Ana Curra: la vida en el filo del icono del punk español
La cantante, miembro de Parálisis Permanente y superviviente de la movida, regresa con una reflexión sobre la pandemia
El enigma es cómo ha sobrevivido Ana Curra. La respuesta la da ella: “Tengo una buena materia prima física heredada de la raíz materna. Somos mujeres fuertes, poderosas. Y también recibí una educación austera, el gran regalo de mis padres, y disciplinada gracias al estudio del piano desde pequeñita. Cuando ves el abismo y pierdes el norte te agarras a esas herramientas. Y te pueden salvar”. Su madre tiene 87 años y su padre 97. Una de sus abuelas murió recientemente con 110. Pasta dura, rocosa. Como su nueva obra, Hiel, una canción sinfonía sobre sus sentimientos con la pandemia.
Ana Curra (Madrid, 62 años) se ha tambaleado muchas veces a lo largo de su vida. Con 25 años, integrante de uno de los grupos más magnéticos de la movida madrileña, Parálisis Permanente, conducía un coche camino de un concierto en Zaragoza cuando perdió el control. Eduardo Benavente, cantante, guitarrista y estrella emergente, con el que vivía una potente historia de amor y rock, salió disparado por una ventanilla y se rompió el cuello. Murió. Tenía 20 años. Una década más tarde, otra de sus parejas falleció joven, el poeta El Ángel. De sida. Ella lo acompañó en su agonía de 12 meses. Estos dos golpes Ana Curra los anestesió con la heroína, a la que se enganchó. El último revés ha sido el fallecimiento por un linfoma cerebral de su hermano Javier, el que le inculcó el virus del rock con sus discos de Dr. Feelgood, Bob Dylan o Elvis Costello. “Todavía estoy en proceso de superarlo”, dice hoy sobre esta última pérdida.
Curra va vestida de negro (mascarilla incluida), como siempre. Está sentada en una cafetería cerca de su casa, por la zona de Goya, en Madrid. Durante la próxima hora y media consumirá dos cañas cortas y no probará las patatas fritas que le sirve la camarera. No mira el móvil en ningún momento. Habla claro, no se esconde. A veces su discurso se dispersa por el laberinto de su cabeza. Se da cuenta: “Vaya rollo que te he contado. Luego lo ordenas tú, ¿vale”.
Pocos músicos tan independientes como ella en el rock español. Le propusieron ser “la Madonna española”, pero se negó. Tenía imagen, era sexi, culta, tocaba (a los 21 terminó la carrera de piano), cantaba, provocaba. Pero a todas las propuestas que amenazaron su libertad dijo que no. Sentía querencia hacia los márgenes, el peligro, por llegar a la sabiduría por el camino del exceso. “Siempre me ha gustado más la música que ser famosa”, apunta.
Somos una generación mutilada y herida. No nos ha tocado vivir una guerra, pero hemos tenido la pandemia del sida y la de la heroína
Después de salir rebotada de tres colegios de monjas (“mis padres son muy religiosos, pero siempre me han respetado y me llevo fenomenal con ellos”) en su pueblo, San Lorenzo de El Escorial, se fue a estudiar a un colegio mayor en el centro de Madrid. Allí descubrió el mundo incandescente que comenzaba a impulsar una juventud ansiosa por descubrir cosas. La movida. Curra formó parte de Alaska y Los Pegamoides. Era una mujer punk en un entorno sin referentes femeninos en este estilo y pocos masculinos. Le gustaban Killing Joke, Siouxsie and the Banshees, Bauhaus, The Cure… La llamaban “su siniestrísima”.
Un día llegó al local Eduardo Benavente, un chaval espigado, seductor, hambriento por comerse el mundo. Se enamoraron. “La relación con Eduardo fue muy intensa porque éramos adolescentes. Era el primer amor. Y estábamos descubriendo el mundo juntos. Y la música. Fue una conexión muy bestia. Porque teníamos una banda, tocábamos…”. Eran la pareja ideal. Hermosos, modernos, interesantes, transgresores, punkis. Grabaron El acto (un álbum que cada año se hace más mítico), con letras sobre lujuria, muerte y drogas. Punk vigoroso y sombrío. Pero llegó el accidente en 1983. “Cuando muere Eduardo me cae un hachazo muy grande porque no comprendía nada. No entendía cómo de pronto todo eso había desaparecido. Era muy joven. Me dejó muy tocada”.
Continuó actuando con Seres Vacíos, pero no estaba bien. Se enganchó a la heroína. “En aquella época te tenías que quitar a pelo. Pasar el síndrome de abstinencia no es nada fácil. Y cuando lo pasas viene lo peor: volver a empezar cuando tienes muchas inseguridades y un gran vacío dentro”, cuenta. ¿Cómo lo consiguió? “Estuve intentándolo mucho tiempo. Era un guerrero batallando. Iba a una batalla y la perdía; otra vez lo intentaba y perdía. Era un desastre muy grande. Finalmente lo conseguí. Estuve una década limpia y recaí. Pero hace 10 años lo dejé definitivamente todo”.
