Mary Beard: “En el corazón de la monarquía hay un vacío enorme”
La célebre historiadora publica ‘Doce césares’, un ensayo sobre la influencia de los emperadores romanos en la forma de representar el poder, que ha perdurado hasta la actualidad
Mary Beard (Much Wenlock, Reino Unido, 66 años), la profesora de Clásicas que terminó convertida en estrella del rock —los griegos lo llamaron oxímoron, “ingeniosa alianza de términos contradictorios”—, se hizo conocida por prestar atención, en insospechados superventas como SPQR, Pompeya o Mujeres y poder, a sujetos ignorados por la mayoría de los especialistas, como las mujeres, los esclavos y otros ciudadanos de tercera. En su nuevo ensayo histórico, Doce césares (Crítica), Beard se centra en el lado opuesto de ese espectro: en la imagen absoluta del poder que reflejaron los emperadores romanos, perpetuada durante siglos por la pintura, la escultura, la fotografía y el cine, y todavía vigente en la actualidad.
“Cuando vemos un busto romano en un museo, pasamos de largo. Es una imagen banal y hasta aburrida. Mi objetivo ha sido recordar por qué esas estatuas tienen interés”, responde Beard en su casa, un edificio victoriano desbordante de libros en Cambridge (Reino Unido), donde da clases en el Newham College desde hace cuatro décadas. Su marido, historiador especialista en arte bizantino, trabaja silenciosamente en un despacho de la primera planta, mientras que Beard hace justicia, en un sótano con vistas al jardín, a su fama de estajanovista: en un solo día, asegura haber grabado un podcast, preparado una conferencia para un museo de Boston, concedido varias entrevistas y escrito un capítulo de su nuevo libro, que volverá a hablar de los emperadores. “Se requiere disciplina”, afirma Beard, que calza las mismas zapatillas coloristas que fascinaron a Hillary Clinton en su reciente entrevista para la BBC. “Mis deportivas de abuela”, se carcajea Beard. Vistas de cerca, uno se da cuenta de que son de Gucci.
La historiadora es una dame que suelta tacos y suele descorchar la primera botella de vino hacia las cinco de la tarde. Estamos en tiempo de descuento, pero prefiere servirse un sorprendente latte macchiato (por prejuicio british, le hubiera pegado más un té negro con leche). En su despacho hay tres bustos: Vitelio, uno de los héroes de su nuevo libro “pese a ser una mierda absoluta de persona”; Augusto, una copia comprada “por 20 libras en una subasta”, y Safo. “Está bien tener cerca a una mujer, y además lesbiana. Aunque quién sabe cuál fue la sexualidad de los otros dos. Seguro que los tres eran queer...”. Esos bustos de tiempos lejanos, como recuerda en el libro, fijarán la definición del poder en la cultura occidental. Durante siglos, los ricos y poderosos se han representado a sí mismos siguiendo el patrón de esos 12 soberanos que dan título a su nuevo ensayo, inspirándose en la cruel solemnidad de Julio César o de Domiciano, aunque a veces hayan acabado tan mal como Nerón, tocando la lira en la más absoluta soledad, con Roma ardiendo en segundo plano.
“Ya no vestimos a nuestros líderes con toga, como sucedía en los retratos anteriores al siglo XIX, pero algo queda. Todas las representaciones del poder fueron inventadas por Roma”
Beard recorre los últimos 2.000 años de historia, de la república romana al lodazal de la política británica actual, examinando cientos de obras de arte y relatando otras tantas anécdotas históricas que le permiten descubrir que la representación del poder surgida en Roma sigue sin tener rival en nuestro tiempo. “Ya no vestimos a nuestros líderes con toga, como sucedía en los retratos anteriores al siglo XIX, pero algo queda. Todas las representaciones del poder fueron inventadas por Roma”, sostiene. “Si vemos perfiles de reyes en las monedas que llevamos en el bolsillo es por Julio César, que fue quien tuvo la idea”. En el libro la define como “la primera industria de producción masiva”: la efigie de los emperadores se reprodujo, muchos siglos antes de la aparición del merchandising, en pinturas, estatuas, joyas y bajorrelieves.
