Una montaña de casas
En la novela ‘Panza de burro’, Andrea Abreu describe lo que es un pueblo, un poblado de autoconstrucción se llamaría hoy, diseñado sin arquitectos y levantado por los usuarios
Panza de burro (Editorial Barrett) de Andrea Abreu es una novela tan llena de belleza como de dureza. Repleta de inocencia, descubrimiento, verdad e imaginación. La protagonista y su amiga se mueven por su barrio y por su isla entre dos tipos de casa que son, en realidad, dos mundos casi opuestos: la montaña de casas auto-construidas en donde viven y las casas para los turistas, que su madre limpia.
Su casa:
“Azul marino, rosado, amarillo, más amarillo, amarillo quemado, amarillo huevo frito escrito con G y diéresis, rojo. Así eran las casas del barrio, de muchos colores, como las casillas del Ludo. De todos los colores y a medio empezar, a medio terminar, pero ninguna completa, eran casas como monstruos incompletos. Casi todas con alguna parte sin encalar, con los bloques descubiertos, con los bloques con mojo y humedades.
Casi todas construidas por sus propios habitantes.
Piedra a piedra, bloque a bloque. Casi todas ilegales. Casi todas distribuidas por familias: los quemados, los puños, güeveros, los cadianos, los caballos, los chinos, los fajineros, los negros. Como pajaritos que fabrican los nidos unos cerca de los otros, unos encima de los otros, para protegerse. Y a parte, todo empinado. Un barrio vertical sobre un monte vertical cubierto de nubes bajas, todo surcado por una cueva horizontal muy larga, que iba hasta la cumbre y bajaba hasta la mar, como el manto de la virgen de Candelaria, la más bonita, la más morena.
Las primeras casas del barrio empezando desde arriba tenían los tejados y las azoteas llenas de piñas de los pinos y muchas veces parecía que en vez de casas hechas por personas eran casas de brujas y duendes. El resto del barrio, lo que no eran casas, era todo verde oscuro, del color del monte. Mi casa era una montaña de muchas casas construidas sobre la casa de mi bisabuela Edita, la única legal, la única que tenía número. Como mi casa estaba hecha de muchas casas, teníamos que coordinarnos pa poner la tele y cocinar. Si encendíamos dos hornos a la vez la luz saltaba. Si mi padre, mi madre y abuela y el hermano de abuela tío Ovídeo y yo, que éramos todas las personas que vivíamos en esa casa, encendíamos todas nuestras teles a la vez, yo sentía que la casa explotaba y salía volando pal aire”.
Las casas rurales:
“A mí me gustaban y no me gustaban las casas rurales, quiero decir: Me gustaban porque eran bonitas pero no me gustaban porque entre ellas y yo había como una pared enorme de papel transparente de cocina, papel fil, que no me dejaba participar en las mejores cosas de las casas rurales. Las casas rurales estaban en la calle de al lado de mi calle, el paso del burro. Las casas rurales tenían la culpa de que los días en los que mi madre no tenía que ir al sur a limpiar hoteles tuviese que limpiar casas rurales y no pudiésemos ir a la playa y por eso a mí tampoco me gustaban las casas rurales. Si yo quería estar con mi madre, tenía que ir con ella a limpiar las casas rurales, pero a mí me aburría limpiar las casas rurales. Ella a veces me decía quédate aquí tranquilita jugando y yo me quedaba y me sentía como con un vacío hondo dentro del estómago, y me ponía triste, pero si ella me decía me tienes que ayudar a limpiar las casas rurales y no me dejaba jugando, entonces tampoco me sentía contenta, porque yo odiaba limpiar las casas rurales yo de mayor quería ser secretaria de papeles, no limpiadora”.
Babelia
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