La leyenda de Ennio Morricone resuena en el festival de Venecia
La Mostra acoge el estreno del documental que Giuseppe Tornatore preparaba desde hacía años sobre el compositor y que ahora sirve como homenaje póstumo a su mito
De pequeño, Ennio Morricone soñaba con ser médico. Su padre, sin embargo, no quiso ni oír hablar de ello: el chico sería trompetista, como él. Sucedió, en efecto, pero solo a medias. Porque el progenitor no contó, quizás, con el espíritu rebelde de su hijo. Y con su capacidad no solo para tocar música, sino para escribirla. Toda la vida Ennio Morricone siguió solo su propia libertad. Así que comenzó con la trompa, pero luego se pasó a la composición. Y, en el fondo, tampoco abandonó nunca su primera aspiración infantil: a saber cuántas almas habrán curado sus melodías.
La misión, Novecento, Cinema Paradiso. Todas resuenan en Ennio, el documental que Giuseppe Tornatore filmaba desde hacía años y que al fin se ha estrenado, fuera de competición, en el festival de Venecia. Demasiado tarde, por desgracia: el maestro falleció el 6 de julio de 2020, a los 91 años. De ahí que verle en la pantalla, explicando con pasión su arte y reproduciendo sus creaciones con algún “ti ti ti” o “pa pa pa”, resulte ya de por sí conmovedor. Pero, además, la película —que se verá en las salas españolas en 2022— sirve como homenaje póstumo al mejor compositor de la historia del cine, con permiso de John Williams. O al mejor en términos absolutos, por encima de “Mozart o Beethoven”, al menos según Quentin Tarantino.
“Fue la gran excepción a todas las reglas”, asegura en el filme su compañero de profesión Nicola Piovani. Morricone colaboró con los mejores directores, pero siempre lo hizo a su manera. Innovaba, arriesgaba, inventaba. Así nacían ocurrencias como el celebérrimo “sonido del coyote” en El bueno, el feo y el malo. Cuando salió del cine, Bruce Springsteen corrió a comprarse la banda sonora, como cuenta en Ennio. El maestro escuchaba las sugerencias, pero solía fiarse mucho más de sí mismo. Y de su esposa, Maria, compañera de una vida y primer filtro para cualquiera de sus creaciones.
Decenas de veces Morricone amenazó con dejar un proyecto si no se respetaba su independencia creativa. Cuando Pier Paolo Pasolini le propuso alguna inspiración musical para Pajaritos y pajarracos, se negó en redondo. Él no tocaba obras de otros: escribía las suyas. “Haga lo que quiera”, se rindió el cineasta. Y a Dario Argento, que le ofreció varios discos como ejemplos de lo que buscaba, le soltó: “Tírelos”. Sergio Leone, que le conocía desde el colegio, terminó haciendo justo lo contrario: filmó Érase una vez en América cuando ya tenía la banda sonora de su amigo, y amoldó algunos cortes de montaje a sus notas. Dispuso, además, que las sinfonías del maestro sonaran por megafonía, durante el rodaje.
“Tengo siempre la música en la cabeza. Dicen que parezco muy callado”, admite Morricone ante la cámara. Tímido, también, pero firme. Incluso gruñón, lo que le granjeó fama de entrevistado difícil. Aunque lo único que importaba, en realidad, era su descomunal talento. En el documental, se cuenta que el maestro componía incluso sin tocar las notas. Era capaz de imaginar una orquesta entera solo en su cabeza. Creó los arreglos de Se telefonando, canción que interpretó Mina con gran éxito, mientras se dirigía a “pagar la factura del gas”.
Porque, más allá del cine, Morricone compuso de todo. Canciones tan célebres como Sapore di sale; música sinfónica, de cámara y de orquesta. El propio creador relata en el documental que se pasó años lidiando con cierto complejo de inferioridad: los compositores clásicos, empezando por su maestro, Goffredo Petrassi, veían las bandas sonoras como un género menor, una traición. Tal vez, algunos hablaran por envidia. Pero lo cierto es que el rechazo de su sector pesó sobre los hombros del genio. “Al principio pensaba que era una humillación. Ahora creo que la música para cine pertenece con pleno mérito a la música contemporánea. Y no me arrepiento”, explica en Ennio.
El público, al revés, no puede estar más agradecido. Su larga historia de amor con la pantalla empezó con la trompa, que tocaba en Fabiola, de Alessandro Blasetti, en 1949. Con El federal, de Luciano Salce, en 1961, firmó su primera banda sonora. Y dos años después musicó su primer wéstern, Gringo, de Ricardo Blasco, aunque empleó el seudónimo Dan Savio. Sergio Leone vio aquella película, e intuyó lo que podrían hacer juntos. Y eso que Por un puñado de dólares, su primera colaboración, no gustó a ninguno de los dos. Poco a poco, sin embargo, empezó a forjarse la leyenda. La web especializada Imdb le atribuye 524 trabajos, sumando también la televisión. Colaboró con Brian de Palma, Oliver Stone, Bernardo Bertolucci, Liliana Cavani, Terrence Malick, Pedro Almodóvar, Lina Wertmüller o Gillo Pontecorvo. Elio Petri le avisó de que nunca repetía con un compositor. A partir de entonces, sin embargo, Morricone puso música a todos sus filmes.
Mientras el mundo entero le aplaudía, solo los Oscar le daban la espalda. Cinco veces le nominaron, y otras tantas se marchó de vacío. El premio honorífico, en 2007, llegó como una suerte de disculpa. El maestro, ante el micrófono, dio las gracias a su esposa: “Maria me ama mucho, y yo también a ella”. En 2016, la Academia de Hollywood terminó de saldar su deuda, con la estatuilla a la mejor banda sonora para Los odiosos ocho, de Tarantino. Era, también, un galardón a la persistencia. El creador confiesa en Ennio que cada década se planteó dejar el cine. Por suerte, nunca sucedió. “Si ofreces una banda sonora a 10 compositores, cada uno la hará distinta, lo que demuestra su dificultad. Mi tormento es que hay muchas opciones para llegar al resultado”, agrega en el filme. Al final, la suya era siempre la mejor.
Babelia
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