La ciudad íbera digital
La Universidad de Granada reconstruye informáticamente el urbanismo del asentamiento amurallado de Almedinilla, en Córdoba, destruido por Roma
Primero buscaron un cerro que les permitiese una eficaz defensa y que, por su ubicación, fuese difícil de distinguir desde los alrededores. Además, debía situarse cerca de una corriente de agua para abastecer a la creciente población. El lugar lo hallaron a las orillas del río Caicena, en lo que hoy es el término municipal de Almedinilla (Córdoba). Luego comenzaron a construir una muralla sobre el otero y, tras ella, el entramado urbano y de viviendas escalonadas para vencer la pendiente del monte. Eran íberos y corría el siglo III a.C. Ahora, el estudio Urbanismo, arquitectura y unidades domésticas de baja época íbera en el Cerro de la Cruz: una primera aproximación a través de dos unidades del sector central, de los arqueólogos de la Universidad de Granada, Manuel Abelleira Durán, Juan Carlos Lara Bellón y Andrés María Adroher Auroux, representa digitalmente cómo eran las casas y las empinadas calles de este asentamiento arrasado y quemado, finalmente, por las legiones romanas.
El yacimiento, que fue descubierto en 1867, comenzó a ser estudiado de forma sistemática en los años ochenta del siglo pasado, aunque las excavaciones se abandonaron durante casi dos décadas. La ciudad fortificada ocupaba unas cuatro hectáreas intramuros, de las que solo se ha excavado un 2%. Sin embargo, y a pesar de que únicamente se han abierto unos 1.000 metros cuadrados, los resultados son espectaculares: un entramado de calles, plazas, edificios y viviendas que hablan de una ciudad perfectamente estructurada.
Una de las cosas que más ha sorprendido a los investigadores es “el excelente grado” de conservación del registro arqueológico, tanto de las estructuras arquitectónicas como de los ajuares, objetos y otro material doméstico encontrado. “Esto se debe”, señala el informe, “a la peculiar destrucción de la ciudad, violenta y rápida, donde el fuego jugó un papel esencial”. Los especialistas datan su final durante las guerras lusitanas (155-139 a.C.), momento de rebelión de los pueblos hispanos contra Roma, que terminó con la destrucción de numerosos asentamientos en el suroeste peninsular.
Las labores para investigar ese oppidum tuvieron que emprenderse de urgencia en 1985 porque “estaba siendo objeto de la acción de clandestinos”, que incluso recurrieron a excavadoras mecánicas para llevar a cabo su labor delictiva. Las intervenciones exhumaron pronto gran cantidad de estructuras que los arqueólogos dividieron en cuatro grandes sectores. Ahora, tras analizar aquellos resultados, consultar bases de datos y procelosos estudios sobre yacimientos íberos semejantes, los especialistas de la Universidad de Granada han recuperado digitalmente el asentamiento fortificado, “trazando una interpretación sobre la destrucción del poblado a manos del ejército romano”.
Así han determinado ―con el apoyo del Ayuntamiento y el Museo Histórico de Almedinilla― que sus habitantes vivían en casas de dos alturas, de poco más de 56 metros cuadrados de planta, con habitaciones regulares y techumbres de cañizo de una sola agua. Los rebordes de los tejados desaguaban en recipientes cerámicos para “captar el agua o simples piedras para evitar erosionar las calles”.
Al haberse erigido el poblado sobre un otero, sus habitantes tuvieron que “adaptarse a la topografía y al amurallamiento que habían levantado”. Por eso, dicen los expertos, “una vez construida la muralla, el poblado se fue erigiendo por la ladera sur, sin utilizar la ladera norte, completamente despoblada, posiblemente porque se trataba del perfil más abrupto”. En la parte superior de esa ladera se ubicaba la necrópolis.
Lo escarpado de la orografía les obligó, además, a construir bancales donde ir asentando las construcciones. “Estas estructuras cumplían una cuádruple función arquitectónica: en primer lugar, permitían ganar espacio útil a la montaña; en segundo lugar, contenían los empujes que generaban las construcciones que se ubicaban en cada terraza; en tercer lugar, servían de calles para distribuir la circulación en el interior del poblado y, en último lugar, facilitaban la evacuación de las aguas sin generar escorrentías”, se lee en el documento de la universidad.
La ciudad estaba tan bien trazada que las plazas, además de punto de encuentro, “ejercían como elemento organizador y dinamizador de la circulación, facilitando, por otra parte, la movilidad de personas y carros”. De todas formas, como la anchura máxima de las vías estudiadas es de 2,90 metros, los arqueólogos creen que “lo más probable es que la circulación de estos vehículos de tracción animal se efectuara en un solo sentido”. Las calles se construyeron mediante capas de tierras arcillosas que eran contenidas por los muros sobre los que se levantaban las viviendas. A esta arcilla le añadieron guijarros, cerámica rota y fragmentos de hueso, que se reaprovechaban para dar consistencia a esta “pavimentación” y evitar que la tierra se perdiese a causa de la acción de la lluvia.
Las casas tenían dos pisos de altura considerable. Su planta baja estaba destinada a almacén, mientras que los telares se localizaban en espacios mejor iluminados, donde pudiera entrar la luz natural directamente, como las plantas altas. Los accesos a la zona de vivienda se situaban en una cota ligeramente por encima del nivel de circulación de la vía, evitando, de esta forma, la entrada de residuos en época de lluvia. Desde estos pisos podría accederse a la planta baja (o sótano) a través de escaleras de madera y trampillas.
De todas formas, los expertos concluyen en el informe de sus trabajos, financiados por el Ecomuseo del Río Caicena, que en arqueología nada es definitivo, de forma que “lo que hoy reputamos como verdadero, encierra también un lado falso, ahora oculto, pero que saldrá a la luz más tarde”, cuando se excave el 98% que falta del yacimiento que ardió mientras las legiones romanas lo tomaban al asalto.
Babelia
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