La autora observa el mismo retraimiento sobreactuado de los césares en las apoteósicas investiduras estadounidenses o en el paseíllo solitario que se marcó Macron en el Louvre tras ganar las elecciones en 2017, un ejemplo de manual de cesarismo con Napoleón como médium. Sin ir más lejos, el líder que tiene más cerca de casa posee un busto de Pericles en su despacho en Downing Street. “Boris Johnson estudió Clásicas y es un apasionado del mundo griego, aunque le pegaría más ser un personaje romano. Pero no le diré cuál, porque me parece un ejercicio periodístico un poco fácil…”, protesta educadamente. Ya ha perdido la cuenta de las veces que, en los últimos años, le pidieron que comparase a Trump con Calígula. “Encima, yo veía más a Heliogábalo”, dice sobre el emperador que se abandonó a los placeres más groseros y llegó a asfixiar, según reza la leyenda, a sus invitados con una masa incontable de pétalos de rosa. “Heliogábalo nos recuerda que la generosidad de los poderosos siempre es peligrosa. Nunca hay que olvidar eso”, advierte.
En el libro, Beard subraya otra paradoja: la admiración y la fama de la que se siguen beneficiando personajes históricos que, en su gran mayoría, fueron dictadores y terminaron siendo asesinados. “Nos encanta su reputación como autócratas corruptos, que nos parece más interesante que la idea de una dinastía feliz y bien avenida que murió plácidamente en la cama”, sonríe. “Pero, en realidad, un busto también puede ser visto como una decapitación, como un presagio del final que muchos tuvieron”.
“Un busto también puede ser visto como una decapitación, como un presagio del final que muchos de esos líderes tuvieron”
Al observar el mundo actual, Beard ve mucho más Roma que Grecia. “Y no me importa que sea así. No quiero criticar a Grecia, porque el mundo sería un lugar mucho peor sin los escritos de Platón. Pero Atenas era un pueblo, una pequeña ciudad universitaria. Roma, en cambio, fue una cultura global que se enfrentó a problemas como el urbanismo, el multiculturalismo y la explotación, temas que hoy están en nuestra agenda”, responde. Aun así, se niega a buscar respuestas a esos asuntos en el mundo clásico, como ya ha expuesto otras veces. “En realidad, nosotros tenemos mejores respuestas que ellos. Cuando me preguntan si preferiría vivir en Roma o en Grecia, siempre respondo que en ninguno de los dos sitios. Además, hay una tendencia a elevar esas dos culturas por encima de todo el resto, tal vez por una cuestión de ignorancia”, apunta Beard, que insta a recordar también el papel del islam y de otras civilizaciones no europeas.
Cuando escribe, Beard es mitad Tácito, el cerebral historiador de las épocas flavia y antonina, y mitad Suetonio, el biógrafo durante los reinados de Trajano y Adriano conocido por su agilidad narrativa y su afición por la anécdota jocosa, cuya Vida de los doce césares ha inspirado este volumen. “Me parece un escritor infravalorado”, afirma la autora. “Ha sido tratado como un mero cotilla frente a Tácito, el disector analítico y cínico del poder. Pero cuanto más leo a Suetonio, mejor observador me parece. Por ejemplo, me gusta cómo describe un momento inmediatamente anterior al suicidio de Nerón. El emperador llama a sus sirvientes, pero no acude nadie. Ahí se da cuenta de que el juego ha terminado”, relata Beard.
Siguiendo su ejemplo, al investigar para este ensayo, inspirado en una serie de conferencias que dio en Washington en 2011, logró inspeccionar otros ángulos ciegos a partir de un surtido anecdotario. Por ejemplo, comprendió mejor la condición solitaria del gobernante. “Soy una republicana convencida, pero ahora entiendo mejor a los reyes. ¿Cómo pueden creer en su excepcionalidad cuando, en el fondo, son seres corrientes, cobardes y llenos de defectos? Entendí que su primera misión nunca es hacer que los otros crean en su poder, sino empezar por creérselo ellos mismos”, asegura Beard. Entre otras cosas, para eso servían las estatuas: para impresionar a los súbditos, pero también para que los poderosos vieran en ellas el reflejo embellecedor de sus personajes públicos. A Beard le recuerda a Lady Di, que solía empezar el día, según los tabloides de la época, pasando revista a las fotos de sí misma que publicaban los periódicos. “Se interpretó como una forma de vanidad, y lo era. Pero en su gesto veo un problema parecido al de los emperadores que erigían estatuas en su honor: necesitaba ese reflejo para poder creer en su personaje público”, sostiene Beard. “En el corazón de la monarquía hay un vacío enorme, mucho mayor de lo que podamos imaginar”.
