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Eddie y Sylvia Brown: “El boom del arte afroamericano continuará creciendo”

El matrimonio de mecenas compagina su pasión por el coleccionismo con el apoyo a proyectos destinados a la investigación sanitaria y a la justicia social en EE UU

Los mecenas estadounidenses Eddie y Sylvia Brown, en su casa de Baltimore (EE. UU), en abril pasado.
Los mecenas estadounidenses Eddie y Sylvia Brown, en su casa de Baltimore (EE. UU), en abril pasado.Evelyn Chatmon

Pensamos en grandes donaciones, en acciones desinteresadas y, en el mejor de los casos, en la voluntad de hacer el bien sin que el prójimo lo sepa, al hablar de “filantropía”, una palabra hermosa aunque muchas veces bastardeada que la Real Academia Española define de este modo en su diccionario: “Amor al género humano”.

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Precisamente ese es el espíritu que anima a Eddie y Sylvia Brown, mecenas, coleccionistas y filántropos estadounidenses de prestigio, una pareja que se conoció hace ya muchos años en la Howard University ―él estudiaba Ingeniería, ella, Educación Física―, que construyó el Brown Center del Maryland Institute College of Art (MICA), que colaboró económicamente con el Bloomberg School of Public Health y que, como si fuera poco, colecciona arte afroamericano con un criterio que abarca tanto la pasión por la excelencia que ambos han abrazado como su carácter único. Un carácter que guarda un estrecho vínculo con Baltimore, la ciudad donde ellos echaron raíces.

Que la sencillez engrandece aún más a los consagrados es una verdad que no pierde vigencia. Los Brown la tienen y lo prueban en una charla en la que explican su esencia, la misma que permitió que Eddie fundara Brown Capital Management y que ambos –uno de cuyos proyectos más hermosos es el hotel de lujo The Ivy, enclavado en el corazón de Baltimore– cosecharan la colección que sembraron, cuya primera semilla fue puesta en Filadelfia, cuando adquirieron una obra de una pequeña galería especializada en arte afroamericano sin “saber nada” en aquel momento.

Quizás no lo supieran, pero ya veían algo que los demás no veían y sentían lo que ellos mismos describen como una intensa “conexión emocional” con esas piezas.

“Nosotros separamos hace años, y muy bien, la Iglesia del Estado”, dice un sonriente Eddie. Y amplía: “Jennifer, nuestra hija, maneja nuestros asuntos familiares y personales bajo el nombre The Brownstone Project, y por el día yo me ocupo de mi compañía, especializada en inversiones. Nosotros coleccionamos desde hace décadas. Y en eso tuvo mucho que ver el hecho de que Tonya, nuestra hija mayor, se interesara por el arte y luego se graduara en la Leroy E. Hoffberger School of Painting, del MICA, y se dedicara a la pintura. Lo cierto es que, a lo largo del camino, conocimos a muchísimos profesionales. Pero un núcleo de tres personas en especial nos ayudó a entender mejor el mundo del coleccionismo: Steven Jones, Jackie Copeland y David Driskell. Y el 90% de nuestra colección está compuesta por arte afroamericano, aunque hay algunas excepciones de artistas caucásicos, como Grace Hartigan, que tiene un significado muy especial porque fue profesora de Tonya en la facultad. Pero el énfasis y el foco están puestos en el universo afroamericano, desde los viejos maestros hasta los emergentes, pasando por los creadores consagrados que no se pueden considerar maestros. Digamos que tenemos unas 300 obras que se puedan considerar de calidad museística”.

Sylvia parece infundirle a la conversación un estilo misterioso y hondo, y Eddie un pragmatismo y una inteligencia que, combinados, hacen las delicias de cualquiera al que le interese no ya el mecenazgo, sino el arte de narrar historias. Acaso por eso ellos relaten con tanta naturalidad los nombres de algunos de los monstruos sagrados cuyas joyas han atesorado sucesivamente, mucho antes de que coleccionar arte afroamericano fuera una moda.

