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COLUMNA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El psicópata que mataba hippies

La ruta a Shangri-La incluía parásitos humanos como el negociante de piedras preciosas Charles Sobhraj, cuya vida ha ficcionalizado Netflix en la película ‘La serpiente’

A la izquierda, el negociante de piedras preciosas Charles Sobhraj. A la derecha, una imagen de la serie de Netflix.
A la izquierda, el negociante de piedras preciosas Charles Sobhraj. A la derecha, una imagen de la serie de Netflix.
Diego A. Manrique

A mediados de los sesenta, corrió un runrún por el underground: molaba, se decía, viajar por carretera desde Europa hasta Asia. Encontrabas gente hospitalaria y todo era barato, incluyendo las drogas. El asunto terminó por institucionalizarse, con autobuses que salían desde la Victoria Station londinense hasta Katmandú. Se publicó la guía Across Asia on the cheap, base del imperio editorial Lonely Planet.

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Pronto se supo que aquello tenía sus peligros. Circulaban historias nebulosas: la turista que se lanzó a bañarse desnuda en un río afgano y supuestamente fue abatida por un ofendido pastún. Más allá del choque de culturas, se abrió paso la sospecha de que la ruta hippie también incluía choques con la maldad. Significativo que lo avisara alguien tan poco viajero como Mick Jagger, que en Sympathy for the devil (1968) prevenía de las trampas que podían acabar con los ingenuos “antes de llegar a Bombay”.

Ahora se puede ver en Netflix La serpiente, coproducción con la BBC que retrata las andanzas de uno de los monstruos del hippie trail, Charles Sobhraj, un negociante en piedras preciosas que también robaba y, si lo consideraba necesario, liquidaba a mochileros en India, Tailandia, Nepal. La serie desarrolla en paralelo su siniestra actividad y las de unos diplomáticos en Bangkok que intentan pararle. A pesar de sus constantes saltos en el tiempo, compensa el esfuerzo de seguir la trama por su cuidadosa ambientación, endulzada por abundante pop de la época, incluyendo producción local y yeyé francés (Dutronc, Gainsbourg).

Queda el misterio del personaje, tan seductor como repugnante. Cuando fue atrapado en Delhi, tras intentar envenenar a toda una expedición de estudiantes franceses, Sobhraj vendió los derechos de su historia criminal a un empresario estadounidense, William Heinecke (actual propietario de NH Hoteles, por cierto). Tras las rejas, Sobhraj retorcía la realidad al considerarse mártir de los prejuicios raciales, como hijo de indio y vietnamita. El examen de sus años juveniles en Francia revela lo contrario: que la justicia fue benévola con sus primeros delitos, con víctimas que renunciaron a denunciarlo para que tuviera otra oportunidad, por no hablar de la más que generosa ayuda de un abogado católico.

¿Su explicación para los asesinatos? Que se trataba de encargos de una tríada de Hong Kong, para disuadir a los “emprendedores” que pretendían traficar con modestas cantidades de heroína. Sobhraj era finalmente un pijo que detestaba a los hippies por buscar atajos químicos para acceder a un imaginario Shangri-La. Su preferencia iba por las drogas farmacéuticas, dosificadas para lograr que enfermaran los recién llegados hasta que no pudieran ofrecer resistencia. Luego, se les ahogaba en el mar de Pattaya o incluso se les quemaba vivos cuando estaban comatosos.

La aureola del sicario implacable le facilitaba sus estancias en cárceles, que pronto convertía en prolongaciones de sus oficinas… hasta que decidía huir, narcotizando a guardias previamente corrompidos. Curiosamente, lo que le perdió fue su racismo: despreciaba a los nativos que manipulaba. Solo así se explica su patinazo final: después de cumplir condena en India, en 2003 vuelve a Nepal, un país que considera atrasado y candoroso. Pero allí tiene causas abiertas por asesinato, minucias que seguramente ha olvidado (¡tantos cadáveres!). Detenido, se inventa la milonga de que está en misión secreta a las órdenes de China. No cuela. Sentenciado a cadena perpetua, allí sigue.

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