Diseño casero y participativo
Lia, hija de Renzo Piano, describe en ‘Planimetría de una familia feliz’ el destartalado jardín de su infancia: un lugar perfecto para los animales que no tenían hogar. El resultado es un ejercicio de autocrítica y toda una lección de arquitectura
“Con un gesto de desaprobación, mi padre decidió construir un gallinero al fondo del jardín. Mi madre enseguida aprovechó la ocasión: niños, vamos a hacer un experimento de diseño participativo. En nuestra variante, uno lo diseñaba y los demás se arremolinaban alrededor y, entre empujones, le gritaban: ‘¡Esa escalera es demasiado alta, es para cabras montesas!’. ‘¡Te he dicho que le hagas un tobogán. Pero nunca nunca, nunca me escucháis!’. ‘Así entra demasiada luz, no van a poder empollar los huevos’. O ‘Ahora van a estar a oscuras, se deprimirán como los finlandeses’. ‘Los que se deprimen son los noruegos. No, los esquimales”.
— Vosotros, en cambio, ¿no podéis deprimiros ni cinco minutos, verdad, niños?, podía zanjar su padre, el arquitecto Renzo Piano.
Los hijos del autor del Pompidou eran demasiado anárquicos para ponerse de acuerdo en un único diseño. Por eso sus padres organizaron un concurso. Lia lo cuenta con detalle en el libro Planimetría de una familia feliz (Seix Barral): “Se interrumpieron las actividades familiares, mi madre nos preparó justificantes para el colegio. Con su letra flotante, escribió tres versiones idénticas: ‘por causa grave imprevista de fuerza mayor’. Con lo cual la maestra me dijo ‘lo siento mucho: Mi más sincero pésame”. Lia y sus hermanos se encerraron en sus habitaciones “rebautizadas como talleres”. Y sucedió lo lógico: En tres días, la casa se convirtió en feudo absoluto de las gallinas que la ocuparon. Lo recuerda así: “Mis hermanos se peleaban. Cada media hora llegaba desde su habitación el sonido de las hojas arrugadas. De la de mi madre llegaba, en cambio, la voz de Maria —la asistenta—, que acompañaba las tareas más difíciles cantando a pleno pulmón. Esa semana me aprendí un aria entera de Violeta. Concepita Maria se sabía La Traviata entera, que ella llamaba A Tranvata”. En medio de tanto trajín, la niña se puso enferma. “Solo mi madre sabía la cura: me vestía de seda y encaje y me otorgaba un cargo de responsabilidad: tesoro, ponte buena que eres la presidenta del jurado, si te mueres tendremos que anular el concurso”. Así llegó el día del fallo. La Giorco Design —formada por Giorgio y Marco, sus hermanos—, presentó un multi-gallinero: cuatro plantas movidas por un sistema de poleas de tracción animal. O lo que es lo mismo, accionadas por los cuatro perros. Su madre estaba entusiasmada: “Es una máquina propia de Leonardo da Vinci”. Su padre se puso a estudiar el sistema de paso de una planta a otra: consistía en una pequeña rueda de molino con las poleas del tamaño necesario para albergar a una gallina en cada una. “Así es como bajan, pero ¿Cómo vuelven a subir? ¿Habéis estudiado los flujos de movilidad? Giorgio se abalanzó sobre Marco: ‘te lo dije’. Y acabaron enzarzados en una pelea”. Entonces llegó la propuesta de la madre: un mantel de encaje blanco ocultaba una maqueta. Apareció una ciudad encantada, rodeada de siete murallas circulares, un dédalo de callejuelas. Solo tenía un problema: solo cabía una gallina.
Llegó una señora mayor a enseñarlos a levantar tapias de piedra seca. En Liguria esa tarea era cosa de mujeres: construir huertos sobre los barrancos, conseguir que creciera fruta en un terreno de derrumbe. “Comprendimos la importancia de las pequeñas piedras para encajarlas entre las grandes. Eran las más traicioneras: después de enjuagarlas, a veces descubrimos que eran solo grumos de tierra batida, dura y negra”. “No nos peleamos ni una sola vez”, concluye Lia Piano. “El gallinero nos enseñó que las opiniones son importantes, pero que al final decide la materia. El lunes siguiente, un mes después, regresamos al colegio”.
“Mi padre no presentó ningún proyecto. Nos cargó a los tres. Uno, a caballito, yo, sobre los hombros y el otro, abrazado a su cintura”. “Vosotros habéis presentado proyectos, pero yo os propongo un método: vamos a diseñar el gallinero conforme lo vayamos construyendo”. En un rincón del jardín eso hicieron. Descubrieron que el gallinero participativo iba surgiendo en el intervalo entre pensamiento y acción: “aquello que en nuestra fantasía parecía fácil se revelaba mucho más complejo una vez que tocaba tierra”. Comprendimos que el punto de unión de dos piezas es conflictivo por naturaleza. Que el arco es un sistema democrático: si no están de acuerdo todas las piedras, se te cae encima. Que, si no lo consigues a la primera, tienes que volver a intentarlo, pero si a la décima sigue siendo un desastre, igual tienes que pensarlo un poco mejor.
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