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Viaje a la Francia tenebrosa del nazismo y el colaboracionismo

Hervé Le Corre publica una novela negra que une dos traumas históricos franceses: la II Guerra Mundial y el conflicto de Argelia

La plaza de Pey-Berland en Burdeos durante la ocupación alemana en 1942.
La plaza de Pey-Berland en Burdeos durante la ocupación alemana en 1942.Keystone-France (Gamma-Keystone via Getty Images)
Antonio Jiménez Barca

El escritor de novela negra Hervé Le Corre, de 66 años, se acerca a un callejón que hace curva en la parte vieja de Burdeos, su ciudad natal y en la que ha vivido siempre. Se para junto a un edificio abandonado. En el segundo piso hay un letrero luminoso antiguo, de los años cincuenta o sesenta, que dice “Hôtel Les voyageurs” (Hotel Los viajeros). Le Corre señala: “Ahí”. Y añade: “Yo venía a este barrio de joven porque un amigo mío vivía cerca. Era, por entonces, una zona peligrosa, con gente del hampa, y me atraía mucho. Por eso situé aquí, en ese hotel, el arranque de Después de la guerra. Me alegro de que, al menos, el letrero aún perdure. Es un buen nombre para un hotel, ¿no?”. La novela, publicada recientemente en la colección Roja y Negra por Reservoir Books, discurre casi enteramente en esta ciudad, se circunscribe a un año, 1957, particularmente convulso de la historia de Francia —y de Burdeos— y aborda dos elementos aún traumáticos para los franceses: el colaboracionismo y la guerra de Argelia.

En el hotelucho en cuestión donde empieza la historia unos policías corruptos, que en su tiempo ayudaron a los nazis a perseguir judíos y miembros de la Resistencia, interrogan a un pobre diablo que esconde una información que escupe a palos. A partir de ahí se desarrolla una trama violenta en la que confluyen las venganzas personales y las heridas históricas que nunca acaban de cerrarse y que son consecuencia de que una parte de la sociedad ayudó al peor enemigo en el peor momento. Por ahí desfilan soldados de la guerra de Argelia, policías depravados, exiliados españoles de la Guerra Civil, víctimas escapadas de un campo de exterminio, nazis ocultos, luchadores de la Resistencia y simples colaboracionistas.

Le Corre tuvo muy claro dónde situar la acción. Y lo hizo por dos razones: “La primera, porque, al ser yo de aquí, todo me era más cómodo”. La segunda es más importante: “Burdeos fue uno de los lugares de Francia que más colaboró con los nazis y ha padecido lo que yo denomino una amnesia organizada. Esto lo dejó patente el estudio del comercio de esclavos —origen de la prosperidad de la ciudad—, que ha sido siempre muy difícil porque los archivos personales de las grandes familias burguesas siempre estaban ocultos. Y con lo que ocurrió en la II Guerra Mundial pasa lo mismo. El alcalde de entonces, Adrien Marquet, fue abiertamente colaboracionista y en el despacho del comisario de policía Pierre Poinsot se torturaba sistemáticamente a los judíos o a los miembros de la Resistencia para ayudar a la Gestapo. Las grandes familias burguesas vinícolas también frecuentaban los cócteles de las autoridades nazis. Además, aquí no hubo ninguna liberación de la ciudad. Simplemente, el ejército alemán se retiró. Y después se corrió un manto de silencio”.

Cuesta imaginar todo eso hoy, en esta animada y bella ciudad atravesada de tranvías y de calles peatonales, llena de bicicletas y de restaurantes al aire libre. Le Corre es un estupendo guía, y rescata de cada esquina o de cada portal una historia de resistentes traicionados o de colaboracionistas que a última hora se pasaron al bando bueno simplemente porque intuían que también era ya el bando vencedor.

“A los burgueses no les interesaba hablar, estaban demasiado implicados, los comunistas eran partidarios también de mantener aquello de que la Resistencia había ganado la guerra y la historia. De Gaulle fue partidario de dejar a jueces, policías y funcionarios en sus puestos, sin preguntar mucho a fin de que el Estado se volviera a poner en marcha sin demasiada interrupción, aprovechando la inercia, sin perder tiempo, ya que tenía miedo de que el Estado colapsara y fuera a parar a manos precisamente de los comunistas”.

Hervé Le Corre, en una imagen cedida por la editorial.
Hervé Le Corre, en una imagen cedida por la editorial.

Para este escritor, que tiene publicadas en España, en la misma colección, otras dos obras, estos traumas históricos no se liquidan jamás. “Es normal que los momentos trágicos sigan suscitando polémica. Entre otras cosas, porque hay tendencias políticas que los retroalimentan. En Francia, por ejemplo, la extrema derecha, que es muy poderosa, sostiene que aquel periodo no fue tan negativo ni tan malo, defiende al mariscal Pétain y fomenta una especie de racismo antiárabe y antinmigración que nació en la guerra de Argelia. Hay un racismo poscolonial que aún está vivo, que aún perdura en el debate político”.

Le Corre fue durante toda su vida, hasta su jubilación, profesor en un colegio público de Francés y de Literatura francesa. Y siempre persiguió inculcar a sus alumnos, además de la gramática y de la indigesta ortografía francesa, el principio del placer ante la lectura. Él mismo lo sigue antes de embarcarse en cada libro: “A mí me encanta sumergirme en una época, aprenderlo todo. Disfruto muchísimo haciéndolo. Soy soldado o miembro de la Resistencia, sin padecer ningún riesgo. Esto no tiene precio. No creo ni en la literatura comprometida ni en la utilidad práctica de las novelas. Sí en su disfrute”. Recuerda, a propósito de eso, el día en que un alumno le pidió prestado el primer tomo de una novelota de 650 páginas de la que él había hablado en clase y que a los pocos días, tras devorarlo, le pidió el segundo. Al entregárselo, dice, se sintió orgulloso de sí mismo y de su tarea.

El personaje principal de la novela es un policía corrupto, egoísta, violento, cruel, colaboracionista sin ideología y arribista experto en saltar de un régimen a otro amparándose en sus contactos y en su puro egoísmo. “Hay muchos como él en la historia. Hay por todos lados. Y gracias a ellos, a los egoístas, las dictaduras prosperan. Son gente comprometida solamente con sus intereses personales y por eso se convierten en los mejores aliados de los totalitarismos”.

Remarca la presencia de lo español en Burdeos (y por lo tanto, en la novela). Y señala que esta ciudad del sur de Francia se convirtió, tras la Guerra Civil, en un refugio para los exiliados republicanos. Después recuerda que la primera manifestación a la que acudió en su vida, en 1972, fue una convocada por españoles contra Franco. Y añade: “Aquí, cuando mataron a Carrero Blanco, se celebró en la calle, se bebió en la calle y se bailó. Yo eso lo he visto”. Después vuelve a recordar: “Había un vieux anarch, un viejo anarquista que se llamaba Sánchez que nos dejaba usar su linotipia para imprimir panfletos nuestros...”.

Pasan entonces por la calle unos chicos de 12 o 13 años jugando entre ellos y Le Corre se queda mirándolos y parece que está recordando más cosas de su juventud. Pero no: “No lo echo de menos, pero, ¿sabe? Ser profesor de chicos de esas edades era un trabajo fenomenal”.

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Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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