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ROCK WILKO JOHNSON
Columna
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El ‘blues’ del superviviente

El redivivo exguitarrista de Dr. Feelgood se exhibe en gran forma y con absoluta fidelidad a su sonido rocoso y crepitante de 1975

Lo más asombroso en el concierto de Wilko Johnson de este jueves en la sala But era su misma celebración. Condenado por sus oncólogos a una muerte segura antes de que venciera 2013, el rocoso exguitarrista de Dr. Feelgood optó por no amilanarse y agotar sus últimos meses sumando horas de escenario y furgoneta. Pero a veces, por fortuna, los errores médicos son para bien. El calvorota de ceño fruncido que nos esperaba en la Plaza Barceló sigue siendo hoy un músico en perfecto estado de revista, el hombre que empuña su Telecaster con el mismo gesto de siempre, como dispuesto a ametrallar al público. No hay docenas de guitarras que intercambiar ni una hilera de pedales con los que retorcer el sonido: solo (o nada menos que) seis cuerdas chirriantes enchufadas a un amplificador y enfervorizando al personal con un chisporroteo inconfundible entre otros mil.

Puede que la necrofilia sea consustancial, sí, al ser humano. Los casi mil espectadores que quisieron constatar que el de Essex sigue vivito y perfeccionando sus pasos de pato triplicaban a quienes asistieron a la anterior visita madrileña de Wilko, en El Sol. Johnson respondió a los curiosos con un concierto expeditivo en todas sus acepciones: fulminante (65 minutos), rocoso en su fidelidad a ese raca-raca sencillo, vacilón y sin púa que lleva cuatro décadas abarrotando las barras de los bares. Los tres músicos, de negro tan solemne y poco glamuroso como unos camareros en Benalmádena, suman casi dos centurias. Pero conocen bien el oficio; sobre todo Norman Watt-Roy, ese auténtico fajador del bajo eléctrico que dibujó líneas infatigables (Roxette, Going back home).

Hay mucha efervescencia primaria en el catálogo de Wilko, un caballero que exprime las posibilidades de los tres acordes y los tres minutos hasta las últimas consecuencias. If you want me, you’ve got me, por ejemplo, eran doce compases de libro, para aprender y venerar en cualquier garaje del mundo. Pero, versiones al margen (Wooly Bully, Johnny B. Goode), nada sonó tan crepitante y emotivo como When I’m gone y su apelación al disfrute y la supervivencia. Un blues que, por esta vez, sonó particularmente feliz.

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