A principios de los noventa siguió trabajando en proyectos alejados de la comercialidad. “No soy ambiciosa económicamente. No me puede el dinero. Soy lúcida a la hora de escoger las cosas. No tengo la enfermedad del dinero, y eso es una gran ventaja”. Organizó festivales de poesía ahora inimaginables: consiguió reunir, gracias a su embriagadora autenticidad, a Richard Hell, Leopoldo María Panero, John Cale, Lydia Lunch o Manolo Kabezabolo. Su pareja era el fotógrafo Alberto García-Alix, que la eligió como modelo para muchas de sus grandes imágenes.
Pero apareció una figura que le rompió los esquemas, el poeta y músico madrileño Ángel Álvarez Caballero, conocido por El Ángel. Curra dejó a Garcia-Alix por un desvalido enfermo de sida, con el que grabó el crudo y palpitante Polvo de Ángel. “Fue la aventura más fascinante que he podido vivir. Yo sabía que El Ángel iba a morir, que aquella relación tenía fecha de caducidad. Pero no me importó. Todo lo que aprendí, lo que compartí, todo lo que me dio…”, relata, emocionada. El Ángel murió en 1994 con 33 años. Ana Curra vio de nuevo su vida abrirse bajo sus pies.
En los últimos 20 años ha aparecido y desaparecido del directo de forma intermitente. Ha trabajado como profesora de piano en el conservatorio de El Escorial. Aprobó la oposición hace casi cuatro décadas y nunca lo dejó, incluso cuando tocaba punk todos los fines de semana. Hace unos diez años decidió recuperar en directo El acto, el primer y único disco de Parálisis Permanente. Desde entonces, y siempre moviéndose por caminos poco transitados, no ha dejado de participar en proyectos.
De las canciones que compuso con Benavente no cobra derechos de autor. Son temas referenciales del punk español como Adictos de la lujuria, El acto o Tengo un precio. “La discográfica [Dro, luego Warner] nunca se sentó conmigo a hablar para arreglar eso. No quisieron regularizarlo. Me ningunearon por ser mujer. Porque a Eduardo no se lo hicieron: cobran los royalties sus herederos”.
Vuelve a salir el tema de la muerte: “Siempre me interesó, y me ha tocado vivirla desde muy joven. Es la lección más importante de la vida. Si quieres vivir el día a día intensamente sin perder el tiempo en gilipolleces tienes que aprender qué significa la muerte. Estamos en un standby, así que es mejor que hagamos lo que nos dé la gana. Luego te vas a enfrentar a una muerte que nadie sabe lo que pasará después”.
Habla de su gente: “Somos una generación mutilada y herida. No nos ha tocado vivir una guerra, pero hemos tenido la pandemia del sida y la de la heroína. A la gente no le interesó esa pandemia porque se moría la mugre. Los laboratorios no iban a invertir lo que se ha invertido ahora porque no iban a ganar lo que están ganando ahora. Pero los que lo vivimos nos acordamos ahora de la pandemia del sida”.
Su última creación se llama Hiel, una canción sinfonía de seis minutos y medio que, cómo no, nace de las entrañas y suena punk: “La compongo desde la profunda tristeza y el sabor amargo que me produce la pandemia. Con nuestros mayores se ha cometido una ignominia vergonzosa que no se puede justificar. Además, te das cuenta hasta dónde hemos destrozado el planeta. A los cuatro días del confinamiento me encontré un pavo real en la puerta de mi casa y las plantas rompían los adoquines para salir. Y luego está la crispación política… Todo este mogollón de sentimientos aparece en Hiel”. Quiere lanzar una reivindicación sobre sí misma. “Compongo de puta madre, lo hago muy bien. Lo voy a decir de una vez, porque siempre he estado a la sombra de otros. Y estoy harta. Siempre he sido ‘la novia de Eduardo’, ‘la de El Ángel’, ‘la teclista de los Pegamoides’… Llevo en esto desde pequeña y lo sé hacer muy bien”, explica con voz calmada.
Se carcajea cuando recuerda que más de una vez la han dado por muerta. No tiene hijos, pero sí 11 sobrinos (son seis hermanos) y los alumnos de sus clases, que coge con siete años y no suelta hasta los 21. Acude todos los días a trabajar después de 1 hora y 40 minutos en autobús, y otro tanto de vuelta. Enseña a sus alumnos conceptos clásicos, pero también del punk. Se sube al escenario con ellos, los adiestra, les recomienda cómo moverse, cómo enfrentarse a una audiencia. Siempre desde las vísceras, sin renunciar a su libertad. Como ella.
Babelia
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