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EL FARO DEL FIN DEL MUNDO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una vida (literaria) con los nadadores de combate

Repaso de la historia y los libros sobre buceadores militares con motivo de la lectura de ‘El italiano’ de Arturo Pérez-Reverte

Jacinto Antón
Nadadores de los Navy Seals entrenan en una piscina.
Nadadores de los Navy Seals entrenan en una piscina.US NAVY

Me preparé para la misión con los nadadores de combate lo mejor que pude. Carecía del cóctel de drogas denominado DIX que tomaban antes de sus misiones los buceadores alemanes de torpedos humanos de la K-Verbände (KvB, Kleinkampfverbände, “unidades de batalla menores”) y que consistía en 5 mg del narcótico Eukodal (oxicodona) similar a la morfina, otros 5 mg de cocaína y 3 mg de Pervitín, la famosa metanfetamina con la que se colocaba la Wehrmacht para, por ejemplo, invadir Polonia. Pero me bebí de un trago un Aquarius y me lancé decidido a la piscina. Mi equipo no incluía neopreno ni el antiguo traje de goma de los buceadores de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo llevaba bañador Intimissimi, que sonaba pertinentemente italiano (seguir leyendo) y portaba la fiel máscara de snorkel Easybreath 500 de Decathlon. Pese a su visión panorámica, fue sumergirme y no ver un pijo. La piscina del Club Viladrau, y esa era la gracia del asunto, sufrir un poco, estaba completamente verde pues habían dejado de tratarla con cloro y antialgas al acabarse la temporada. Olía a descomposición vegetal y sumidero, y peligro. Parecía que fuera a emerger el capitán Willard con un cuchillo en la boca y puesto hasta las cejas de LSD y rama dorada en busca del enajenado coronel Kurtz.

Me deslicé en aquella agua turbia y espesa con un crol discreto y silencioso chocando invariablemente al llegar cada vez al borde de la piscina en mi nadar a ciegas. Al salir apestaba y me picaba todo. Incluso estaba un poco verde. Lo que me recordó que fue cuando, al surgir del mar embutido en un traje de goma de ese color John Spence, uno de los primeros miembros de los equipos de submarinistas de combate estadounidenses, y un tipo que pasaba por allí gritarle “¡hey, frogman!”, que se acuñó el término “hombre rana”. Spence, por cierto, fue un tipo afortunado: tras bucear contra bases de submarinos nazis, pelear en Iwo Jima y disparar un antiaéreo contra un kamikaze que se le venía encima en Okinawa, murió de viejo en un asilo en Oregón a los 95 años.

Nadadores de combate británicos de la Segunda Guerra Mundial.
Nadadores de combate británicos de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando días más tarde, cenando en el restaurante marroquí de Algeciras La flauta mágica, le conté a Arturo Pérez-Reverte cómo me había estado preparando para la presentación de su novela —él se preparó mejor para escribirla: de joven hizo el curso de submarinista de la Armada—, se limitó a alzar una ceja, seguir atacando su pincho moruno y mascullar entre dientes “estás loco, chaval”.

En realidad, llevaba preparándome para leer El italiano (Alfaguara), sin saberlo, toda la vida. La novela, como saben, está centrada en las operaciones contra Gibraltar de los nadadores de asalto italianos (voilà lo de Intimissimi) de la Décima Mas (Motoscafi armati siluranti) o X Mas, ese puñado de fascistas valientes o valientes fascistas según como se mire que atacaron a la flota aliada en el peñón y otros enclaves británicos del Mediterráneo, hundiendo o averiando numerosos barcos. La primera vez que nadé con esos tipos devenidos ahora perezrevertianos y que cabalgaban los torpedos tripulados SLC (Siluro a lenta corsa) a los que llamaban maiali, cerdos, por sus defectos mecánicos y los malos ratos que hacían pasar a sus tripulantes, fue como muchos en el libro de Luis de la Sierra Buques suicidas (Juventud).

Junto a los maiali, que eran a la vez los vehículos o las monturas de los nadadores de asalto italiano y sus armas (la parte delantera, la ojiva explosiva, se desmontaba y se colocaba bajo el buque a hundir mientras los buceadores escapaban en el resto del aparato), De la Sierra (Santander, 1920-Palma de Mallorca, 2014), que había servido en la Guerra Civil en el crucero Almirante Cervera y alcanzó el rango de alférez de navío, hablaba en su libro de otros “torpedos humanos”. Entre ellos, los verdaderamente suicidas kaiten (“retorno al cielo”, que ya es eufemismo) japoneses, con los que tenías que chocar con el objetivo; las lanchas explosivas (de las que te apeabas en marcha, a no ser que fueras japonés) o los submarinos de bolsillo, incluidos los X Craft británicos que averiaron el Tirpitz. Después vinieron los buceadores alemanes del siempre entusiasta ya sea con la Luftwaffe o la Kriegsmarine Cajus Bekker en ¡Atención, hombres K! (Caralt), a los que se encargó solucionar con sus cargas Muni Pakete y minas la pifia de que el puente de Remagen cayera intacto en manos de los estadunidenses; los “héroes en cáscaras de nuez” (los comandos británicos en canoas que atacaron el puerto de Burdeos y que si tenían que nadar, pues nadaban; de ellos habla el propio Luis de la Sierra en Titanes azules), y tantos otros hombres valientes y húmedos.

