste negra de 1348 y sus coletazos; del compadreo guerrero y cortesano de esos hombres solos a la búsqueda de una esposa cuya dote les permita la reproducción de su linaje, por insignificante que este sea, y acceder a nuevas fuentes de riqueza; de nobles venidos a menos cuyo analfabetismo provoca burlas, y de escuderos ansiosos que se ganan la vida como recaudadores de rentas en un mundo empobrecido.
La caracterización de la Edad Media que procede de las fuentes históricas y de la literatura de la época transita explícitamente por las escenas dirigidas por Ridley Scott. Se percibe en quienes eligen mal el bando en una guerra eterna de alianzas cambiantes, una guerra que diezma los exiguos ejércitos de caballeros como Jean de Carrouges en los páramos escoceses y los aboca a un endeudamiento permanente; también en los vasallos caídos en desgracia que añoran la sociabilidad cortesana, aunque esa corte sea la del depredador conde Pierre d’Alençon.
Explora la película, no obstante, territorios menos conocidos que matizan la extendida creencia de que la Edad Media es poco más que un paréntesis de barbarie entre Roma y el Renacimiento cuyo destino es progresar de forma lineal desde las ruinas de la civilización hasta la racionalidad moderna. La complejidad de la época y lo difícil que suele ser penetrar en sus códigos se atisban en las aparentes contradicciones que se ponen de manifiesto en normas y prácticas. Las estrategias juegan un papel fundamental a la hora de optar por unas u otras.
En el tribunal regio de París en las décadas finales del siglo XIV coexisten prácticas judiciales aparentemente irracionales, como duelos y juicios de Dios, con otras basadas en la aplicación de normas jurídicas codificadas a partir de la recuperación del Derecho romano por clérigos expertos que en ocasiones escarban obsesivamente en los más nimios detalles de la vida sexual de las mujeres. El último duelo —como otros muchos a lo largo de la Edad Media o como las ordalías de los siglos previos— no es solo una expresión de violencia. Es una exhibición de poder y jerarquía sometida a unas reglas de conducta, apariencia y representación, plasmadas en detalle en las numerosas miniaturas que adornan los manuscritos de Froissart.
Ridley Scott recrea fielmente las armaduras, que podían llegar a pesar más de 20 kilos e impedían casi todos los movimientos, los enormes caballos que servían solo para el combate, las espadas y dagas que abrían heridas mortales en las zonas menos protegidas del cuerpo del soldado. Pero por encima de todo eso, un duelo es una de las posibles estrategias para resolver un conflicto sobre una propiedad, en este caso una mujer y su cuerpo, que restaura la honra del vencedor y de su linaje, el orgullo fiero que asoma a su mirada y oscurece a todos los que le rodean mientras atraviesa a caballo la ciudad embarrada con la iglesia de Nôtre Dame en construcción al fondo.
En la narración de Froissart, la esposa del caballero no tiene nombre. Tampoco ninguna de las demás que salpican el relato. Las crónicas medievales, sobre todo las que como esta deben su frescura a los testimonios que va recogiendo el autor, otorgan distinto grado de veracidad a unos informantes u otros. Mientras los testigos que gozan de mayor crédito —hombres poderosos, ya sean laicos o eclesiásticos— son citados por su nombre, las mujeres solo salen del anonimato en muy contadas ocasiones.
El último duelo plantea uno de los problemas metodológicos a los que se enfrentan quienes analizan los textos escritos en sociedades pasadas, esto es, la necesidad de cotejar versiones y no dejarse engañar por lo que parece verdadero, sino ir casando fragmentos para tratar de reconstruir lo que puede ser verosímil. En su juego de versiones, lo que la película presenta es la insatisfacción del caballero por no haber obtenido la dote exigida al padre de su esposa, que desata su ira contra quien le ha arrebatado esa porción de tierra fértil junto al río. Es también el ansia del escudero por ascender en la escala social y la dificultad para conseguir esposa y patrimonio, que le hacen codiciar la propiedad de otro hombre.
Y luego está la lectura entre líneas que reconstruye la versión del objeto de disputa transformado en sujeto agente y con nombre, en este caso la verdad según Marguerite. No hay estrategias de poder en lo que entiende y vive como violencia descarnada, tampoco representa ningún ideal de amor romántico ni prefigura movimientos del presente reivindicando unos derechos que como tales estaban fuera del universo mental e institucional de su época. No es fácil determinar hasta qué punto las experiencias compartidas pudieron crear complicidad entre las mujeres al margen de la jerarquía social y la riqueza.
Si las damas de su clase acusan a la esposa de un señor de comportarse como una campesina y dañar a su linaje, la mirada de todas ellas durante el duelo parece reflejar una angustia similar, si bien nunca se franquea la barrera que las separa. Muy poco se sabe de lo que sucedió después del duelo, más allá de algunos datos dispersos. El cronista Froissart, no obstante, nos brinda uno de esos preciosos momentos en los que se cuela la vida entre las letras cuando, ante el terrible castigo que acecha a Jean de Carrouges y su esposa, se pregunta: “No sé, porque nunca hablé con ella, si no se había arrepentido de haber llegado tan lejos y de haber puesto en tal peligro a su esposo y a ella misma”.
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