Volodos, un virtuoso del siglo XXI
El pianista ruso ofrece un inolvidable recital en el Auditorio de Zaragoza
No hay una canción de Schubert de la que no se pueda aprender algo. Lo dijo el viejo Brahms paseando con su alumno, Gustav Jenner, hacia 1890. El comentario, que se lee en su recopilación de recuerdos del compositor alemán (Marburgo, 1905), no era una simple invitación a estudiar los lieder de Schubert, sino también a aplicar su enfoque esencialmente poético en la música instrumental. Sabemos que el propio Schubert estableció nexos entre sus ciclos de lieder y sus sonatas para piano, tal como demostró Charles Fisk (University of California Press, 2001). Pero para comprender el alcance de esas imágenes poéticas vertidas en su música instrumental debemos revelar sus “huellas dactilares”, como ha hecho Susan Wollenberg (Ashgate, 2011).
A esas huellas que comparten Schubert y Brahms ha dedicado Arcadi Volodos su primer recital de 2021, ayer en el Auditorio de Zaragoza. Una inolvidable velada del pianista ruso (San Petersburgo, 49 años) que no mermó ninguna de las rigurosas medidas sanitarias vigentes. Volodos lleva más de una década poniendo al día lo que debería ser un virtuoso en el siglo XXI. “Un virtuoso no es quien impresiona al oyente con su pirotecnia, sino quien consigue que las proezas técnicas desaparezcan en favor de la intensidad, la diversidad, la belleza de los colores y los matices, y el impacto emocional de su actuación”, afirmó durante una entrevista con Frédéric Gaussin en jejouedupiano.com. Una filosofía que ha plasmado en múltiples recitales por todo el mundo, pero también en sus últimos lanzamientos discográficos, en Sony Classical, centrados en las piezas pianísticas de Brahms (2017) y en la penúltima sonata de Schubert (2019).
Su concierto, en la acústica ideal de la Sala Mozart, se cerró con una interpretación para el recuerdo del Intermezzo op, 117 núm. 1, de Brahms. Era la cuarta propina, tras más de una hora y media de música sin descanso. Una pieza inspirada en una balada escocesa del siglo XVI que representa a una madre tratando de dormir a su bebé que no para de llorar. Volodos activó este microdrama de cinco minutos desde las teclas de su piano. No solo nos acunó, entre proezas dinámicas, con esa dulce sonrisa de Brahms en mi bemol mayor, sino que también nos sumió en un tenebroso sueño, donde la madre contempla la muerte de su esposo. Una sección central, en mi bemol menor, que regresa a la tonalidad inicial para retomar la referida nana, ahora más ligera y variada. La madre se enjuga las lágrimas y Volodos termina resaltando ese final enigmático en forma de leves disonancias en la coda.
Esa yuxtaposición entre alegres tonalidades mayores y dramáticos homónimos o relativos menores es, precisamente, una de las huellas distintivas de Schubert, según Wollenberg. La escuchamos, al comienzo del concierto, en la Sonata en sol mayor D. 894, que se abrió con un Molto moderato e cantabile de veintiún minutos. Un ejemplo de eso que Schumann denominó “celestial longitud” en Schubert, pero que en manos de Volodos sonó fluido de principio a fin. Para ello, el pianista acentuó las diferencias temáticas, dentro de la exposición, entre un motivo estático y otro danzable, al igual que entre las tonalidades de si menor y si mayor. Pero el principal logro de Volodos lo escuchamos, durante el desarrollo, donde Schubert carga las tintas y exhibe otra de sus huellas identitarias: su naturaleza violenta. Y traza un sombrío proceso canónico que modula hasta si bemol menor y termina proclamando el inocente tema inicial con un aterrador do menor en fortisísimo.
El andante siguió por la senda de la yuxtaposición de dos personalidades opuestas. Un encantador y lírico re mayor que alterna por dos veces con un dramático y apasionado si menor. Volodos extremó las dinámicas y subrayó los contrastes, al igual que en el minueto, con ese tono a medio camino entre el salón vienés y la algarabía campestre. Aquí escuchamos otro de los momentos gloriosos de la noche: un evocador trio que fue la encarnación de la felicidad. La obra se cierra con un rondó amplificado, un exuberante festival melódico, pero que sonó tan bello como monótono.
Volodos confesaba, al final del recital, la dificultad de pasar de este monumental Schubert, sin intermedio, a la solidez de un ciclo de piezas de Brahms. Pero el pianista ruso se sumergió con pasión en los pentagramas de las Seis piezas para piano op. 118, del compositor hamburgués. En los primeros dos Intermezzi exhibió un exquisito rubato junto a sonoridades densas y evanescentes. En la balada apostó por un tono más bruñido con maravillosas voces medias. El dialogo brilló en el núm. 4. Del Romance, que sigue, Volodos elevó la sección central: una idílica musette plagada de trinos y arabescos. Y de la primavera pasamos a la muerte, en el Intermezzo final, con esa entonación basada en el Dies irae esculpida con el pedal, que sonó tan contemplativa como apocalíptica en su cabalgata central.
No era fácil elegir una propina, tras los veinte segundos de silencio previos a los aplausos. Nadie parecía tener ganas de irse, por lo que Volodos inició una breve ronda de cuatro propinas. Pero el pianista eludió cualquier asomo de exhibicionismo. Abrió el fuego con una temprana y sencilla miniatura de Schubert: su Minueto D. 334. Le siguió el más popular de sus Momentos musicales D. 780, el núm. 3, allegro moderato, un epigrama sonoro con perfume húngaro, que Volodos dotó de un exquisito tono danzable. Pero antes de concluir con la referida versión del Intermezzo op, 117 núm. 1, el pianista ruso quiso ofrecer un homenaje a la música española que más admira, con la segunda pieza de Paisajes, de Federico Mompou. Y escuchamos un exquisito retrato de El lago, que evoca, con aire impresionista, los sonidos del agua desde el parque de Montjuic de Barcelona.
Concierto de Arcadi Volodos
Obras de Schubert & Brahms.
XXIV Ciclo de Grandes Solistas Pilar Bayona.
Auditorio de Zaragoza, 5 de abril.
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