“Nosotros ―prosiguen y, por la química que tienen, en este punto es irrelevante distinguir quién dice qué― tenemos una colección privada, pero también es cierto que hemos recibido a una gran cantidad de visitantes. Y hemos empezado a catalogar nuestra colección, algo que no es nada fácil, porque incluye la investigación que los especialistas hacen respecto a cada artista, pero que puede darles a quienes no conocen lo que hemos hecho un sentido de unidad interesante”.

Donantes de cuantas iniciativas les parezca que sirvan para enriquecer a la comunidad, no ya en Maryland, sino en todos los Estados Unidos, los Brown contestan con humor cáustico, huyendo de ese mal perpetuo que es la solemnidad, cuál es la principal tarea de su fundación. “A regalar todo el dinero que tenemos”, afirman entre carcajadas contagiosas.

Y, ya más serios, añaden: “Tenemos tres objetivos claros: ayudar a educar a niños de contextos socioeconómicos poco privilegiados y, si es necesario, becarlos; extender las artes visuales y las artes escénicas a todos aquellos lugares donde sea posible, y lidiar adecuadamente para paliar las disparidades en el acceso a la salud. Concretamente en la parte artística, donamos dinero a la Baltimore Community Foundation, y ellos hacen el trabajo de investigación respecto a la seriedad y a los objetivos de las organizaciones que nos piden dinero. Nosotros hemos intentado que los niños de contexto crítico pudieran ver más allá de los barrios pobres en los que se han criado. Lo cierto es que los chicos que estudian en una excelente institución pública de Baltimore, llamada The Crossroads School, han sido patrocinados a través del Turning the Corner Achievement Program, un programa que para nosotros ha sido modelo y que durante los últimos 15 años se ha ocupado de ayudar a resolver los problemas sociales que las familias de ellos padecen, por ejemplo, adicciones, para que la cohesión de cada núcleo familiar tenga una repercusión positiva. Y también asisten a conciertos sinfónicos y a museos de primer nivel, en procura de estímulo para la búsqueda de oportunidades y para el mayor conocimiento de un mundo que no conocen. Esto involucra a asistentes sociales, maestros, mentores y artistas, y nos enorgullece tanto como haber patrocinado el mejor programa de la Johns Hopkins Bloomberg School of Public Health, y reclutar a los mejores y más brillantes profesionales para que ayuden a mejorar la vida y la salud de quienes habitan las comunidades más rezagadas de la ciudad”.

Eddie Brown admite que durante su infancia no vivió la prosperidad actual. La sensibilidad social no se puede fingir. Y conocer esta faceta de los Brown es tan apasionante como hablar con ellos de arte. Lo curioso es que, aun si se refieren al esclavismo, al Holocausto, a la forma en que el público se identifica con lo que ve en las muestras de arte contemporáneo, a las desigualdades económicas o a las injusticias raciales que todavía asolan a los Estados Unidos, no pierden la amabilidad ni el humor.

“Coleccionar es adictivo. Yo creo que la pasión más grande que tengo es por la escultura, pero sobre todo por la madera. Por eso me identifico tanto con Martin Puryear, de quien vimos una exposición en Richmond en la que instaló una escalera fenomenal. Me gusta el aspecto, el tacto y el aroma de su trabajo, y me toca muy hondamente”, dice Sylvia Brown.

Su marido agrega complementándola: “Independientemente de la fama del artista, nos tiene que gustar para que compremos una obra suya. Sentimos una gran pasión, y las cosas o nos gustan o no nos gustan, pero no podría explicar por qué. Y aunque no siempre estamos de acuerdo en a quién elegir, son menos las veces en que no coincidimos que aquellas en las que coincidimos”.

Entre elogios cruzados al arte y al carácter de Sam Gilliam, una de las joyas de su colección, la mecenas concluye: “Hace años que existe un boom de arte afroamericano, y creo que está creciendo, que continuará creciendo y que explotará. Realmente es una sensación fabulosa, porque durante mucho tiempo las obras de los artistas afroamericanos no fueron tenidas en cuenta. Así que este cambio de tendencia me emociona”.



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