Nadadores de combate —por hacer un repaso— tenemos acreditados desde la antigüedad. Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso, que ya es remontarse para hablar de hombres rana, menciona la operación llevada a cabo por nadadores espartanos a fin de llevar suministros a la isla de Esfacteria (frente a Pilos), donde 420 hoplitas lacedemonios estaban sitiados por la flota ateniense. Los romanos, buenos nadadores pese al dicho de Cicerón “neque in océano natare volueris” (no deseo nadar en el océano), echaban mano de los auxiliares bátavos, que nadaban como peces, en sus campañas, sobre todo para el cruce de ríos, y se cuenta de uno que servía con Adriano en Panonia que no solo era capaz de atravesar el Danubio con todo su equipo encima sino de lanzar una flecha desde el agua y darle a otra en el aire. El propio Julio César era un excelente nadador, capaz de nadar con una sola mano mientras llevaba sus armas en la otra; es posible que fueran legionarios romanos nadando los que prendieron fuego a la flota egipcia que los asediaba en Alejandría y de paso quemaran la famosa Biblioteca, que sería entonces una víctima colateral de la natación. Beowulf, se narra en su poema, era capaz de nadar cinco días seguidos en el océano con cota de mallas y espada y matar en el camino siete monstruos, y en la Edad Media hubo tropas de nadadores tanto musulmanes como cristianos que realizaron lo que hoy calificaríamos de operaciones especiales en el agua.

Buceadores a bordo de un torpedo humano de la Segunda Guerra Mundial.
Buceadores a bordo de un torpedo humano de la Segunda Guerra Mundial.

En todo caso, se suele considerar el inicio exitoso de los nadadores de combate modernos el hundimiento del buque insignia de la flota austrohúngara en la Primera Guerra Mundial, el Viribus Unitis, por parte de buceadores italianos montados precisamente en un torpedo humano autopropulsado que entonces aún no denominaban maiale sino mignatta (sanguijuela). También hubo nadadores alemanes en esa contienda, los llamados “hombres rana del Kaiser”, miembros de un batallón de zapadores. La idea de que unos buzos llegaran a los navíos enemigos la desarrolló el capitán Ángelo Belloni inspirándose en los de otro capitán, Nemo, en 20.000 leguas de viaje submarino. Inicialmente, los buzos salían de un submarino e iban caminando bajo el mar con una bomba en las manos o un barril de explosivos colgado a la espalda. Luego la cosa se fue sofisticando, sobre todo gracias a la aparición de equipos de respiración autónomos. En esa invención y sus avances militares tuvieron un papel relevante gente que nunca lo dirías como los famosos buceadores Jacques Costeau, que nadó con Vichy y no precisamente el agua con gas, y Hans Hass, el autor de La manta (Juventud) y En las profundidades vírgenes (Plaza & Janés), que testó el onomatopéyico respirador Dräger-Gegenlunge para la Kriegsmarine (si lo dices todo seguido sin ahogarte te dan la Cruz de Hierro).

Dibujo esquemático del ataque de los 'maiali' italianos al puerto de Alejandría.
Dibujo esquemático del ataque de los 'maiali' italianos al puerto de Alejandría.

En el caso italiano, los nuotatori d’assalto disfrutaron (es un decir, todo aquello era un frío y húmedo sufrimiento) de los auto respiradores de la casa Pirelli y sus trajes y aletas de goma (que no eran del todo estancos y había que ponerse debajo ropa de lana para evitar la hipotermia), más luego los vehículos tipo torpedo. Llevaban también los relojes submarinos y los cuchillos (el galeazzi y la daga panerai) que tanto juego dan en la novela de Pérez-Reverte.

Como muy bien explica en su apasionante libro el novelista (que recomienda Los raids de la X Flotilla Mas, del exmarino Esteban Pérez Bolívar), los italianos de la Regia Marina, los “hombres gamma” o “diavoli di mare”, que suena a un tipo de pasta al dente con marisco, fueron, contradiciendo el estereotipo que tenemos de los italianos como malos soldados, los grandes y arrojados buceadores militares de los que aprendieron todos los demás países en la Segunda Guerra Mundial. Y después: los Navy Seals se inspiraron en ellos y la Shayetet 13 o Decimotercera Flotilla, los comandos navales israelíes incluso fueron entrenados por antiguos miembros de la X Mas.

