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Muere Jorge Cela, editor y escritor

Hermano del premio Nobel y cofundador de Alfaguara, vigiló cómo escribían los otros sin presumir jamás de cómo escribía él

Juan Cruz
Jorge Cela
Jorge Cela Trulock, en 2016, durante la presentación de los actos del centenario del nacimiento de su hermano Camilo José Cela.Luca Piergiovanni ((EPA) EFE)

El último trabajo de Jorge Cela Trulock fue cuidar el estilo de los informativos de Televisión Española. Ahí era respetado como una autoridad que él no reivindicaba, pero que flotaba en el aire tranquilo y educado con que rodeaba sus correcciones. Editor y escritor de novelas, por él hubiera firmado con las iniciales J. C. T., porque nunca en su vida quiso presumir de nada, y menos de tener a un Nobel como hermano. Camilo José Cela, al que llamaron Camilo el del Premio, lo tuvo siempre como su hermano pequeño, pero él procuró no presentarse como tal ni expresar en ningún lugar ni envidia ni desdén. Tenía 88 años y murió el pasado viernes en Madrid, donde había nacido. En 1964, con Camilo y algunos de sus hermanos, fundaron Alfaguara, de la que tuvieron el control editorial hasta que el sello pasó a formar parte del Grupo Santillana.

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El mediodía en que su hermano ganó el Nobel, Jorge estaba cumpliendo sus funciones en TVE. Jesús Hermida lo quiso atraer al programa de tarde en el que don Camilo ejercía de tertuliano, y Jorge accedió al final como si estuviera cumpliendo una obligación laboral. En muchas entrevistas de la época, periodistas alentados por las polémicas alrededor del escritor más popular de la España de las últimas décadas trataron de hallar en su hermano menor algún atisbo de reticencia. Siempre declaró por él admiración y respeto, y siguió con actitud fraterna los homenajes que con motivo del centenario del nacimiento del autor organizó el hijo de este, el también escritor Camilo José Cela Conde. En 1987, cuando C. J. C. ganó el Premio Príncipe de Asturias, Jorge Cela escribió en EL PAÍS: “Me dicen los amigos de EL PAÍS que debo escribir unas cincuenta líneas en tanto en cuanto CJC ha reivindicado el idioma. (…) Y resulta que le va bien a Camilo lo de reivindicar. Porque el idioma lo ha bordado siempre, cosa que ni sus enemigos, que siempre los hay, pueden negárselo, y lo ha bordado porque lo aprendió en los clásicos, cuando yo aún no había nacido, y no se le olvidó, y sobre todo no lo quiso olvidar”.

Desde su desempeño como editor trabajó a favor de la carrera de otros colegas

Entre las leyendas que circularon sobre las aspiraciones literarias de Jorge Cela hay una que cuenta que su familia, alentada por el éxito del hijo mayor, lo recluyó para que se preparara para igualarlo. Un día, según este cuento, fueron sus amigos adolescentes a buscarlo para jugar en aquellas calles de la posguerra madrileña. La asistenta los disuadió de seguir buscándolo: “El señorito está leyendo a Dostoievski”. Lejos de este Cela Trulock cualquier tentación de emulación o lucha por la fama. Escritor él mismo, fue publicando sus libros, novelas o cuentos, con el ritmo que le dio la gana, sin competir con el que sería Nobel ni con ninguno de sus contemporáneos. Al contrario, desde su desempeño como editor trabajó a favor de la carrera de otros colegas que en los años sesenta del pasado siglo querían abrirse camino por el sendero del reconocimiento. Uno de ellos, Manuel Vicent, publicó con la Alfaguara de los Cela su primer libro, una novela corta, El resuello, que apareció en una colección de noveles entre los que estaban también Alfonso Grosso o Jesús Torbado. El autor de Tranvía a la Malvarrosa dijo este domingo: “Publicó aquel libro, me llevó a concursar al primer premio que obtuve, el Alfaguara de su época, y fue de una increíble ayuda para toda mi vida. Por eso yo siempre lo llamaba ‘Cela el bueno”.

Era, dicen compañeros que tuvo en TVE, “un hombre de carácter, pero no era peleón”, y era tímido, incapaz de hacer valer su conocimiento para humillar a sus compañeros. Pero era tenaz defensor de la lengua, capaz de pasarse horas explicando “que alternativa no tiene plural”, defendiendo con paciencia a la lengua de lo que consideraba un deterioro irreversible. Él decía que estaba allí, en la redacción, como ayudante de aquellos que tuvieran dudas. Como novelista mantuvo esa humildad de carácter hasta el final. En esa época en la que ya el manuscrito se entregaba en disco, él acudía a las editoriales exhibiendo ese contenedor con estas palabras: “Aquí les dejo el disquito”.

Fue autor de varias novelas. Con Todas las ventanas (1994) regresó como autor a Alfaguara y en El engañoso bien de las palabras (Huerga y Fierro, 2015) demostró su pasión más pública, de la que tan orgulloso se sintió: la de vigilar cómo escribían los otros sin presumir jamás de cómo escribía él.

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