“No voy a dar clases con miedo a ser cancelada. Es un debate exagerado por los medios y por personas que no entienden que la universidad ha cambiado para bien”
La propia autora se ha convertido en un personaje público, algo que nunca sospechó cuando era una niña que crecía en un apacible pueblo de Shropshire, condado de las Midlands limítrofe con Gales, durante una infancia que recuerda como “una fantasía rústica, excepto porque no teníamos retrete dentro de casa”. Hoy es la especialista más leída, premiada y aclamada, imparte concurridos seminarios y cuenta con un programa semanal en la BBC y una columna en el Times Literary Supplement. ¿Siente que ella también ha conquistado algo parecido al poder? “No lo sé, pero espero no acabar como Lady Di. Si tengo poder, es solo un poder cultural, que suele ser muy fácil de repudiar”, descarta. La historiadora tiene 300.000 seguidores en Twitter, red social en la que ha tenido derecho a una dosis considerable de críticas e insultos que ella sabe rebatir con buenos modales. Cuando un joven británico la tildó de “vieja zorra asquerosa”, Beard acabó almorzando con él. Al final de la comida, el chico le pidió perdón. “Supongo que viene del hecho de ser profesora universitaria. Cuando un alumno te dice una estupidez, no te pones a gritar, tratas de contestarle con educación. Si puedo lograr que los debates en Twitter sean un poco más sanos y matizados, estaré satisfecha”, afirma. Admite que hay días en que no lo consigue. “Y esos días apago el ordenador”.
Beard se jubilará el año que viene después de más de 40 años en la universidad. “Es hora de dejar sitio. El mundo académico es poco acogedor para quienes vienen de abajo. Los de mi edad debemos apartarnos para dejarles sitio”, responde. “Cuando tienes una pensión decente y ya has pagado tu hipoteca, da una oportunidad a otros. Luego quéjate sobre lo mal que lo hacen, pero no te aposentes en el poder”. La universidad ha cambiado mucho desde los setenta, cuando ella llegó a Cambridge. “Entonces había un 12% de mujeres. Los hombres eran casi todos blancos y pijos. Como en la Atenas del siglo V, ¡qué fácil es la libertad de expresión cuando todo el mundo es igual que tú!”, ironiza.
No ve problema Beard en las resistencias que sus estudiantes expresan respecto a algunos textos clásicos, como las Metamorfosis de Ovidio, que algunos preferirían no leer por el grafismo de sus violaciones. “Yo digo que hay que leerlo para entender la violencia masculina, pero puedo entenderlos. Los estudiantes levantan la voz igual que lo hacíamos nosotros con otros temas. Seríamos una universidad lamentable si los jóvenes aceptaran sin rechistar lo que les damos. Su trabajo es desafiarnos, aunque, de vez en cuando, también podrían escuchar… En cualquier caso, no voy a dar clases con miedo a ser cancelada. Es un debate exagerado por los medios y por personas que no entienden que la universidad ha cambiado para bien”.
“Algunos monumentos celebran un poder injusto, pero no todos. Hay estatuas que nos recuerdan que, a veces, hay que matar por el progreso”
En la Universidad de Brown, miembro de la selecta Ivy League estadounidense, un colectivo de estudiantes exigió en 2020 que se retiraran del campus dos estatuas de emperadores romanos, César Augusto y Marco Aurelio, al considerarlos “supremacistas blancos”. “Si lo que salió en la prensa es verdad, necesitan una buena clase de historia”, bromea Beard, aunque desconfía del sensacionalismo de los medios con este asunto. En cualquier caso, no cree que todas las estatuas deban caer. “Algunas celebran un poder injusto, pero no todas. Siempre pienso en la estatua de Carlos I en Trafalgar Square, el monarca que observa el lugar donde fue ejecutado. No está ahí para que lo celebremos, sino para recordar que, a veces, hay que matar por el progreso. Estatuas como esa nos recuerdan que, para obtener la democracia, tuvimos que acabar con ese tipo”.
Babelia
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