Eran, los buzos italianos, soldados heroicos y aventureros como Teseo Tesei, uno de los creadores, con el muy facha príncipe Valerio Borghese (véase The black prince and the sea devils, de Jack Greene y Alessandro Massignanani, Da Capo), de la flotilla (y cuyo nombre y sus resonancias mitológicas inspiran el del protagonista masculino de El italiano, Teseo Lombardo). También estaban Luigi Durand de la Penne (que mandaba el comando de tres maiali que penetró en el puerto de Alejandría y hundió el HMS Elizabeth, con el almirante Cunningham a bordo, y el Valiant), Decio Catalano (!) o Licio Visentini, cuyo hermano mayor (una pareja inspiradora de Hugo Pratt y los dos caídos en combate, Licio en Gibraltar) era el as de caza biplano en el cielo de Eritrea Mario Visintini … Combatientes que rezaban antes de partir de misión: “Prego bensi che l’una e l’alter cosa la vittoria ed il ritorno Tu conceda, ma se una sola cosa, O Dio darai, la Vittoria concede sola”, y que cobraron medio centenar de navíos aliados hundidos o seriamente dañados, en total casi medio millón de toneladas.

Nadadores de combate Navy Seals en sesión de entrenamiento.
Nadadores de combate Navy Seals en sesión de entrenamiento.

Los británicos recogieron la idea de los maiali para crear sus propios torpedos tripulados, los Chariot, que llegaron a tratar de hundir en los fiordos noruegos al Tirpitz, “den ensomme Nordens dronning”, “la solitaria reina del norte”, que ya es apodo para un acorazado. Por su parte, los alemanes aprovecharon la experiencia de sus aliados y crearon sus propias unidades de Kampfschwimmer, nadadores de combate, de la marina, de los Brandenburgo y de las SS, aunque solo llegaron a actuar, con sus propios torpedos humanos, los Neger y los Marder (dos torpedos unidos, uno de ellos la montura del buzo, el otro el arma), entre otros aparatos, como las lanchas Linsen o los minisub Biber, a partir de 1944. Lo hicieron en Anzio, Normandía (allí el conserje reconvertido en buzo Walter Gerhold a lomos de su Neger logró la Cruz de Caballero por hundir el destructor Trollope) y como he dicho ya Remagen, donde metió húmeda mano el SS Otto Skorzeny y atacó el puente incluso un grupo de combate equipado con maiali italianos. Mi aventura favorita de los nadadores alemanes (véase Weapons of desperation, de Lawrence Patterson, Chatham, 2006) es en todo caso la del ataque a los puentes del canal del Orne capturados por los paracaidistas aliados y en el que los sufridos buceadores acabaron refugiados toda una noche en el pozo de una letrina enemiga, que ya es inmersión.

En fin, que pertrechado con toda esta historia y mi entrenamiento previo, desembarqué en Gibraltar no desde el Olterra, el buque base camuflado de los maiali en el muelle de Algeriras, sino desde una furgoneta cuyo conductor llanito, Dale Menez, nos puso al corriente de la idiosincrasia del peñón y nos advirtió de no intimar con los monos, que muerden y te quitan el bolso en cuanto te descuidas. “Regla básica: tú le ignoras, él te ignora a ti”. Cruzamos la pista del aeropuerto, de lo que no te tienes que preocupar a no ser que te llames Sikorski, y establecimientos que combinaban la cabina de teléfono rojo londinense con el letrero “hay callos”, y nos unimos a Pérez-Reverte junto al faro. El novelista recorría Gibraltar como si pudiera recuperarlo él solo, hablando del coraje de los italianos, lo que no le ha de hacer muy popular en la colonia, digo yo, y señalando los escenarios de las proezas submarinas de los nadadores y de su novela. Subimos en busca de vistas peñón arriba, delante Arturo, detrás los periodistas y los monos, hasta la batería O’Haras. Una niebla espesa lo tapaba todo. El escritor regresó hacia los vehículos sin dejar de dar titulares. Y yo me quedé solo bajo el gran cañón. Entonces el cielo se abrió como si rasgaran una cortina y apareció a lo lejos la costa de Algeciras desde la que llegaban los torpedos humanos (al parecer hay todavía algún maiale hundido ahí para recuperar) y abajo el puerto que era su objetivo, lleno de petroleros y mercantes. Saqué de la mochila unas viejas gafas de buceo de goma y las lancé con todas mis fuerzas como personal homenaje a todos los valientes capaces de echarse al agua arrostrando los peligros del mar y sus profundidades. Las gafas destellaron un momento en un guiño postrero de despedida, y la niebla volvió a cerrarse sobre los nadadores de combate, su historia y su leyenda.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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